Esta semana, la delegación de Uruguay en la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) se abstuvo, por segunda vez en un mes y medio, cuando se aprobó por 153 votos en 186 un pronunciamiento sobre la situación en la Franja de Gaza, que exigió el cese del fuego y la liberación de todas las personas tomadas como rehenes.
El ministro de Relaciones Exteriores de nuestro país, Omar Paganini, alegó en el Senado que la abstención uruguaya expresó el rechazo a una moción que no era “equilibrada”, porque “no situaba el problema” como una consecuencia del ataque terrorista de Hamas contra Israel el 7 de octubre ni lo condenaba. Esto merece y reclama un comentario severo.
Con independencia del relato de Paganini, no apoyar una exigencia de cese del fuego significa clara y simplemente eso (nótese además que el canciller, quizá por su escaso manejo hasta hace unos meses de las cuestiones de política internacional, dijo incluso que se había votado “en contra”).
La demanda de que se agregara una mención al ataque del 7 de octubre sólo tiene, a su vez, un significado imaginable: el de señalar a la ofensiva israelí, que ha causado una cantidad espantosa de víctimas en gran parte infantiles, como una reacción que no se habría producido sin aquel ataque, y considerarla por lo tanto comprensible.
La representación en la ONU no debería ser del gobierno de turno, sino del Estado uruguayo como tal, que desde hace muchos años había mantenido algunos lineamientos básicos en la política exterior. Entre ellos, el de defender la solución pacífica y negociada de los conflictos, incluso cuando son, como este, extremadamente complejos y difíciles de conciliar.
Esta posición, cuya continuidad se quebró con las abstenciones en la Asamblea General, combina de modo armonioso principios generales y nuestros intereses, ya que a un país con las características de Uruguay le conviene mucho que no rija la ley del más fuerte.
El gobierno israelí que encabeza Benjamin Netanyahu sostiene que la única forma de evitar que vuelvan a producirse ataques como el de octubre es destruir a Hamas. La posibilidad de alcanzar este objetivo es muy discutible, por motivos no sólo militares, sino también sociales, ideológicos, políticos y geopolíticos. Además, no hay a la vista propuestas factibles sobre lo que pasaría (o por decisión de quiénes) con el escaso territorio de Gaza y sus dos millones de habitantes. Esto es parte de la necesaria y urgente negociación, que un cese del fuego facilitaría, además de frenar la matanza en curso.
En todo caso, la tarea de la delegación diplomática de Uruguay en la ONU no debería consistir en la toma de partido sobre quiénes deben ser aniquilados a 12.000 kilómetros de distancia, ni sobre quiénes o cómo tienen que gobernar en Gaza, en el resto de Palestina o en Israel, sino impulsar el respeto por normas civilizadas de convivencia y cooperación en beneficio de todos los pueblos. Entre ellas, las del derecho internacional humanitario, que regulan los conflictos armados y que en este caso se violan a diario de manera salvaje.