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Trasmundo liberal: la desigualdad militante

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“La justicia es tratar igual a los iguales
y desigual a los desiguales”.
Justiniano [482-565]

“La nueva barbarie es la justicia social [...] porque considera que, dados dos individuos, a uno el Estado le saca por la fuerza (lo que es un robo) y se lo da a otro, con lo cual lo está tratando de manera desigual frente a la ley”, dijo el presidente argentino, Javier Milei, el 3 de octubre de 2020, en una entrevista con la periodista argentina Luciana Vázquez. Y también: “La equidad es monstruosa [porque] le estarías dando a cada uno [como Estado] lo que te parece [...] y para hacer eso deberías tener policies makers omniscientes, omnipresentes y omnipotentes”. Palabras que parecen extraídas de Camino de servidumbre, de Friedrich Hayek, donde también apostrofa a los planificadores. Y análogas a las vertidas por el premio Nobel de Economía Robert Lucas, quien, a su paso por Chile en 1996, dijo: “Lo más perjudicial para la salud de la economía, lo más seductor y, en mi opinión, lo más venenoso es centrar la atención en las cuestiones de la distribución”.

Trasmundo

A veces llama la atención tanta iracundia. Sin embargo, el liberalismo, que hizo aportes sustantivos en materia de pacto social, estructura institucional, dispersión del poder, derechos humanos y derecho penal, tiene su trasmundo en un cuerpo doctrinario antisocial. Bajo la órbita de este temple, orbitan su rechazo a la igualdad; su negación de que exista una estructura de clases organizadora de la desigualdad; su ajenidad a sostener financieramente derechos a los que, sin embargo, declara naturales e imprescriptibles; su impugnación de la ciudadanía social. Un trasmundo que proclama la libertad individual del yo, pero se despreocupa del que humaniza con el respeto, y combate al nosotros que protege de los riesgos sociales. Que se niega a consensuar estándares comunes en lo material y lo simbólico, al menos para sentirnos menos extraños entre los extraños. Que desdeña mecanismos institucionales orientados a una sociedad de semejantes, solidaria consigo misma en la persona de cada uno.

I-n-d-i-v-i-d-u-o-s

Una parte de los pensadores modernos han aislado al hombre de su entorno, lo han concebido como ser egoísta, portador de intereses fríos y pasiones fuertes, a los que debe satisfacer por cualquier medio. Esta tradición antisocial está presente en el individuo de Hobbes, “hombre lobo del hombre”, que contrae un pacto de sociabilidad y cede sus derechos al Leviatán sólo para preservarse a sí mismo de la amenaza del otro; en Kant, donde un hombre sediento de dinero, gloria y poder debería elevarse a la altura del imperativo categórico para tomar al otro como fin, no como medio. Está también en el hombre egoísta de la Enciclopedia en general y Helvetius en particular, que considera el interés personal como fuerza motriz del progreso y única sede moral. En ese hombre egocéntrico del marqués de Sade que se debe al vicio. En el hombre de James Mill, que sólo al perseguir su interés egoísta logra una armonía natural entre todos. En el superhombre de Nietzsche, con su pulsión de crecer, expandirse, descargar su fuerza y superarse a sí mismo. En el individuo de Freud que se relaciona con otros para satisfacer sus propios placeres libidinales desde que nace.1 En el individualismo posesivo de la Escuela Austríaca, de Hayek, Von Mises, etcétera, de la que deriva el neoliberalismo (Friedman) y los “libertarios” (Nozick, Rothbard)... Esos “átomos humanos” retratados en libros circulan fuera de ellos: en una “sociedad de individuos”, sin cemento, constituida por una minoría poderosa y una masa de últimos, que no ocupan ningún lugar ni tienen nombre. Tanto vacío congela.

