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El mandato del éxito y la condena del fracaso

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Hay distintas entradas de la palabra “éxito” en el diccionario. “Resultado feliz de un negocio, actuación, etc.”, “Buena aceptación que tiene alguien o algo”, “Fin o terminación de un negocio o asunto”. Esta definición es inútil para la filosofía, porque más allá de la referencia etimológica, solamente implica un resultado que no se explica. Desde el punto de vista de la primera, si me atropellan y sobrevivo, eso es un éxito.

Afinando un poco más la puntería, el éxito refiere a la posibilidad de conseguir los objetivos propuestos en un emprendimiento determinado, con un costo aceptable.

Debemos aclarar, por supuesto, que utilizamos la palabra “emprendimiento” en su sentido más general y no en la reducción que lo asimila a “empresarial”, lo que lleva implícita la identificación del éxito con el éxito económico.

En este sentido, es importante diferenciar el concepto de “éxito” del de “triunfo”, porque el primero es un indicador de que –ahora sí, como lo dice el diccionario– se culminó una tarea o proyecto con alcance de las metas propuestas, y el segundo que concomitantemente se impidió que alguien más lograra lo mismo.

Entonces es imprescindible que nos enfoquemos en qué significa “alcanzar las metas” desde un punto de vista que no nos haga caer en las cenagosas aguas de la autoayuda.

Más Platón y menos autoayuda

Existe en la filosofía una larga tradición de las escuelas filosóficas de “la buena vida” que trataban de resolver el problema de cómo llevar una vida de excelencia como el mayor éxito posible para un ser humano.

Por nombrar solamente a algunos, Aristóteles es la piedra angular del tema. Él planteaba la búsqueda de la felicidad o “eudaimonía1 (literalmente, “buen daimon” o espíritu) y eso solamente se lograba actuando en pos del bien, siendo entendido el bien como todo lo que contribuía al mayor de todos los bienes, o sea el bien de la polis (sociedad toda).

Esto implicaba una ética de responsabilidad que implicaba que la felicidad del ser humano y por lo tanto su éxito no podía alcanzarse desde el egoísmo, sino desde la cooperación social, y el éxito solamente podía ser de todos los ciudadanos.2

Para los estoicos, en cambio, el objetivo era alcanzar un estado de tranquilidad o impasividad llamado “ataraxia” (“a” negación” + “taraxi”, perturbación, intranquilidad) y por lo tanto vivir una vida sin sobresaltos, y eso implicaba un trabajo de autocontrol para evitar que las vicisitudes del mundo exterior nos afecten. Debemos recordar que dos de sus adeptos más famosos eran Séneca, el administrador general bajo Nerón, y Marco Aurelio, el emperador liso y llano de Roma.

Para ellos el éxito era algo desligado de las victorias y del reconocimiento, era algo personal y un logro solamente tenía valor si no impedía la ataraxia.

Como hoy nadie (o casi) lee a los antiguos, han proliferado en su reemplazo una serie de autores que hacen su agosto con libros, cursos y eventos que cobran bastante caros (ellos sí son exitosos, obviamente) para ofrecerle a las personas que no pueden lidiar solas con la necesidad de alcanzar un éxito que no saben muy bien en qué consiste, una fantasía asociada a un recetario más o menos trivial de pasos que aparentan ser fáciles de seguir, pero que ocultan un aguijón letal: parten de la peligrosa premisa de que con esfuerzo todo es posible, y que lo único que separa a la persona común de las estrellas es la falta de iniciativa, en vez de una nave supralumínica.

El campo de batalla

Pero nuestra sociedad no funciona así. Lo anterior ha determinado que exista una suerte de mito social, un mandamiento no escrito pero grabado a fuego en la mentalidad capitalista que obliga a adorar al éxito y a quien lo porta, y despreciar al fracaso y sus detentores. Esto es descrito con la premisa neoliberal de la “meritocracia”, que, sacada de su contexto natural de los escalafones de funcionarios y su modo ideal de ascenso en la jerarquía de su trabajo, instala una premisa que describe al sujeto como esencialmente omnipotente y capaz, con empeño, sacrificios y esfuerzo suficiente, de lograr absolutamente cualquier cosa que desee. Esto no solamente conlleva el corolario de que si fracasa es porque no lo intentó con suficiente dedicación, y por lo tanto es un fracaso personal y existencial, sino que releva a la sociedad de su responsabilidad con respecto a asistir a los individuos más frágiles dentro de ella.

