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Las aguas bajan turbias

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La actual sequía que afectó y afecta a buena parte del Cono Sur de América del Sur, en particular a la región pampeana (el este de la región media Argentina, todo Uruguay y la mitad austral del estado de Rio Grande do Sul de Brasil) no por anunciada tuvo y tiene consecuencias menos graves.

En efecto, este último período (diciembre de 2022 a febrero de 2023, inclusive) de una sequía que lleva casi tres años de duración fue oportunamente anunciado por la Organización Meteorológica Mundial (OMM) que, con elevada probabilidad de ocurrencia (≅70%), señalaba que las precipitaciones estarían por debajo de los valores históricos promedio y que a partir del mes de marzo irían gradualmente regularizándose.

Tampoco es desconocida la causa principal de este fenómeno climático de gran escala: el Niño-Oscilación del Sur (en su fase La Niña), al que esta vez se habrían sumado en sus fases que exacerban la sequía otros dos eventos climáticos: el modo Anular del Sur (SAM) y el efecto Madden-Julian (MJO).

Este cóctel de sucesos climáticos, absolutamente naturales y que ocurren desde hace miles de años, actuando combinados en su peor fase sobre las lluvias, es el responsable de la grave sequía que nos afecta.

Si tomar recaudos frente a una posible sequía con base en probabilidades -que no son certezas- le incorpora complejidad al proceso de toma de decisiones, el que los pronósticos de mediano plazo no puedan cuantificar con precisión cuánto menos será lo que va a llover le incorpora un condimento adicional a la decisión. Porque no es lo mismo que llueva 10% menos que el promedio histórico que no llueva absolutamente nada.

Lo anterior no es una crítica a los pronósticos y, por el contrario, vale destacar que es muchísimo lo que la ciencia del clima ha avanzado en las últimas décadas desarrollando potentes modelos predictivos con base en la comprensión de cómo la circulación de las aguas de los océanos y otras variables de gran escala juegan un papel rector en el sistema climático mundial y su efecto en la ocurrencia y persistencia de anomalías atmosféricas que pueden durar meses, o años, tal como la actual fase de La Niña, que comienza a ceder.

Lo cierto es que hoy sabemos que se concretaron los anuncios de menores precipitaciones, sabemos cuánto menos llovió, tenemos una cuantificación aproximada de su impacto económico hasta la fecha en el sector productivo, pero nos enfrentamos aún a otras incertidumbres de corto, mediano y largo plazo sobre las que conviene detenerse.

¿Sequía o déficit hídrico?

Parecido no es lo mismo e hinchazón no es gordura. La sequía es fundamentalmente consecuencia de precipitaciones por debajo de los valores históricos y por un período lo suficientemente prolongado como para causar desequilibrios hidrológicos, mientras que el déficit hídrico incorpora una dimensión adicional: la demanda de agua. En consecuencia, si la demanda de agua es mayor que la oferta, ni siquiera es necesario que haya sequía para que exista déficit hídrico.

Por lo tanto, no se trata sólo de mirar al cielo y rogar que llueva, sino -y sobre todo- incorporar en la discusión la gestión del agua para los diversos usos que le damos y sus eventuales consecuencias en las diferentes dimensiones y escalas temporales en las que golpea (clásicamente: ambiental, social y económica; corto, mediano y largo plazo, respectivamente). Implica evaluar usos alternativos para un recurso que hasta hace poco en el país creíamos infinito. Hoy, a golpes, hemos comprobado que los anuncios que desde hace años realizaba la academia eran verdaderos y ya no es posible negar que tenemos serias restricciones tanto en la cantidad como en la calidad del agua disponible.

No es posible pensar en usos para el agua sin incluir la multidimensionalidad de los abordajes que requiere y el involucramiento de la sociedad toda en la discusión del tema.

Volviendo a la sequía, una característica intrínseca que tienen todas las sequías es que no tienen un momento exacto de finalización (ni de inicio) ni se terminan porque un día llueva. A diferencia de otros fenómenos (granizadas, tornados, inundaciones, etcétera), la sequía no tiene un momento exacto de finalización. Una granizada termina en el momento en que dejan de precipitarse partículas de hielo, un tornado cuando los vientos se calman o la columna rotatoria se aleja del suelo y las inundaciones cuando los cauces vuelven a su nivel normal. Pero el final de una sequía (al igual que su comienzo) no es un momento; más bien es un proceso de transición, análogo, para comprenderlo mejor, al pasaje de la niñez a la adolescencia.

