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La tecnocracia como política: un análisis del discurso de Danilo Astori (I)

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Esta es la primera parte de una serie de artículos que resumen mi tesis doctoral recientemente defendida en el Departamento de Ciencia Política de la Universidad de la República, cuyo título es El discurso político tecnocrático: la construcción de una subjetividad técnica en la izquierda frenteamplista a través del discurso de Danilo Astori (1989-2016). Un título muy solemne, doctoral y tecnocrático. Pero como las tesis no las lee (casi) nadie, escribo esto con la intención de hacer más digeribles algunas de las ideas para un público algo más amplio.

El tema principal del trabajo fue mostrar cómo el discurso tecnocrático es un discurso plenamente político y tan habitual como el populismo, ya que ambos reflejan la doble faz de lo político. Para llegar a esa conclusión, se analizaron diferentes épocas del discurso de Danilo Astori en distintos momentos: la moderación de la izquierda mediante el Encuentro Progresista, la fundación de Asamblea Uruguay, la crisis de 2002 o la reforma fiscal de 2006 junto a la consolidación fiscal de 2016. Para estos artículos sólo tomaré algunas referencias representativas que nos permitan dar cuenta de la evolución del discurso de nuestro protagonista. Pero primeramente, ¿qué es la tecnocracia?

¿Qué es la tecnocracia?

La tecnocracia forma parte de la historia política y de la formación del propio Estado moderno. Es la rama vanguardista de la burocracia. Mientras que la burocracia tiene una simbología destinada a la conservación y al freno de los giros políticos bruscos por la formación de unos complejos y engorrosos engranajes administrativos, la tecnocracia tiende al fervor por el progreso y contiene tintes futuristas. Se intuye el utopismo tecnológico. Ese futurismo genuino del escritor italiano Filippo Tommaso Marinetti que pregonaba que un auto de carreras era más bello que la Victoria de Samotracia y pretendía un futuro que aplastase definitivamente las debilidades del pasado, incluida la feminidad. Un empirismo desatado de sus complejos relativistas gracias al furor anfetamínico de la máquina y la Revolución Industrial.

Existe en el gerencialismo tecnocrático la idea de la liberación de los grilletes burocráticos que deberían ceder ante las fuerzas de la eficiencia inmediata y el progreso liberador. Technocracy Inc., grupo de intelectuales ingenieros estadounidenses de los años 30, creó una especie de ideología tecnocrática que pretendía un proyecto socioeconómico en el que el dinero sería sustituido por unidades de energía y se aboliría el sistema de precios. Se superaría el capitalismo por su derroche e ineficacia para resolver los problemas sociales. Precisamente, porque el capitalismo es un sistema llevado por las emociones y no por la racionalidad estética de la mecánica newtoniana. Fue con este grupo que nació el término “tecnocracia”.

Pero los tecnócratas de Technocracy Inc. no fueron los únicos: los tecnócratas desarrollistas de la segunda posguerra mundial; los tecnócratas pinochetistas y franquistas; los tecnócratas neoliberales de los 90 y el irresistible ascenso de los economistas como gurús de la organización social; los tecnócratas de la poscrisis financiera de 2008 en Italia y Grecia que llegaron a ser presidentes y su larga sombra que alcanza el presente de la Unión Europea; la palabra de los expertos y de la “comunidad científica” durante la pandemia de covid-19... en fin, los poderosos símbolos de la técnica y la ciencia han mediado y moldeado aspectos absolutamente fundamentales de la historia política contemporánea. Incluso marcan los límites de nuestra imaginación al pensar qué medidas tomar, a qué partido votar, qué ideología tenemos o con qué políticos nos identificamos. La tecnocracia, o más bien, lo tecnocrático, lo burocrático, lo técnico, la escuela pública, la planificación de la previsión social, el sistema tributario, etcétera, se encuentran en el corazón de nuestras sociedades políticas.

Nos resulta prácticamente imposible, incluso carente de todo sentido, pensar la praxis política sin el peso de la administración. Del mismo modo, resulta carente de todo sentido considerar el mundo de la técnica como neutral. Un mundo que, desde su torre de marfil, impone criterios al mundo político desde un lugar neutro, aséptico, apolítico, a-ideológico, no-político y despolitizado. Como dice Paulo Ravecca, es un oxímoron hablar de “ciencia política”, al menos entendiendo por ciencia lo que se entiende desde el positivismo.