En lo que no se pone demasiado de acuerdo la sociedad es en qué significa ser exitoso, porque si bien ciertos indicadores, como tener riqueza, belleza o fama se ven como índices muy claros, no queda demasiado definido cómo incide el costo de dichos bienes que la sociedad percibe como valiosos.

Es decir, un millonario es visto exteriormente como el paradigma del éxito, pero si luego se suicida la sociedad no tiene respuesta para eso, y frecuentemente pasa de la admiración al desprecio por la figura que no supo disfrutar de su obvio lugar de privilegio. Lo que nadie puede saber es qué es lo que esa persona tenía como proyecto propio de vida, o qué relegó para obtener las riquezas. Nuevamente: la economía es taxativa, si el costo supera a la ganancia, aunque no todos los factores sean monetarios (especialmente por eso) es una pérdida. Y lidiar con las pérdidas es un proceso personal.

Eso devela por un lado la futilidad de preocuparse por el éxito de los demás y no por la propia vida (y de nuestro entorno) y por el otro la necesidad de entender que el resultado económico por sí solo (pese al diccionario) nunca puede ser un indicador de éxito: si alguien tiene un millón, dos millones, cien millones de (inserte moneda) pero lo que gastó en el proceso fue el doble de dinero,3 difícilmente el resultado final sea relevante.

Por otro lado, lo que no se puede evaluar es precisamente lo que más importa: cómo ese estado final se ajusta a los objetivos previos que llevaron al individuo a tomar acción.

La sociedad de consumo, como bien Marx nos advirtió, fetichiza el dinero y no lo percibe como un medio para otros fines, sino como un fin en sí mismo. Pero el dinero tiene una trampa mortal: nunca tiene un fin.

No existe una cifra a partir de la cual sea suficiente, y por lo tanto, poner el dinero como un objetivo lleva, si uno no presta atención a un encare más amplio del proyecto de vida, a un estado de insatisfacción y frustración constante, porque siempre habrá otro que tenga más, y eso minimiza lo que mis posesiones me puedan dar de satisfacción.

Franz Hinkelammert4 expande su técnica de análisis del fetichismo, que parte de una lectura de Marx pero va más allá, y propone que la sociedad ha instalado (o se le instaló) un sistema pervertido de relaciones sociales entre las mercancías, que pasan a dominar al individuo en lugar de ser medios para que éste logre sus fines.

Nos explicamos: la sociedad de consumo ha hecho proliferar una gran cantidad de estrategias que se llaman de “fidelización”, pero que tienen como objetivo la captura del consumidor.

Las diferentes compañías crean “ecosistemas” de consumo informático para que uno tenga todos sus dispositivos de la misma marca, o en los medios se lanzan múltiples programas imbricados de forma tal que es necesario verlos todos para poder tener el panorama completo.

En este contexto, las mercancías fetichizadas dejan de ser medios para conseguir fines particulares, para ser fines en sí mismos, lo que es un sistema corrupto de valores: solamente los seres humanos (y el resto de los seres vivos, si evolucionamos) pueden ser fines en sí mismos.

Al convertir a las mercancías en fines que van más allá del acto transaccional, la sociedad asigna a la capacidad de poder consumirlas un valor extraordinario, que es la base de la asimilación “de facto” de que la posesión de riqueza es el baremo para medir el éxito en casi cualquier ámbito.

No vamos a analizar el problema de los bienes posicionales5 pero el problema es claro: si aceptamos como propio el concepto de bien deseable y por lo tanto de éxito que se impone desde la sociedad se produce una tensión interior. Participar de la dinámica de fetichización-consumo-deuda-presión para adquirir más poder económico conforma un círculo vicioso en el que el ciudadano promedio solamente logra aumentar un grado de endeudamiento o (en el mejor de los casos) ausencia de ahorros que genera angustia, la que se resuelve con más consumo.6

Solamente un individuo que se ha detenido a reflexionar acerca de cuál es su deseo, su concepción personal de una buena vida, podrá entonces fijarse una meta que le permita dirigirse por ese camino.