Por ello, tal vez, como en la fábula de Clerc de la rana hervida, tampoco generan en la población general la empatía que otros sucesos más agudos producen. Los daños de un tornado, una inundación o una granizada suelen recoger la inmediata solidaridad de las personas, cosa que -a pesar de la gravedad infinitamente superior que tuvo (tiene) esta sequía para el sector agropecuario (y el país todo)- no recogió, ni por asomo, niveles similares de apoyo y respaldo.

La sequía en el agro

Es imposible empezar este apartado sin mencionar el verdadero drama que vivieron (viven) durante estos meses decenas de miles de compatriotas y que se prolongará mucho después de que las lluvias se hayan normalizado y el tema desaparezca de los grandes titulares. Los perjuicios materiales y emocionales que ocasionó esta sequía se miden en plazos que trascienden en mucho el enfoque inmediatista al que nos (mal) acostumbran las redes sociales. En no pocos casos -dependiendo del rubro, la zona y la escala- llevará meses, sino años, recuperarse de los efectos deletéreos de esta sequía.

Escapa a los alcances de esta nota detenerse en los principales rubros para explicar de qué manera los golpeó, analizar si no se tomaron recaudos que debieron implementarse y desarrollar las implicancias que tuvo lo ocurrido para la actividad y la vida de productores, empleados/as y sus familias.

En cambio, conviene detenerse en algunas críticas al sector lanzadas al voleo desde la más supina ignorancia (que se pueden resumir en el “que se embromen por no regar”) y, con más razón, detenerse también en cierto discurso con aparente rigor técnico que con tanta insistencia como sobresimplificación se escucha alegremente por estos días planteando el riego masivo como la solución a futuras sequías (que sabemos que ocurrirán).

Lo que sigue no es un ejercicio crítico teórico, sino que trata de incorporarle, en clave propositiva, la necesaria -y en general ausente- diversidad de dimensiones que deben ser tenidas en cuenta a la hora de analizar con seriedad si el riego masivo y a gran escala es el mejor uso que como sociedad podemos hacer de nuestra agua dulce.

Muy sintéticamente -en números redondos y con diferencias entre años- la realidad actual es que del total del área bajo riego 80% corresponde al arroz y el resto se distribuye en partes relativamente similares entre cultivos extensivos (soja, maíz, sorgo, etcétera), pasturas (praderas y verdeos), caña de azúcar y otro tanto para horticultura, citrus y frutales de hoja caduca. Sin considerar el arroz y la caña de azúcar, que en el Uruguay sólo se producen bajo riego (inundación en el caso del arroz), el área regada de los otros rubros es muy heterogénea. Mientras que en horticultura, citrus y frutales de hoja caduca se riega más de la mitad del área plantada, en los cultivos extensivos el área bajo riego apenas si representa en torno a 4% del total de la superficie que ocupan.

Asumiendo que la actual área arrocera y de caña de azúcar no es mucho lo que puede expandirse y que regar la totalidad de la actual área hortícola, citrícola y de frutales de hoja caduca implicaría volúmenes incrementales relativamente menores en relación con el total de agua que actualmente se utiliza para regarlas, el gran impacto en los requerimientos de agua lo tendría el riego de 97% del área agrícola extensiva que actualmente no se riega (>1 millón de hectáreas). Para hacerse una idea, ese volumen equivaldría a la totalidad del agua que corre durante un mes normal por el río Negro o a casi diez meses del agua que corre por ese mismo río en los picos de estiaje.

¿De dónde saldría el agua para regar, entonces? Simplificando un poco, es posible afirmar que de las tres grandes fuentes de agua posibles (subterránea, cursos naturales y represas), sólo las dos últimas son a las que, eventualmente, se podría recurrir para abastecer los gigantescos volúmenes de agua necesarios para cubrir las demandas hídricas que tendría extender el riego a la totalidad de la actual área de cultivos extensivos de secano. Por supuesto que esos volúmenes se incrementarían en caso de pretender incorporar más área agrícola que la actual o extender masivamente el riego a otros rubros (forestación, pasturas sembradas, campo natural).

Dejando de lado la discusión sobre la muy dudosa rentabilidad económica de la inversión multimillonaria que implicaría que el país se embarcara en el riego masivo de cultivos extensivos, analicemos algunas otras implicancias del uso de estas dos fuentes de agua que se presentan como las factibles de ser usadas, a sabiendas de que el agua de los cursos naturales ya está prácticamente en su techo de utilización.

