Cuentan que un general romano, conquistador de la Hispania, pidió instrucciones a Roma para saber qué hacer con un pueblo conquistado. Su misiva decía: “Cobramos tierras, cosechas, animales, mujeres, niños. Mayoría hombres trabajan encadenados. Los haremos romanos, pero nos cuesta hacerlos hablar en latín. Cuando lo intentan, lo hacen en forma incorrecta. Aguardamos instrucciones”. La respuesta del César fue lacónica: “Insista con el latín. Si no se logra, como sea suprima lengua. Envíe resultados”.
Tres meses después el general envió otro mensaje: “Órdenes cumplidas. Suprimimos lenguas mayores de un año. Antes del año no hablan. Van resultados”. El mensajero traía también cuatro bolsas que contenían 8.000 lenguas humanas extirpadas.
Verdadera o no, la anécdota es aleccionante. La historia de la civilización muestra que los conquistadores trataron de borrar la cultura, las costumbres, los cultos y hasta los dialectos hablados desde tiempos inmemoriales por sus víctimas. Los ejemplos de intentos de “suprimir las lenguas” a fuerza de proclamas, decretos, ukases, y un sinfín de golpes civilizatorios, abundan. De modo que no sólo se hacía desaparecer lenguas, sino también a los humanos hablantes, para cortar por lo sano. Luego de los juicios de Núremberg, la Humanidad definió esos hechos como delitos de genocidio.
Imponer un idioma diferente por la fuerza nunca dio buenos réditos. Los idiomas son factores identitarios de los pueblos y se constituyen en una colectiva y a veces silenciosa –si cabe el oxímoron– resistencia, difícil de quebrar. “Son incontrolables. Callan ante la presencia de una autoridad, pero luego hablan a su espalda y a sus anchas”, se quejaba un sincero personero de conquistadores hispánicos en el México colonial.
La bestialidad piedeletrista de aquel general obligó a los césares a cambiar la estrategia con los pueblos sometidos. Más avivados, ordenaron redactar los decretos y sentencias en dialectos locales. La sumisión se hizo llevable.
No es necesario ir tan atrás en la historia para encontrar ejemplos de estos actos, cuyos efectos perduran. En México, América Central y América del Sur, las lenguas de pueblos preexistentes a la conquista resistieron, con relativo éxito, a la embestida baguala de los conquistadores. Por cierto, estas se repiten en la actualidad, más como comedia que como tragedia. Aún hoy, biblias en ristre y con discursos incendiarios, los aniquiladores claman por ajustes de cuentas con quienes consideran extranjeros en sus propias tierras. La sufrida América Latina está poblada de casos que escritores como Gabriel García Márquez y Juan Rulfo utilizaron para regocijarnos con sus historias de realismos mágicos. De estar vivos, aún hoy hubieran nutrido sus fuentes de alimentos para sus relatos.
En el mundo hay otros ejemplos. El franquismo, victorioso en la Guerra Civil Española, quiso extirpar las lenguas de las provincias que más se opusieron a la violencia antidemocrática y antirrepublicana de los vencedores. En Catalunya, País Vasco, Andalucía y otros, intentaron hacer desaparecer las lenguas locales para imponer el castellano como único idioma en centros de enseñanza y en el habla de la gente en las calles y en sus casas (denostaron a quienes no hablaban “en cristiano” hasta límites aberrantes). Fracasaron. Hubo que accionar la marcha atrás y aceptar el bilingüismo.
El habla del homo, esa formidable fase en la transformación de las especies animales que marcó el pasaje del prehomínido al homínido, tal como es ahora, es un instrumento que nació porque la gente necesitaba entenderse, y no por ser una disposición dogmática sustentable con criterios reglamentaristas. Los dogmatismos disfrazados de reglas nunca fueron muy afines a los cambios en ningún escenario de la cultura humana. Más bien fueron barreras a su advenimiento.
Sin embargo, hay quienes piensan y tienen opiniones diferentes en pleno siglo XXI.
Hace unos meses, el diputado colorado Ope Pasquet presentó un proyecto de ley para establecer, como idioma oficial de la República Oriental del Uruguay, el idioma español. El proyecto prohibía, a texto expreso, el llamado “lenguaje inclusivo” en la enseñanza primaria y secundaria. Semanas atrás, la diputada cabildante Inés Monzillo presentó otro proyecto, con igual pretensión. Monzillo declaró en el programa En perspectiva de Radio Mundo: “El lenguaje inclusivo está fuera del sistema gramatical y, por tanto, no es un lenguaje”. En cambio, consideró, es el “reflejo de una ideología –de género–que responde al movimiento feminista y a la llamada agenda de derechos”. Por eso, agregó, “se impone separar lo ideológico de lo lingüístico en las aulas y en los entes públicos”. Habría que preguntar si tal criterio no es reflejo, a su vez, de otra ideología. Que no sabemos cuál es, pero sospechamos.
