El Comité Central (CC) del Partido Socialista (PS) se reunió en forma urgente la noche del 27 de junio de 1973 para analizar los hechos de la madrugada anterior: el golpe de Estado.
Un día, hace años, conté en un bar algunas cosas que presencié esa noche y Roger Rodríguez me dijo que tenía que escribirlo. No soy historiador, ni me gusta mucho el género testimonial, ni me parece rebajar las cosas a contar mis discretas aventuras. Pero, bueno, se cumplen 50 años y le voy a hacer caso en forma breve. Me doy cuenta de que se me borraron detalles, quizá interesantes, y es una razón más para pasar lo que queda a papel.
Algunas cosas nunca pasaron por mi cabeza. Nunca supe por qué tonta razón eligieron reunirse en la sala habitual de la sede principal del Partido, Casa del Pueblo. El 14 de abril del año anterior, cuando el Movimiento de Liberación Nacional (MLN) lanzó su ofensiva pensada como final y que así resultó, el CC del PS se reunió en el local de La Unión, conocido tradicionalmente como Mateotti, no en Casa del Pueblo. Llevaron ahí los archivos y datos de los afiliados y al día siguiente ayudé a trasladarlos en un carro de rulemanes a la casa de un compañero, donde estuvieron varios meses hasta que de nuevo ayudé a sacarlos en automóvil para un destino que no me comunicaron.
Pero el 27 de junio de 1973, parece que no hubiera caído la ficha de que en verdad había sucedido un golpe de Estado. Y en el decreto que lo declaraba habían prohibido las reuniones políticas sin autorización previa. Era de verdad, no una continuación de las medidas de seguridad.
Éramos cuatro los responsables de la guardia de Casa del Pueblo. Nos turnábamos los horarios. Esa noche estaba yo, de diecinueve años, a cargo de un pequeño grupo de militantes que las seccionales enviaban como refuerzo. La puerta principal estaba abierta, esperando que quedara libre la sala desde donde, por turnos, vigilábamos el balcón que da a la calle.
De repente entró, casi corriendo, un pequeño pelotón de policías de la Guardia Metropolitana. Supongo que vieron la luz, quizá recibieron una denuncia. Seguían para adentro, así que preferí ponerme a la cabeza y me siguieron hasta la sala de reuniones. Alcancé a interrumpir, avisar que había venido la policía y poco más, porque me empujaron y entraron.
No me acuerdo el número, pero seríamos en total una veintena a los que trasladaron en una unidad a una comisaría en una calle perpendicular a 18 de Julio, a la altura de Maldonado o Durazno, que en ese momento era la 5ª.
Estábamos en calidad de demorados, yo ya estaba habituado a eso. Los detenidos iban a juez y estaban en celdas, los demorados en alguna sala; entre ellos los que entraban por medidas de seguridad. Los varones en una de tres por dos metros y medio, aproximadamente, y las pocas mujeres en un cuartito chico. De a uno, nos iban tomando declaración; unas generalidades para la ficha o el parte. Vivian Trías, que a veces tenía algo de niño, estaba muy contento porque, cuando le preguntaron “¿profesión?”, no había dicho “diputado”, sino “profesor de historia”.
Meses después me enteré que cuando en una asamblea de la Federación de Estudiantes del Uruguay (FEUU) en el Paraninfo, esa noche un socialista denunció que habían apresado a todo el Comité Central, se escucharon carcajadas.
La parte que le interesó a Roger fue la de las conversaciones que presencié durante la noche. Conocía bastante bien a todos, pero no me acuerdo de haber estado en conversaciones entre los dirigentes y menos en algunas tan distendidas.
El 27 de junio de 1973, parece que no hubiera caído la ficha de que en verdad había sucedido un golpe de Estado.
