En un nuevo Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, cualquier reflexión debe comenzar por el reconocimiento de la realidad: el país tiene un problema grave que no logra resolver. Las demandas de ayuda se han incrementado, la cantidad de femicidios consumados o intentados es inaceptable y se ha vuelto más frecuente y cruel la llamada violencia vicaria, que busca hacerles daño a mujeres con ataques y manipulaciones a sus seres queridos, y en especial a sus hijas e hijos.
Esta realidad no es, por supuesto, fácil de revertir, porque tiene causas históricas y estructurales. Entre ellas, la desigualdad y la discriminación de género, y la persistencia en vastos sectores de la población de un sistema ideológico que las naturaliza y reproduce. Un sistema que, como todos los que se asocian a dominaciones sociales, aumenta la posibilidad de reacciones violentas ante los intentos de liberación.
La tarea es difícil, pero no imposible, y buena parte de las medidas necesarias están previstas en una ley bastante avanzada, que lleva seis años sin aplicarse en forma cabal porque cada vez que hubo que distribuir recursos se eligieron otras prioridades. La postergación mantiene grandes áreas de progreso ficticio y a ella se han sumado, durante el actual período de gobierno, claras resistencias a la participación de la sociedad civil en las políticas públicas.
Lo antedicho es vergonzoso y alarmante de por sí, pero no es el único factor que contribuye a las múltiples manifestaciones de la violencia contra las mujeres. También incide, y se ha incrementado en los últimos años, la prédica continua y virulenta que busca descalificar las denuncias, las intervenciones del sistema judicial y el propio feminismo, a menudo con el recurso taimado de apuntar contra su presunta vertiente “radical” o con dislates sobre una conspiración internacional.
El trámite del proyecto de ley sobre tenencia compartida, impulsado por motivos obviamente ideológicos y con total desprecio por la evidencia, fue un muestrario de estos intentos de descalificación, y no es casualidad que entre sus defensores más agresivos hubiera organizaciones que cobijan a machistas violentos.
Así, a menudo desde posiciones de poder en el sistema partidario y en los medios de comunicación, se socavan los insuficientes avances logrados. Esa prédica influye cada vez que alguien decide no denunciar a tiempo o no cuestionar un abuso, cada vez que un funcionario policial o judicial les falla a las víctimas porque encara con prejuicios una denuncia, cada vez que se normalizan la calumnia y la burla contra quienes batallan por relaciones sociales más justas.
Esto no sucede sólo en relación con la violencia contra las mujeres. Hay fuertes tendencias, nacionales e internacionales, que reivindican la agresión brutal como herramienta en muy diversos terrenos. Todas se potencian entre sí, al servicio de un proyecto reaccionario integral. El desafío es enfrentarlas con respuestas de mejor política, que también se articulen y se potencien desde todas las emancipaciones.