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Los argumentos de los defensores de golpes de Estado

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La teoría de los dos demonios es una muy redituable fórmula para transformar a las víctimas en victimarios. Más que una mera teoría, es una manera de pensar y de sentir de aquellos que equiparan el poder de quienes lo sustentan con las posibilidades de defensa y respuesta de quienes sufren la violencia de su aplicación. Hay cercanías, en argumentos y protagonistas, entre quienes quieren convencernos de que las mujeres agredidas son culpables de palizas, lesiones y muertes por hacer enojar a sus maridos o exnovios violentos con quienes justifican rupturas constitucionales motivadas por acciones opositoras. En los últimos tiempos, a nivel parlamentario, ha surgido una original (pero nada extraña) tesis explicativa de la violencia basada en género: los hombres toman represalias contra la rebeldía, motivados por el amor. Una derivación de aquella famosa máxima que afirma que quien bien te quiere te hará sufrir.

El mismo mecanismo para mirar el mundo –siempre negado por sus sostenedores– reescribe una interpretación caprichosa de la historia reciente que, a sabiendas, descontextualiza y miente sobre hechos pasados. Los golpes de Estado se aplican por el bien de la democracia y para preservarla. Si las medidas se toman para proteger la democracia, no importa violarla.

Que los defensores del golpe cívico-militar defiendan esa interpretación vaya y pase. Bailan con su propia música. Pero lo interesante es que quienes, hasta ayer nomás, permanecían neutrales o callados ahora salgan a decir, cuando se habla de lo que pasó, que “desde ambos lados se miente”. Y entonces seguimos mal, o peor. Quizás se deba a que antiguas posturas paguen tributo a actuales alianzas con quienes, en el fondo, algo tienen en común. Y aquí no hay inocentes ni neutrales, porque no son equiparables las fuerzas “de un lado y de otro”. Y quien “equipara” se pone del lado del más fuerte. Porque todo es una cuestión de poder. De poder que agrede, tortura, mata y desaparece.

En la historia “reciente” (no tan reciente, ya tiene 50 años), la pretendida igualdad entre contrincantes parte de premisas equivocadas y apela a un esquema binario que pugna por manipular nuestro pasado para incidir en nuestro presente y dominar nuestro futuro. En la realidad hubo un solo demonio: el Estado, poseedor de las armas y del poder que le fue dado por un pacto democrático suscrito en una Carta Magna para defender al país y a su población. Nunca para tirar abajo las instituciones republicanas.

Los acontecimientos sociales se dan en un contexto determinado y tienen explicación. La guerrilla tupamara –que recién aparece en su real dimensión a fines del año 1968 y se consolidó en los años siguientes– no nació como un rayo en cielo sereno. Hubo un contexto, nacional y regional, de crisis económica, que repercutió política y socialmente en todos los países latinoamericanos. La crisis general del sistema se proyectó con fuerza en el “patio trasero” del imperio. Bien estudiado está el período posterior a los tiempos en que fuimos beneficiarios de la guerra de Corea, con gobiernos ejercidos por blancos y colorados. La crisis general se depositó, en sus consecuencias más funestas, en los países de economías dependientes y en sus pueblos. La famosa “reforma cambiaria y monetaria” de esos años, con otras medidas de ajustes y recortes presupuestales, insertaron al país en el estatuto de la dependencia y alteraron las reglas de funcionamiento de la sociedad uruguaya.

Como respuesta a las demandas de quienes más sufrieron, los gobiernos de entonces se decidieron a apretar el dogal al cuello del pueblo. Uruguay entró en una dinámica de ajustes recesivos y de incremento de las protestas, y consecuentemente de la represión. En esos años de crisis y reacciones, surgió la CNT como síntesis de la lucha sindical, y la izquierda comenzó su camino hacia la unidad, concretada con el surgimiento del Frente Amplio en 1971.

Son irrisorias (desde un punto de vista jurídico) las equivalencias entre los delitos cometidos por guerrilleros armados (delitos de particulares, perseguibles por las leyes penales) con los crímenes de lesa humanidad.