Por ejemplo, vaya a saber a santo de qué giro de la conversación, en un momento Reinaldo Gargano hizo una broma sobre los blancos y reivindicó a Batlle y Ordóñez. Se ve que era una especie de broma de familia, pulida durante años. El historiador Carlos Machado –revisionista como Trías– le respondió, en similar tono de cargada de oficina entre manyas y tricolores, algo sobre Batlle que mandaba ametrallar huelguistas. El hecho existió, Gargano no podía negarlo, pero explicó que fue una sola vez y que luego aprobó un montón de leyes obreras. La polémica siguió y se extendió al siglo XIX.
Trías aprovechó un silencio para decir: “Mirá, en el siglo diecinueve hubo tres cosas que importan. La Guerra Grande... y la revolución de Aparicio. Y en las tres cosas los blancos tenían razón”. Confieso que se me borró el segundo episodio. Seguramente Trías haya escrito sobre todo eso, aunque no sé si con ese grado de síntesis.
Me quedó eso, porque decidí que había aprendido algo. Pronto abandonaría el nacionalismo por el internacionalismo y no tan pronto la historia que se investiga para buscar culpables.
Pero toda la noche estuve escuchando, incluso consideraciones tentativas sobre la coyuntura, la situación del partido, la Huelga General y muchas más cosas del mundo sublunar. Trías era escuchado con atención, porque entre sus contactos militares y los corrillos parlamentarios, tenía abundante información. Supongo que habrá revelado sus últimos datos sobre militares peruanistas que no estaban de acuerdo con el Golpe. Los hubo, luego supimos, pero no se consideraban peruanistas, sino constitucionalistas. Frenteamplistas que en general pasaron años detenidos y blancos y colorados destituidos por el Inciso G de no sé qué norma.
En otra hora, creo que fue José Pedro Cardozo quien preguntó a José Korzeniak: “¿Y ahora qué vas a enseñar de Derecho Constitucional?” La respuesta fue breve: “Yo hace tiempo que, en Facultad, a los muchachos les enseño a [Ferdinand] Lasalle: ‘La Constitución es la suma de los factores reales de poder’”.
En algunos momentos, las mujeres –Alba Clavijo entre ellas– pidieron para acercarse a pedir café o mate y se quedaron conversando desde el corredor un rato largo. No me acuerdo si antes los policías de la Seccional se habían ofrecido para comprar algo de comida.
Tampoco me acuerdo ya a qué hora nos liberaron (o desdemoraron). Sé que fui a Casa del Pueblo (supongo que tenía la llave) y esperé a la guardia de la tarde. Supongo que a puertas cerradas, y cuando fui a mi comité ya oscurecía. Digo mal, el local del comité era prestado y ya lo habíamos devuelto. Fui a la casa donde nos reuníamos, pregunté qué pasaba, qué había que hacer y me dieron el primer número de unas hojas informativas mimeografiadas que el Frente Amplio sacó diariamente durante la huelga.
Volví por Urquiza repartiendo las hojas desde Jaime Cibils hasta Comandante Braga, porque esa era mi manzana. Cuando estaba dando la vuelta por 8 de Octubre, seguí poniendo hojas bajo las puertas hasta que me llamó un policía que estaba de guardia frente a la Escuela de Comercio de la UTU. Me preguntó qué hacía. Le di una de las pocas hojas que me quedaban. “¡Ah! Yo pensé que estabas tanteando las puertas para robar”. Juré que no, pero no sabía cómo iba a terminar eso. Me contó que él antes estaba en la Republicana, donde habían hecho una huelga unos meses antes, porque apareció un preservativo en la olla del rancho (algo similar a comida). Los habían sancionado y trasladado a una seccional. Seguía enojado. Y no apoyaba el golpe. Le di charla para no romper ese momento liminar en que todo podía caer para cualquier lado. Después me quiso devolver la hoja. “De ninguna manera, faltaba más”. Se despidió y, casi a la medianoche, entré en casa y me acosté. Con mucho sueño.
Jaime Secco es periodista, integrante de Banderas de Líber.