Colmena

“Estés donde estés, siempre tienes que trabajar [...] No hay oportunidades para la seducción, no hay lugares para reuniones secretas. Todo el mundo te tiene en la mira”, escribe Tomás Moro en su Utopía. En las antípodas del individualismo liberal, algunos pensadores se dedicaron a fabricar utopías donde el foco de interés es la comunidad. Una comunidad colocada por encima de seres invariablemente ecualizados e intercambiables. Desde la Utopía de Moro hasta Noticias desde ninguna parte de William Morris no parece haber cabida para la diversidad humana ni para el cruce de contraseñas personales. Estas comunidades ideales pretenden bajar el Paraíso a la Tierra a costa de suprimir la creatividad de sus miembros. Cofradías de escaso encanto que rezuman un aplastante affectio societatis, una atmósfera de armonía excesiva, un clima de opinión unánime. Como estas sociedades, siempre minúsculas, carecen de diversidad humana más allá de la división del trabajo, tienden a ser agrupamientos clónicos, cerrados, que obturan la riqueza de cada miembro, la varianza estadística, la transgresión personal, el conflicto social, la dinámica cultural, el cambio político, la insurrección estética, y cualquier tipo de rebelión ante lo que es. Son comunidades perfectas, sin tiempo, cuyas estructuras no son pasibles de ser sometidas a debate, reforma, refutación o ruptura. En estas comunidades, donde la captura de la persona es completa, la exhortación de Franz Kafka “empieza a ser de una vez quien eres en vez de calcular quién serás” sería incomprensible o subversiva. Tanta colmena asusta.

En estos extremos, de humanos vacíos de sociedad y de sociedades vacías de humanos, radica, quizá, una de las claves para captar la tragedia de la modernidad, que ni las utopías liberales ni las quimeras comunitarias han logrado resolver.

Spencer

Vuelvo al trasmundo liberal, de humanos vacíos de sociedad. Herbert Spencer (1820-1903) se declaró enemigo de la enseñanza gratuita y universal, la reglamentación de la jornada laboral, la seguridad social, los programas de viviendas obreras, las bibliotecas, museos y paseos públicos, y la política tributaria para solventar esta inversión social. Spencer tildaba esta política de “coercitiva” y “violatoria de la libertad individual”. El poder creciente del Estado conlleva un poder menguante de la sociedad para resistir “invasiones posteriores”. Este estado de cosas de carácter “socialista” no sólo implica una esclavitud de futuro, sino del presente, porque “todo socialismo implica esclavitud”. Para Spencer los desocupados rehúsan trabajar o se hacen echar, son “parásitos de la sociedad” porque viven a expensas de los que trabajan y pagan impuestos. Por lo tanto, toda política dirigida a protegerlos no hará más que convertirlos en un “cuerpo permanente de vagabundos” y futuros “criminales”. El alegato contra el Estado de bienestar enEl individuo contra el Estado2 lleva el sello de un liberalismo que embona con lo que vemos actualmente alrededor, un perfume que reconocemos no tanto por uruguayos —aunque también—3 como por vivir en una zona del planeta donde el liberalismo tuvo amplio campo para el discurso y la experimentación como cara visible de sociedades plutocráticas.

Los liberales militan contra la igualdad: Tocqueville, en el siglo XIX, porque cree que esa tendencia histórica desemboca en el despotismo; los liberal-libertarios contemporáneos porque creen que la igualdad supone violación sistemática de la libertad.

Igualdad, pánico liberal

A un lado y otro del Atlántico, los liberales levantaron idéntica advertencia contra lo que percibían como oleada igualadora sin contención: tanto Alexis de Tocqueville como Bolívar y Juan Bautista Alberdi comparten el mismo miedo e idéntico rechazo hacia la igualdad. Bolívar en su Carta de Jamaica, de 1815, sostiene que “en tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y virtudes que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina”. Por eso es que concibe la arquitectura política de los países independientes sobre la base de “reyes con el nombre de presidente”, de carácter vitalicio, un Senado hereditario “que en las tempestades políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno”, y una cámara baja con las mismas “restricciones” que imperan en Inglaterra, esto es, con un cuerpo electoral restringido a altos propietarios.

Escribe Tocqueville en la introducción de La democracia en América: “El libro ha sido escrito bajo la impresión de una especie de terror religioso producido en el alma del autor al vislumbrar esta revolución irresistible que camina desde hace tantos siglos, a través de todos los obstáculos, y que se ve aún hoy avanzar en medio de las ruinas que ha causado”. Y esa “revolución irresistible” es el avance de un “estado social” llamado “igualdad”. Escribe: “Cuando se recorren las páginas de nuestra historia [la de Francia] no se encuentran, por decirlo así, grandes acontecimientos que desde hace 700 años no se hayan orientado en provecho de la igualdad”. La constatación le pesa y dirá con resignación que el avance de la igualdad es tanto un signo del pasado como del futuro, y por ende, una señal divina: “Querer detener la democracia parecerá entonces luchar contra Dios mismo. Entonces no queda a las naciones más solución que acomodarse al estado social que les impone la Providencia”. Si bien le parece que los regímenes deben “acomodarse” a la igualdad, dado que es un hecho social-providencial, también tratará de buscar mecanismos para atenuarla, en particular tres: descentralización territorial, asociacionismo y voto indirecto. Los tres mecanismos que observó en su viaje por Estados Unidos para moderar ese “espectáculo aterrador”.