La técnica, ese fetiche del cientificismo, guarda un poder fenomenal. No porque sus premisas sean o no verdaderas, o porque sean o no beneficiosas para los seres humanos; sino por los símbolos y discursos que la invisten de ese magnífico poder para construir identidades en base a una diferencia entre quién tiene el poder de decir algo razonable y quién no. El criterio, por supuesto, es técnico. Esta identidad racionalista, como todas las identidades, se constituye en oposición a otro. En este caso, en oposición al irracional o al profano. En esta oposición conflictiva se encuentra lo político de la tecnocracia.

La epistocracia, “el gobierno de los que saben”, como teoría y práctica política siempre ha existido. Ha habido innumerables sistemas políticos a lo largo de la historia que se han sustentado en esta idea. Los sistemas de parentesco y el linaje fueron los criterios epistocráticos más numerosos, fundamentados muchos de ellos en la creencia de que dichos grupos familiares tenían cierto conocimiento y conexión con un saber superior (religioso). Del mismo modo, el sufragio censitario propio del liberalismo decimonónico estaba teóricamente fundado en la necesidad de mantener un grupo epistocrático como soberano contenedor de la turba irracional. Desde estas premisas nace la independencia del Poder Judicial, la representatividad o las grandes variedades de regímenes electorales, por poner varios ejemplos.

Sin embargo, a pesar de lo habitual que es la “epistocracia histórica”, la tecnocracia es un tipo especial y específico de epistocracia que corresponde a una determinada manera de entender el mundo y el ser humano que nace con la Revolución Científica y la Industrial europeas. Lejos de utilizar criterios de parentesco, aunque tal cosa pueda llegar a reproducirse en forma de clases sociales o corporativas, el criterio fundante de lo tecnocrático es la meritocracia y el mecanicismo antimetafísico.

El tecnócrata impersonaliza el discurso propio –se trata de la técnica o la ciencia la que habla a través de él– y lo expone como ajeno a su voluntad o su ideología.

La tecnocracia está relacionada con la construcción del Estado administrativo moderno y la expansión de la burocracia como modo de disciplinar los diversos subsistemas sociales locales o regionales a fin de conseguir una exitosa integración dentro del capitalismo internacional a través del control de las fronteras y la totalidad del territorio nacional. En cierta manera, las guerras civiles entre blancos y colorados del XIX eran un síntoma de esto, hasta la victoria final de José Batlle sobre Aparicio Saravia. En otras palabras, la expansión de diferentes organismos burocráticos como la educación, el ejército o la ingeniería civil generaron la modernización y estandarización de estos organismos burocráticos y la destrucción de otras instituciones informales. A estas nuevas instituciones se las dotó de normas “objetivas” de contratación con base en la capacidad técnica; los ascensos se profesionalizaron del mismo modo; y se construyó un discurso de neutralidad e independencia política a su alrededor.

Las nuevas normas de acceso a la función pública supusieron una relativa democratización de los cargos públicos y la participación de las clases plebeyas en la dirección del Estado. Este ideal meritocrático permeó la subjetividad social, generando una legitimidad racionalista en oposición a la irracionalidad del antiguo régimen/colonia, ya que el acceso a la función pública en aquella época estaba basado en el nacimiento. Los símbolos de neutralidad e independencia burocrática quedaron asimilados a la razón de Estado, esto es, al racionalismo consensualista posicionado como superior a los intereses partisanos. El ascenso social basado en la adquisición de conocimientos técnicos, y el consiguiente acceso a la administración del Estado, permitieron una movilidad social más democrática que, paradójicamente, quedó articulada con la objetividad, la neutralidad y la independencia política. En esta democratización probablemente se encuentre uno de los elementos principales que hacen al poder político de estos símbolos.

Lo tecnocrático descansa en la premisa de la existencia de una cadena de medios y fines, esto es, se plantea un objetivo a cumplir que tiene que ver con los principios ideales y se ponen los medios para conseguir dicho objetivo. Aunque el discurso tecnocrático no es el único que piensa con este esquema encadenado, tiene sus particularidades: simplifica los fines (la igualdad, la libertad, la dignidad, la soberanía) y complejiza los medios e instrumentos. Parafraseando a Jeremy Bentham, el bien sería equivalente al placer, y el mal al dolor. El bien y el mal serían relativos, ya que lo que produce placer a unos genera dolor en otros. Así, la acción políticamente correcta es la que genera la mayor cantidad de placer posible a la mayor cantidad de individuos posibles.

El carácter antimetafísico del discurso tecnocrático exalta el mundo de los medios técnicos para lograr un fin simple. Hay en lo tecnocrático una enunciación que destierra el conflicto social como parte del propio discurso. Es un discurso a-conflictivo que no repara en las posibles condiciones metafísicas que pudieran darle origen a tales antagonismos. Los conflictos sociales, en el caso de aparecer, lo hacen como la competencia irracional por recursos materiales. En el caso de los primeros tecnócratas, aparece como una competencia por recursos perimidos por un capitalismo irracionalmente administrado. En el caso de, por ejemplo, los tecnócratas neoliberales, aparece como la competencia racional por recursos escasos, lo que estimula el ingenio individual para beneficiar a todo el mundo, algo que el Estado irracionalmente contamina.