Monzillo afirmó que la extensión del lenguaje inclusivo en liceos suscitó “preocupación” en Cabildo Abierto, “pese a la desaprobación de su uso por las autoridades educativas y por la mayoría de los docentes” (¿?). “Se ve en las carteleras de los liceos y hay profesores que lo aplican y difunden dentro de las aulas”, sostuvo, al advertir que “las clases de Idioma Español y Literatura se desvirtúan” debido a estas prácticas.
El objetivo de dictar reglas para la redacción de documentos oficiales, para su empleo en oficinas de los tres poderes del Estado, hubiera hecho de cualquiera de estas leyes un anodino saludo a la bandera (puesto que ya se hace) si no fuera porque, además, sus promotores quieren (o querían) extender sus efectos a la enseñanza de cómo hablar el idioma español en los centros públicos y privados. En los considerandos del proyecto de Pasquet se dice: “La libertad de cátedra no exonera del deber de cumplir con lo dispuesto por la presente ley”, lo que constituye un flagrante contrasentido en el mismo enunciado. Es difícil hablar de libertad de cátedra con normativas que la sitian. Mejor que los objetivos libertarios (muy agitados por el presidente Luis Lacalle Pou) no estén sesgados –o acotados– para contemplar ámbitos que sólo interesan a sus abanderados.
Por su parte, la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) (Circular 4/2022, del Consejo Directivo Central –Codicen–, que remite a la Resolución 3.628/021 del Acta 43 de fecha 8 de diciembre de 2021) abordó otra vez el tema del lenguaje inclusivo. Con una visión más actualizada, tomó distancia del espíritu prohibitivo de los parlamentarios mencionados. El órgano directivo eligió no seguir el ejemplo del general romano de la anécdota, lo cual es muy plausible.
No obstante, y sin ser especializados en estos temas, hagamos algunas anotaciones primarias, a título provisorio de inquietudes o dudas (de padre, de abuelo o de simple observador) sobre esta nueva circular, referida al tema del “lenguaje inclusivo” en la educación de nuestros hijos y nietos.
Se reconocen y respetan las novedades lingüísticas, para las que hay que abrir los espacios y no cerrarlos. En ese sentido, el Codicen toma clara distancia del propósito de los legisladores.
En otra circular, emitida en el ejercicio anterior (la 1-2019), autoridades del Codicen definieron que era posible el uso del lenguaje inclusivo, “siempre que no afectara las reglas gramaticales” y “mediante la búsqueda de términos inclusivos”. Convengamos que aquel texto (que ahora queda sin efecto) tenía gusto a poco. No había certezas en un tema (por cierto, bastante espinoso), por lo que la interpretación quedaba abierta a los intérpretes. Lo aprovechó la actual administración para confiar al profesor de Idioma Español Óscar Yáñez un análisis del tema que el Codicen hace suyo.
Ahora –se expresa– la ANEP observa el fenómeno “desde una perspectiva objetiva lingüística, pero sin perder de vista la relación lenguaje-pensamiento”.
Surgen dudas sobre algunos puntos. La disposición aconseja “respetar las reglas y apelar a un caudal léxico disponible, lo que impulsa a promover transversalmente la enseñanza de la lengua como un fin inexcusable de la educación”. Es decir, hay una finalidad de educar, por lo que hay que respetar las reglas del idioma con el que educamos. Luego de esta afirmación rotunda, el comunicado nos alivia al decir que (no obstante) “es imprescindible reconocer” que las variedades lingüísticas existen y que, más allá de “las apreciaciones que sobre cada una de ellas el hablante posea, el sistema educativo debe respetarlas”. Atentti: “debe respetarlas”. Las reconoce, pero no dice si se debe aceptar su uso o no. No nos orienta para saber qué pasa, por ejemplo, en un escrito o en una prueba. Si bien el texto denota flexibilidad, nos gustaría conocer el alcance práctico del “respeto” admitido, para estudiantes y profesores(as) en plena actividad como educadores y como educandos. ¿A qué grado de libertad, o de tolerancia, puede llegar la aplicación de estos criterios en las clases, de la materia que fuere?
