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Ilustración: Ramiro Alonso

La “lucha cultural” de una derecha inculta

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En el complejo vaivén de la política, las fuerzas conservadoras o reaccionarias ganan elecciones, pero aun cuando lo hacen hay una parte de la derecha que se mantiene intranquila y pendenciera, porque sigue muy lejos de alcanzar sus objetivos y se siente rodeada por la influencia de sus enemigos.

Cuando trata de explicarse por qué le ocurre esto, se ha vuelto frecuente que le eche la culpa al comunista italiano Antonio Gramsci, de cuya muerte se cumplirán este mes 86 años. En esta línea se inscribe el libro Gramsci. Su influencia en el Uruguay, de Juan Pedro Arocena, premiado y editado por el Instituto Manuel Oribe (IMO) del Partido Nacional.

El pensamiento de Gramsci, que vivió apenas 46 años en un período marcado por la ascensión del fascismo, no es fácil de comprender. Entre otras cosas, porque muchos pasajes de su obra –escrita en gran parte cuando estuvo preso y sin intenciones de publicación– parecen, engañosamente, simples. Una de sus preocupaciones fue comprender cómo se ejercía el dominio social de una minoría, y planteó que la “hegemonía cultural” instala en la mayoría subalterna, como “sentido común” normativo, valores ajenos a sus experiencias e intereses.

Para contrarrestar esto, Gramsci sostuvo que era crucial articular y afirmar una contrahegemonía basada en la diversidad cultural de los grupos subalternos, capaz de sustentar una organización social alternativa más libre y justa. La derecha tosca y fundamentalista lo interpreta como un plan de infiltración y copamiento para destruir la tradición, la familia y la propiedad, ve gramscianos por todas partes y convoca a la “batalla cultural” contra ellos.

Este sector de la derecha no lucha por ideas liberales; está embarcado en un intento de restauración autoritaria. Desea que la humanidad desande siglos de experiencias y reflexiones emancipadoras para inclinarse ante una sola presunta verdad, “natural” o divina.

Sus enemigos no son sólo Gramsci y Marx, ni sólo grandes intelectuales de las más diversas orientaciones, sino ante todo una multitud innumerable que viene de todas partes y de todas las épocas, con improntas de la Revolución francesa, las marchas del 8M, la plaza de Tiananmen, la República de Palmares, el bar Stonewall Inn y también –mal que les pese a los presuntos defensores de la “civilización occidental y cristiana”– las enseñanzas de Jesús de Nazaret.

Hay un gran trecho en bajada desde la filosofía política hasta los tuits desaforados contra el fantasma de la infiltración izquierdista. La obra de Arocena se ubica en la parte final de ese trecho, y si alguien intenta simplificarla con fines de difusión y propaganda, el resultado puede ser abismal.

La precariedad intelectual de este tipo de planteamientos merece más atención que burla. El propio Gramsci alertó a la izquierda de su tiempo contra el menosprecio a los adversarios, señalando que quienes la vencían no debían ser tan incapaces, pero no hay que aceptar como debate de ideas lo que es apenas fomentar la ignorancia y el odio.

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