Dependiendo de su naturaleza y ubicación, los cursos naturales de agua, además de su eventual uso para riego, cumplen -o compiten- con otros servicios: fuente de agua potable para consumo humano, uso industrial, navegación, recreación, pesca (deportiva y artesanal), bebida para animales de producción, etcétera. Pero, además, dichos usos deben poder conciliarse con otras funciones tan o más importantes que las anteriores: mantener la integridad biótica del sistema acuático. Es decir, deben tener la capacidad de soportar y mantener una comunidad de organismos adaptada, integrada y balanceada, con una composición, diversidad y organización funcional comparables con las del hábitat natural de la región que integran. Como tristemente ya sabemos, cada vez es más difícil cumplir con ese mandato ecológico, racional y ético.

Asegurar ese caudal ecológico de ríos y arroyos, así como respetar determinado umbral en los valores de calidad del agua, es condición imprescindible para conciliar los usos antrópicos de esos cursos naturales con el debido cumplimiento de la integridad biótica del sistema acuático. Y ambos aspectos quedarían muy condicionados con el riego masivo de los cultivos extensivos.

Por un lado, porque ya no es posible negar la abrumadora evidencia nacional e internacional que da cuenta de la fuerte y grave afectación de la calidad de las aguas como consecuencia -entre otros factores- de las prácticas técnicas del modelo agrícola dominante (el que se utiliza en los cultivos extensivos que se regarían). Por otro lado, porque va de suyo que las demandas de agua para riego se incrementan en veranos secos, como el que acabamos de transitar, lo que coincide con la exacerbación del estiaje de nuestros cauces naturales como consecuencia de la disminución de las precipitaciones.

Esto implica que a la reducción natural del caudal promedio -reducción que puede ser de varias decenas de veces menos de agua corriendo que en condiciones normales- se le suma la extracción de agua para riego con máxima demanda, justamente porque no llueve. Sobra con ver lo ocurrido este verano en importantes ríos de los que se extrae agua para riego en diferentes zonas del país que simplemente se cortaron y dejaron de correr.

En el mismo sentido, apelar a la realización de obras faraónicas para la construcción de represas a lo largo y ancho del país para acumular agua que luego se usaría en riego también tiene consecuencias análogas a las antes mencionadas.

Se debe empezar por desterrar el concepto productivista tantas veces manido de que el agua de lluvia que “corre” es agua que no se “aprovecha” y que “se pierde”. Muy por el contrario, que esa agua siga corriendo es parte del imprescindible ciclo hidrológico que tiene una importancia crucial para el funcionamiento y permanencia de la vida en el planeta. Eso no implica que no se pueda represar agua para determinados usos específicos (como ya se hace), sino que es algo que no debe ser hecho a tontas y a locas argumentando únicamente su eventual retorno económico de corto plazo o que el uso agropecuario sólo representa en torno a 5%-6% del total del agua que en promedio escurre anualmente. Eso implica olvidar que simultáneamente se están afectando otras muchas dimensiones muy relevantes (modificación de los flujos de agua, aumento de la eutrofización, pérdida de hábitat, etcétera).

Tanto por razones económicas como topográficas, mayoritariamente la construcción de esos embalses se daría en los sitios más sensibles desde el punto de vista de la conservación de la biodiversidad. Las mejores tierras, las más productivas (y caras), están a salvo de ser inundadas porque carece de sentido económico, con lo cual se buscarían las tierras relativamente marginales desde el punto de vista productivo, pero que suelen ser las áreas más importantes desde el punto de vista ecológico. Si bien nos cuesta como sociedad ponerles valor (además del económico) a esas cuestiones, hipotecar ese invalorable patrimonio natural a cambio de un incremento del rendimiento en granos en las hectáreas regadas, equivale un poco a vender el monumento a la Carreta al precio del kilo de bronce.

¿Entonces no hacemos nada?

Por supuesto que debemos hacer algo. Pero debemos hacerlo en clave país y pensando en el interés superior de la nación en el largo plazo, lo que necesariamente implica incorporar de una buena vez y de manera genuina la cuestión ambiental y el desarrollo nacional estratégico.