En el mismo texto se manejan otros conceptos no menos confusos. Como cuando se afirma que “la enseñanza de la lengua estándar y la regularización que se obtiene desde la escritura o desde las normas de la lengua garantizan la pertenencia a una comunidad lingüística de varios millones de hablantes”, que es necesario reconocer, y que “la lengua estándar da certezas para mantener la unidad, a la vez que el respeto a las variedades asegura la identidad del hablante”. Que el “respeto a las variedades asegura la identidad del hablante” es una afirmación, por lo menos, borrosa. Quienes mantienen una unidad lingüística, en general, no tienen ningún respeto por las variedades. Por el contrario, consideran que ellas atentan contra su identidad.
Más allá del despliegue retórico, habría que preguntar a filólogos, o a especialistas en disciplinas que investigan el surgimiento y las variantes de las lenguas, originadas a partir del incumplimiento de las reglas del habla, qué significa la “vulneración de un principio de pertenencia a una comunidad lingüística”, y si la existencia de este “principio” es decisiva en el mantenimiento de reglas invariables. La historia de las diferentes comunidades hablantes, con sus variantes de lenguaje, nos conduce a resultados contrapuestos a tan terminante afirmación.
También hay vaguedad en la Circular 4/2022, cuando expresa que el “objetivo de la educación” debe ser “desarrollar y formar ciudadanos con la capacidad de elegir su modo de hablar, sin imponer una variedad minoritaria, lo que constituye sin lugar a dudas una forma de respeto a la libertad”. Y, además, hay que reconocer que “las variedades minoritarias enriquecen la lengua” y, en el “discontinuo lengua-sociedad”, se producirán “cambios que los hablantes estimen pertinentes para sostenerlos en el uso”. Esto, dicho así, nos provoca más confusión. Es como un “sí, pero no”. La circular no dice que el “lenguaje inclusivo” provenga de las reivindicaciones feministas (o, como acusa la diputada Monzillo, “de la ideología de género”), aclaremos, aunque al final habla sobre la “equidad de género”. Pero cuando se dice que son “variedades minoritarias”, ¿a qué minorías alude y respecto de qué otros son minorías? ¿Hay un relevamiento para saber cuánta gente lo habla hoy? ¿Qué ámbitos abarcará el permiso para el uso que los “hablantes estimen pertinente”? ¿Se refiere al uso diario en las conversaciones de los jóvenes entre ellos, o incluye también su utilización en las clases, en escritos y en el habla? ¿Habrá sanciones?
Se afirma que las directivas se orientan a funcionarios docentes y no docentes del organismo, por lo que no afectará (conjeturamos) directamente a las formas de expresión de los estudiantes. En este sentido esta circular supera, por lo menos, la intención de los legisladores.
¿Qué hay de nuevo, viejo?
Pese a la copiosa argumentación, en los textos de las circulares 4/2022 y 1-2019 aún no logramos discernir las diferencias de sus resoluciones finales, que es lo que importa. Veámoslas:
En la Circular 1/2019 se resuelve “Establecer que es posible el uso del lenguaje inclusivo, en aquellas situaciones donde el desdoblamiento no afecta las reglas gramaticales y mediante la búsqueda de términos inclusivos”.
En la Circular 4/2022 (resolución 4): “[...] esta administración, en el marco asumido con la equidad de género y el abordaje e implementación de prácticas que contribuyan a disminuir las brechas existentes en nuestra sociedad, propiciará otros mecanismos inclusivos tendientes a evitar cualquier sesgo discriminatorio en la comunicación utilizando siempre un lenguaje que se ajuste a las reglas del idioma español”.
En los considerandos de la nueva circular (con más claridad que en la anterior) también se reconocen y respetan las novedades lingüísticas, para las que hay que abrir los espacios y no cerrarlos. En ese sentido, el Codicen toma clara distancia del propósito de los legisladores mencionados, lo que es todo un avance.
Pero no hay cambios sustanciales en la resolución final. El texto no hace otra cosa que agregar fundamentos y objetivos (disminuir brechas en el “marco de la equidad de género”) a una resolución, pero sin alterar lo sustancial de la anterior.
Esperemos para ver qué pasa cuando les estudiantes empleen, en uso de su libertad, sus propias relaciones de “lenguaje-pensamiento”. Que las autoridades no las pierdan de vista, aconseja el atinado informe del profesor Yáñez, en quien el Codicen ha apuntalado sus directivas, las que, suponemos, está dispuesto a aplicar. Serán experiencias interesantes, y veremos cómo se desempeñan educadores, educandos y autoridades para adaptarse a estos criterios.
Carlos Pérez Pereira fue periodista y es militante de izquierda.