Octubre fue un mes de renuncias de los políticos que serán candidatos a legisladores. Entre ellos cesó el presidente de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP), Robert Silva, en cumplimiento puntual de los plazos constitucionales. Renuncia que se dio después de meses de anuncios y desmentidos sobre su postulación que mal cumplieron la prohibición de “autorizar el uso de su nombre y, en general, ejecutar cualquier otro acto público o privado de carácter político, salvo el voto” (Art. 77, 4° de la Constitución). Su sucesora en la presidencia del organismo tampoco cumple la ley al ser una abogada sin “trayectoria en el ámbito educativo y méritos acreditados en temas de educación” (LUC, Art. 151).
Estos “deslices”, que han recibido menos objeciones que las esperables, son retrocesos en una autonomía ya muy condicionada por la injerencia del Ministerio de Educación y Cultura y los compromisos que la ley de urgente consideración (LUC) exige a los consejeros designados.
El gobierno de la educación es relevante no sólo porque es un organismo donde se definen proyectos y orientaciones, gastos y contratos, sino porque la ANEP es un ente autónomo, ajeno al Poder Ejecutivo. Calificar a una persona pública de autónoma significa reconocer su capacidad de autodeterminación y no permite en ningún caso la sustitución de la voluntad del ente por el poder central.
Participación, laicidad y autonomía son atributos que van juntos, valores que se afirman o degradan simultáneamente; sólo una educación autónoma de los poderes de turno puede ser laica en sentido amplio, y sólo una educación laica (distante de las pasiones religiosas y partidarias) puede forjar autonomía y promover participación plural. La triste experiencia de 12 años de dictadura demostraron que autoritarismo, intervención y dogmatismo van juntos.
Autonomía y papel docente
Hacer de la dirección de la enseñanza un espacio colectivo con docentes a cargo, con representantes sociales, mayorías especiales en las designaciones, restricciones políticas a los consejeros y ampliando la descentralización fue una tarea histórica, con idas y vueltas. Primaria se transformó en un consejo de siete miembros en 1918 (uno de ellos maestro) y en ente autónomo en 1943; el Consejo de Secundaria es de 1935 y el ente autónomo UTU es de 1942, a cargo de 11 miembros. Ilustrativo de este proceso es la integración de Secundaria: un consejero designado por la Universidad, otro por la Enseñanza Industrial, otro por Primaria y tres elegidos por el profesorado. Estos seis proponían el presidente al Poder Ejecutivo, quien lo designaba con venia del Senado.
En UTU también se combinaban representatividades: el Ejecutivo designaba al presidente y dos vocales, otros consejeros provenían de organismos de enseñanza (Primaria, Universidad), de cámaras empresariales (industria y rural) y de docentes (dos electos por los profesores).
En el caso de Primaria, la Constitución de 1967 establece que “el Consejo estará integrado por cinco miembros, tres de los cuales por lo menos deberán ser maestros con más de diez años de antigüedad designados por el Poder Ejecutivo” con venia del Senado.
La Ley 14.101 (1973) mantuvo la exigencia de ser docentes (y haber ejercido al menos cinco años) para dos consejeros de cada uno de los consejos, pero la misma ley concentró los tres entes en uno solo bajo la dirección del Consejo Nacional de Educación (Conae), con una evidente pérdida de autonomía de cada subsistema que se consolidó con la dictadura.
La Ley de Emergencia (1985) exigió que todos los consejeros hubiesen sido docentes en la educación pública por diez años. Esta norma fue flexibilizada en 1990, cuando los requisitos docentes se exigieron sólo para dos integrantes del Codicen y uno en cada desconcentrado. Como obvio correlato, ocuparon cargos algunos políticos no electos, sin conocimiento del sistema y férreos opositores a la participación sindical.
La Ley General de Educación (2008) restauró los diez años en la educación pública para todos los consejeros (Ley 18.437, arts. 58, 65), estableció la “participación de los interesados en el servicio” mediante voto directo (dos en el Codicen y uno en cada desconcentrado), y prohibió a todos los consejeros “ser candidatos a legisladores de no cesar en sus cargos por lo menos doce meses antes de la fecha de la elección”. También estableció mayorías especiales para la designación de consejeros políticos en los desconcentrados: cuatro votos conformes, lo que jerarquiza a los consejeros electos en el Codicen.
La eliminación de espacios de participación, la falta de convocatoria de otros, la presencia del Ministerio de Educación y la designación de autoridades con manifiestos criterios partidarios desandan día tras día una autonomía forjada durante un siglo de la educación pública.
La LUC (2020) dio marcha atrás en los requisitos para ser consejero, eliminó las exigencias de título y actuación docentes, y sustituyó los consejos por direcciones generales, al tiempo que permitió la designación de las autoridades de los subsistemas por mayoría simple (los tres votos políticos son suficientes). Nuevamente se expuso a la enseñanza pública a los fragores de la política, al riesgo de privilegiar la confianza sectorial por sobre la trayectoria y el respeto profesional.
La ANEP en la carrera política
La Constitución impide a los consejeros hacer actividad política y exige que quienes aspiran a ser legisladores renuncien al menos un año antes de las elecciones, exigencia que se extiende a un período entero en el caso del Banco de Previsión Social. Según un editorial de la publicación colorada El Correo de los Viernes de octubre de 2018, esta disposición busca evitar “que quienes han estado en un cargo tan sensible para la influencia electoral abusen de ella”, “impedir el abuso y preservar al ciudadano de la influencia de quien tiene en sus manos un gran poder”. Este razonamiento es válido no sólo para el sistema previsional: también el sistema educativo requiere profesionales dedicados exclusivamente a él, alejados de postulaciones y cálculos electorales.
La gobernanza que hoy rige la ANEP se aparta de aquel ideal de autonomía afincado en la independencia de los compromisos partidarios, la trayectoria docente reconocida, consejos en los subsistemas con representación docente, abstención absoluta de hacer actividad política y mayorías especiales que alientan acuerdos suprapartidarios para los cargos de designación.
Hoy es posible que el directorio de la ANEP se transforme en una plataforma para carreras políticas, o en refugio para candidatos frustrados, lo que más pronto que tarde sumirá a la educación pública en los “fragores de la política”. Habría sido inimaginable que el profesor Pivel Devoto, el profesor Germán Rama, el doctor Luis Yarzábal o tantos otros que ocupaban la máxima jerarquía de la enseñanza admitieran el uso de sus nombres para eventuales candidaturas, o que abandonaran una tarea tan importante para dedicarse a la campaña proselitista. También es triste admitir que la lógica implícita en los relevos anunciados instala el reparto político y la sujeción de la ANEP a proyectos partidarios y afinidades personales.
La eliminación de espacios de participación (Comisión Nacional de Educación), la falta de convocatoria de otros (Congreso de Educación), la presencia del Ministerio de Educación y Cultura y la designación de autoridades con manifiestos criterios partidarios desandan día tras día, discretamente, una autonomía forjada durante un siglo de la educación pública.
Héctor Florit es maestro y fue director general de Primaria.