La canción sigue siendo la misma

Los liberales militan contra la igualdad: Tocqueville, en el siglo XIX, porque cree que esa tendencia histórica desemboca en el despotismo; los liberal-libertarios contemporáneos, porque creen que la igualdad supone violación sistemática de la libertad. “La canción sigue siendo la misma”.

Más de 30 años después de haber escrito sobre el debate de la justicia en el ámbito anglosajón —que puso en contacto a los filósofos John Rawls, Robert Nozick, Ronald Dworkin, etcétera—,4 leí Hacia una nueva libertad. El manifiesto libertario, de Murray Rothbard, libertario de referencia para Milei. Y me encontré con variaciones sobre el mismo binomio: libertad y desigualdad como cara y cruz del liberalismo. Para Rothbard hay “axiomas libertarios”. El primero es el “axioma de la no agresión”: “ningún hombre ni grupo de hombres puede cometer una agresión contra la persona o la propiedad de alguna otra persona” (p. 39). Hay otros dos axiomas: “Establecer el derecho absoluto de todo hombre a la propiedad privada: primero, de su propio cuerpo; y segundo, de los recursos naturales que nadie ha utilizado previamente y que él transforma mediante su trabajo”. Comenta: “Estos dos axiomas, el derecho a la propiedad de uno mismo y el derecho a ‘colonizar’, establecen el conjunto completo de principios del sistema libertario” (pp. 56-57). Dado que desecha el concepto de sociedad por metafísico, el derecho de propiedad privada no podría tener un límite social. Un cuarto axioma es el “intercambio” derivado del derecho de propiedad privada. “Pero si un hombre es dueño de algo, entonces tiene el derecho de ceder esos títulos de propiedad o intercambiarlos con otra persona, después de lo cual esta adquiere título de propiedad absoluto”.

Herencia

El axioma de la herencia da un paso decisivo: legitima la desigualdad extrema y a perpetuidad. Escribe: “¿Cuál es la justificación de que alguien cuyo único mérito es haber nacido Rockefeller herede muchísima más riqueza que alguien nacido Rothbard? La respuesta libertaria es que hay que concentrarse no en el receptor, el niño Rockefeller o el niño Rothbard, sino en el dador, el hombre que transmite la herencia” (p. 59). Un corolario es que el Estado es el agresor por antonomasia porque pretende regular y corregir las distribuciones primarias.

“La acometida central del pensamiento libertario, entonces, es oponerse a todas y cada una de las agresiones a los derechos de propiedad individuales, a la persona y los objetos materiales que haya adquirido en forma voluntaria”. Y el agente principal de esas agresiones es el Estado: “Para los libertarios el Estado es el agresor supremo, el eterno, el mejor organizado, contra las personas y las propiedades del público. Lo son todos los estados en todas partes, sean democráticos, dictatoriales o monárquicos, y cualquiera sea su color. ¡El Estado! Siempre se ha considerado que el gobierno, sus dirigentes y operadores están por encima de la ley moral general” (p. 64). Y obviamente esto es un crimen para Rothbard. Así, apunta al Estado como criminal en un sentido muy distinto del convencional: “Durante siglos ha robado a la gente a punta de bayoneta y ha llamado a esto ‘recaudación de impuestos’”.

En realidad, si se desea saber cómo ve el libertario al Estado y a cualquiera de sus actos, basta con pensar en el Estado como una organización criminal, y la actitud libertaria resultará perfectamente lógica.

Fernando Errandonea es sociólogo y profesor de Historia.


  1. Ver La vida en común. Ensayo de antropología general, de Tzvetan Todorov. Allí desarrolla las tradiciones antisociales en varios autores, entre los cuales se cuentan D’Holbach, Mandeville, Schopenhauer, Bataille y Adler. 

  2. Spencer, Herbert (1884). El individuo contra el Estado. Valencia: F. Sempere y Comp. Editores. 

  3. El herrerismo ha sostenido esta prédica contraria al Estado de bienestar desde su nacimiento hasta hoy, a lo largo de más de un siglo largo. 

  4. Errandonea, Fernando. Crítica y reseña. ¿Qué es una sociedad justa? Introducción a la práctica de la filosofía política. Philippe van Parijs (1992). Buenos Aires: Nueva Visión. 

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