En relación con el uso agropecuario del agua, si se quisiera pensar en un uso socialmente justo, que abarque a las grandes mayorías rurales, que tenga un impacto positivo sobre la producción y la economía, sobre la calidad de vida de animales y gentes, que extienda la cobertura a todo el territorio nacional y que simultáneamente minimice los perjuicios ambientales, potencie la preservación del campo natural y no comprometa los restantes usos racionales del agua dulce, seguramente existen opciones superadoras a la de que el país se embarque en el riego masivo de los cultivos extensivos (u otros rubros igualmente demandantes), que ahora ya sabemos que fundamentalmente estaría basada en la construcción de embalses.

A riesgo de desarrollarla sólo en titulares, pongo sobre la mesa una propuesta que entiendo cumple a cabalidad con las premisas señaladas. Nace del hecho de que Uruguay, en su conjunto, es un país que por su topografía y características de sus suelos es prácticamente marginal para la agricultura extensiva de cereales y cultivos industriales. Sacando el corazón del núcleo agrícola (Río Negro, Soriano y Colonia) y algunos recortes menores en varios otros departamentos que se prestan para un uso agrícola -siempre que sea criterioso-, el resto es de uso predominantemente pastoril y debería privilegiar la protección del campo natural, ya que no podemos darnos el lujo de seguir perdiendo área de pastizal nativo.

Por eso creo que la agricultura (incluso la del corazón agrícola) debería ser sólo un complemento subsidiario de la ganadería, incorporando en la rotación largas fases de pasturas sembradas y no sólo verdeos (cultivos de servicio). De hacerse agricultura (inteligentemente localizada), debería ser un subcomponente menor de un sistema ganadero-agrícola, tal como históricamente tuvo el país. Y por supuesto que eso significa que por mejores precios coyunturales que haya para algunos cultivos, debería evitarse el avance agrícola -u otros cambios en el uso del suelo- como forma de defender nuestro único bioma y principal fuente de competitividad y soberanía alimentaria: el pastizal nativo.

En grandes números, el riego de los cultivos extensivos de verano consumiría unos tres millones de litros de agua por hectárea por temporada. Esa misma hectárea dedicada a la ganadería sobre campo natural requiere, ya no por temporada, sino en un año completo, de unos 15.000 litros por hectárea para satisfacer las demandas de agua de bebida de los animales, es decir, un consumo de agua 200 veces menor que el riego.

Esa diferencia de requerimientos no es para nada menor, como tampoco lo es la relevancia productiva, social, ambiental, económica, de bienestar animal y hasta sanitaria, de destinar el agua productiva a ese uso asegurando que los ganados accedan -ad libitum- a agua limpia de calidad, por lo menos en los 12 millones de hectáreas que ocupa la principal actividad agropecuaria de Uruguay, dominada por la producción familiar.

En caso de que como país nos queramos embarcar en una política pública de apoyo a la actividad productiva que involucre el uso del agua, las energías deberían volcarse al diseño de un plan que apoye la obtención de agua (ya sea captación de agua de lluvia, alumbramiento de aguas subterráneas, tomas desde cursos naturales, etcétera), eventualmente su almacenamiento y la distribución predial del agua de bebida para los animales. Tanto por el destino como por los volúmenes sensiblemente menores requeridos, este uso no tendría los efectos negativos que fueron antes señalados.

Ese plan debería, además, incluir el apoyo para la sistematización de los predios, es decir del empotreramiento de los establecimientos. Empotrerar (subdividir con potreros) es importante no sólo para potenciar un adecuado manejo del pastoreo, sino para evitar el acceso directo de los animales a los cursos de agua, ya que sus heces y orina son la principal fuente de contaminación de los cursos de agua que hace la ganadería, junto con la degradación de las zonas riparias por sobre pastoreo y pisoteo.

Seguramente haya ocasión de profundizar con más detalles sobre esta propuesta, pero, en todo caso, no quiero terminar estas líneas sin llamar a la reflexión acerca de que no es posible pensar en usos para el agua -cualesquiera sean estos- sin incluir la multidimensionalidad de los abordajes que requiere, el involucramiento de la sociedad toda en la discusión del tema -el uso del agua le compete colectivamente a todos y cada uno de las habitantes actuales y futuros de la República- y, por supuesto, rechazar enfoques parciales y tan exacerbadamente economicistas como simplistas que no incorporan aspectos ambientales ni de genuino desarrollo territorial, como los que han trascendido en las últimas semanas.

A>Gustavo Garibotto es ingeniero agrónomo.

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