O sea, estamos en una tensión que se da entre la presión externa del mercado, pero aceptada como propia, por consumir (y ostentar) y la misma necesidad de acumular riquezas (o deudas) para tener capacidad de consumir. A esto se suma otra tensión que es la que se da entre el verdadero deseo del individuo y la presión ejercida por la sociedad y los pares de mostrarse como exitoso. Este es uno de los problemas por los que mucha gente lleva el concepto de Schopenhauer de existencia inauténtica al paroxismo, dedicándose a vivir una vida de éxito aparente consumiendo fuera de sus posibilidades y sobreexponiendo una ficción en las redes sociales. El monto de angustia y frustración que acumulan deriva en problemas como la depresión, ataques de pánico y otros trastornos, por no mencionar el momento de quiebre en el que las deudas acumuladas se vuelven insostenibles, si es que llegó a ese nivel.

Ampliación del campo de batalla

Pero las malas noticias no vienen solas, como si no fuera imposible emprender un viaje sin saber a dónde quiere uno ir, o lidiar con estándares de expectativas meritocráticos7 imposibles de alcanzar, la sobreexposición impone la obligación de documentar, y por lo tanto ficcionalizar cada paso del camino.

Porque esto debe ser entendido: lo que vemos en las redes sociales, al igual que lo que consumimos en los medios de comunicación, es ficción. Un cuento, ni más ni menos, y por honesto que sea, por fiel que intente ser a los hechos de que da cuenta, siempre mantiene la limitante de que es un recorte arbitrario de la realidad. Peor aún: su relato.

Ese hecho de confundir ficción con realidad no es nuevo, es más, es casi inevitable informarnos por nuestros sentidos y por relatos de un tipo u otro, pero la verosimilitud (característica de lo transmitido de ser creíble) y la veracidad no siempre van alineadas, por eso un sano escepticismo a la manera de los estoicos, que rechazaban lo que les produjera ansiedad, no es mala estrategia. Y como las redes nos bombardean con un gran contenido de lo primero y casi ninguno de lo segundo, la ansiedad está garantizada y se expresa en varias formas de distorsión cognitiva como el síndrome “fomo”8 que aumenta el tiempo de exposición, pero aleja al individuo aún más de su propio deseo, porque ese consumo ansioso de contenidos solamente sitúa su locus atencional9 cada vez más fuera de sí mismo y por lo tanto su dasein10 heideggeriano se sitúa consistentemente más en la existencia inauténtica y retroalimenta la angustia y la frustración, por ejemplo de ser la única persona ajena a un éxito que parece tan universal como al alcance de la mano.

Retirada estratégica

Como se trata de un producto altamente vendible, el mitema de la solución mágica a lo que Freud llamó “malestar en la cultura” se ha multiplicado en alimentos, dietas, medicamentos, tratamientos médicos y sistemas mágicos para la felicidad, que solamente desvían el consumo de la persona hacia un falso acercamiento a su verdadero deseo, porque esa es la única solución posible. Entre las cosas de las que el individuo se ve privado al tiempo que se le exhiben de manera abrumadora, es el imperativo de un modelo hegemónico de belleza corporal al que no puede acceder (porque básicamente no existe para la mayoría de las personas) y que agrega una capa de dimensión a la angustia, ya que, si rechaza su propio cuerpo, volver a centrarse en sí mismo se le dificulta. A modo de placebo las redes diseñaron “filtros” que supuestamente eliminan los defectos de las fotos que se publican de uno, pero eso solo posterga el síntoma y deja intacta la angustia.

También existen otras salidas de desvío como el desarrollo de preferencias adaptativas, integrar subculturas que compartan hábitos que los protejan del exterior amenazante mediante la sensación de identidad y pertenencia.11

Solamente un individuo que se ha detenido a reflexionar acerca de cuál es su deseo, su concepción personal de una buena vida, podrá entonces fijarse una meta12 que le permita dirigirse por ese camino.