Las contradicciones se agudizaron y las posturas de derecha no permanecieron de brazos cruzados. Apelaron a la masificación de la represión. Jorge Pacheco Areco y su sucesor Juan María Bordaberry tampoco cayeron del cielo. Fueron un producto y formaron parte activa de esa historia, de la que también fueron productores. Ambos flexibilizaron al límite los recursos legales, hasta operar al margen de ellos. En eso consistió la utilización de las Medidas Prontas, que se volvieron Medidas Permanentes de Seguridad, en un ejercicio de autoritarismo como hacía tiempo no se veía. Se decía que el Parlamento levantaba las medidas por la tarde y por la noche el señor Pacheco las volvía a imponer. Durante ellas se detuvo a mucha gente sólo por protestar, se reprimió manifestaciones y hasta se asesinó a estudiantes en respuesta a movilizaciones.

El Parlamento quedó atado de pies y manos y no logró encaminar al país por senderos democráticos y republicanos. Caminábamos firmes y seguros al abismo. El acto supremo de autoritarismo llegaría en junio de 1973, con el golpe de Estado del presidente Bordaberry y los militares, apoyados explícitamente por Pacheco Areco, desde la embajada de Uruguay en España. Era la apología de un delito muy grave, por lo cual para quien reivindique a su autor deberían caberle “las generales de la ley”.

Uruguay se integró definitivamente a Latinoamérica, lo que nos hizo merecedores (según estrategas del Pentágono) de la aplicación de la Doctrina de la Seguridad Nacional, pensada con proyección continental, que buscaba transformar a las Fuerzas Armadas y a la Policía de estos países en instrumentos de represión regional. Esta alcanzaría su fase superior con el Plan Cóndor y su retahíla de presos sin procesamiento legal, torturas, muertes y desapariciones con métodos industriales de producción. Son irrisorias (desde un punto de vista jurídico) las equivalencias entre los delitos cometidos por guerrilleros armados (delitos de particulares, perseguibles por las leyes penales) con los crímenes de lesa humanidad, de violación de derechos y ruptura del orden constitucional perpetrados por el demonio real de estas historias.

Primero las Medidas Prontas de Seguridad (que no mencionaban a la guerrilla tupamara; se puede ver varios libros de historia al respecto) y luego el Estado de guerra interno fueron el marco en que se empedró el camino al infierno de la dictadura (que se consolidó cuando la guerrilla ya estaba derrotada: ver informes militares de la época). En ese marco general de resistencia sindical y de surgimiento de fuerzas importantes en la oposición a las políticas recesivas, se dio la lucha del Movimiento de Liberación Nacional (MLN), con su propuesta de lucha armada, a la que el Frente Amplio no apoyó (Seregni dijo siempre que “somos una alternativa de paz y de pacificación”). La escalada represiva condujo a atacar a todo lo que fuera de izquierda o simplemente opositor al golpe de Estado y a instalar un gobierno de facto por 12 largos y duros años. Con repercusiones y reminiscencias prolongadas en el tiempo, con viejos y nuevos auspiciantes, que pugnan por revisar hechos y situaciones harto demostradas con documentación que no ha sido objetada con seriedad. Lo único que hemos escuchado al respecto y hasta ahora han sido descalificaciones y profusos insultos. O alguna opinión largada para la tribuna, pero sin fundamentaciones serias, que deja zonas oscuras en el relato.

En este mes de la memoria y en tiempo de memoriales, bien haría el ministro Javier García (ex militante wilsonista) en agregar que, en esa Cárcel del Pueblo, posteriormente a su caída, hubo torturas a militantes de izquierda que nada tenían que ver con el MLN perpetradas por las fuerzas de seguridad del Estado, aquel demonio del que hablábamos en el título.

Ya que estamos, el ministro podría recordar también a los muertos de la seccional 20 del Partido Comunista, “el crimen más horrendo de la historia del Uruguay”, como lo calificó por entonces su líder, Wilson Ferreira Aldunate.

Con excusas similares a las de quienes defienden a los feminicidas y machistas golpeadores de mujeres (“algo les deben haber hecho para que se enojaran tanto”), sólo nos falta que justificadores de la violencia de Estado, asesinatos y desapariciones interpreten esos crímenes como “actos de amor” de sus perpetradores. Viendo la conexión (y la identificación) entre quienes defienden a unos y a otros, diría que no estamos muy lejos de esa posibilidad.

Carlos Pérez es militante de izquierda.

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