La exaltación de los medios y la negación de la metafísica presuponen que el problema social principal es el conflicto mismo, el cual aparece como propio del campo metafísico, ligado a la irracionalidad y el oscurantismo atávico incapaz de liberar las verdaderas fuerzas productivas. Esta preeminencia de la técnica sobre la metafísica liberaría a los seres humanos de ensoñaciones “acientíficas”, “radicales”, “fundamentalistas” y, en definitiva, totalitarias. Las ideologías o los partidos no podrían nunca ser considerados como jerárquicamente superiores a la razón de Estado o el interés general. En cierto lugar, estos discursos tecnocráticos se dan la mano con el tradicional pluralismo moderado opuesto al extremismo polarizador.

No obstante, esta liberación del “totalitarismo de la metafísica” se produce a riesgo de la aceptación acrítica del discurso tecnocrático considerado como incuestionable por científico y, en consecuencia, políticamente correcto. Esto se debe a que el discurso tecnocrático no da cuenta de su “lugar de habla”. El tecnócrata impersonaliza el discurso propio –se trata de la técnica o la ciencia la que habla a través de él– y lo expone como ajeno a su voluntad o su ideología. Este discurso pretende presentarse como despolitizado y despolitizador a través de las distintas maniobras, pero eso no significa que no sea plenamente político, solamente no lo reconoce.

Asuntos contemporáneos como la viabilidad de los sistemas de seguridad social, la progresividad fiscal o las contradicciones que supone el modelo desarrollista con respecto a los límites materiales del planeta (el ecologismo) suponen un gran conflicto antagónico irreductible a la pura competencia por recursos entre actores diversos. Al mismo tiempo, todos esos antagonismos no están únicamente comprendidos y expresados en términos políticos clásicos: autoritarismo-democracia, izquierda-derecha o mayorías-minorías. A pesar de que estos elementos están presentes, los debates y las identidades generadas en torno a estos tres ejemplos construyen su politicidad mediante discursos técnicos de “sostenibilidad”, “viabilidad” o “eficiencia”, ya sean las jubilaciones, la hacienda pública o los ecosistemas.

¿Y la tecnocracia criolla?

El Estado uruguayo se fundó alrededor del antagonismo entre caudillos y doctores. A pesar de que estos últimos “perdieron” tal conflicto, el discurso antipartidos inaugurado por los doctores en aquellos principios del siglo XIX se sostuvo a lo largo de la historia. La posterior construcción del Estado uruguayo como Estado administrativo se inspiró en el positivismo, pensamiento hegemónico durante el Militarismo y el primer batllismo. La propia izquierda partidaria uruguaya nace con rasgos doctorales y un antagonismo explícito con los partidos políticos tradicionales. La aparición de la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico (CIDE) a lo largo de los años 60 del siglo XX, permeó el sistema político uruguayo con una apariencia técnica, apolítica, neutral e independiente. Junto a esto, se reconceptualizó la palabra técnico, para pasar a ser un experto políticamente influyente. La posterior dictadura militar de los años 70 y 80 intentó llevar a cabo Planes Nacionales de Desarrollo todavía vagamente inspirados en aquellos documentos de la CIDE y dirigidos por “expertos”. Con la vuelta a la democracia en 1985, el proceso de tecnocratización de distintas facetas discursivas del sistema político se fue consolidando: los contadores se transformaron en la cara técnica de los partidos políticos; se construyó un discurso de ajuste económico políticamente correcto por técnicamente inexorable; y se produjo la progresiva profesionalización de diversos organismos burocráticos relacionados con la economía política.

La personalidad política de Danilo Astori concentra buena parte de todos estos rasgos discursivos. Su participación en la CIDE o ser la cara económica del frenteamplismo dan cuenta de esto. El discurso político de Danilo Astori tiene dos épocas marcadas. Una desde 1989 hasta 2002 y otra de 2002 en adelante. El primer Astori es un político con un discurso que ya contiene elementos técnicos, pero todavía apegado a la tradición doctoral nacional. A medida que su carrera política avanzó y desistió de competir el liderazgo del FA con Tabaré Vázquez, se verá un Astori cada vez más volcado hacia el discurso político tecnocrático relacionado con la economía; discurso que llega a su pleno desarrollo como ministro de economía del gobierno frenteamplista.

Jacobo Calvo Rodríguez es doctor en Ciencia Política.

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