No podríamos decir si el objetivo es del tipo que buscaban los antiguos de obtener la eudaimonía o la ataraxia, pero algo es cierto: tiene de alguna manera que incluir una disminución de la angustia existencial, limitándola a la que es inevitable, que es la consciencia de la propia mortalidad, pero con la que sí estamos equipados para vivir.

Lo que sí podemos intuir como camino es que el concepto de “vida examinada”13 es el que puede alejarnos del problema. Detenerse un instante a reflexionar respecto de los aspectos que comentábamos, la concepción propia de la buena vida (que no es igual para todos como nos hace creer la publicidad), los deseos propios que deseamos satisfacer, y los que aceptamos relegar (porque todo no es humanamente posible) pero muy especialmente, recordar que, como dijera John Lennon, “la vida es eso que pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes” y la muerte acecha. No hay tiempo para desperdiciar en las múltiples distracciones del mundo inauténtico.

Lo dijo Heidegger, insistimos: dasein. Ser ahí, eso implica ser aquí y ahora. No podemos habitar otra cosa que el presente, ese “último punto y ápice vertiginoso del tiempo”.

La conclusión no podría ser más trivial, como escribe Carroll en “Alicia en el país de las maravillas”: cualquier camino sirve si uno no sabe dónde va, pero solamente los caminos (no caigamos en la falacia de reducción de pensar que solamente exista uno) que se alineen con los objetivos, deseos y valores del individuo lo pueden proteger de sentir que se tiene que adaptar a un mundo que nunca va a ser de su medida.

Ejerzamos pues la última y desesperada medida de resistencia. Rechacemos la propuesta de olvidar la muerte y pensemos, examinemos y al retomar el paso, que sea por la senda propia de la existencia auténtica.

Bernardo Borkenztain es comunicador y crítico de arte.


  1. Aristóteles. (2007). Ética Nicomáquea. Buenos Aires, Argentina: Ediciones Colihue. 

  2. Sin olvidar, pero es tema para otro artículo, que se trataba de una sociedad esclavista y de un altísimo nivel de machismo que relegaba a la mujer fuera de la actividad pública, con contadas excepciones como las hetairas. 

  3. Sin siquiera considerar costos familiares, de relacionamiento social, de salud, etc. 

  4. Hinkelammert, F.; “Las armas ideológicas de la muerte”, 1981, http://hdl.handle.net/11674/849 

  5. Bienes cuyo valor se da no por su costo de intercambio sino por el aprecio que le tengan los demás del grupo de referencia del poseedor, lo que resulta en su mayor prestigio. Eso explica el interés de las clases menos privilegiadas por el consumo de bienes de marcas prestigiosas. 

  6. Sea de más mercancía o de psicofármacos, drogas recreacionales, culto al cuerpo, aplicaciones de relaciones, etc. El relacionamiento interpersonal se vuelve una mercancía más, pero ese tema es para otro artículo. 

  7. Así es como se ha dado en llamar a la doctrina neoliberal de que todo es posible con un esfuerzo y sacrificios suficientes mediante, para cualquier individuo, como si ser Brad Pitt, Lionel Messi o Jordan Peterson estuviera al alcance de los mortales... 

  8. “Fear of missing out” por su acrónimo en inglés. Literalmente, temor a perderse algo. 

  9. El foco en el que está depositada la actividad consciente del individuo. 

  10. Para Heidegger, el ser humano no existe de forma abstracta, sino que “existe en el mundo”, literalmente Dasein significa “ser ahí” y por lo tanto es una propiedad del ser mismo el estar influido por las circunstancias del individuo. Éste tiene la prerrogativa y la capacidad de elegir cuáles de los estímulos externos lo afectan y cuáles no, pero eso le exige ser consciente de su mortalidad para no perderse en las futilidades de lo que el filósofo llama “existencia inauténtica”. 

  11. Conceptos complejos cuya descripción queda fuera del alcance de este texto. 

  12. Meta que deberá ser realista y alcanzable, porque de otra manera será solamente otro espejismo más de la existencia centrada en el exterior, donde reside el mandato de tener éxito o morir socialmente. 

  13. Como bien me recuerda mi maestro el Prof. Dr. Gustavo Pereira. 

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