A principios de este año, Transparencia Internacional publicó el informe completo del Índice de Percepción de la Corrupción 2023 (IPC), que clasifica a 180 países y territorios de todo el mundo según sus niveles percibidos de corrupción en el sector público, puntuando en una escala de 0 (muy corrupto) a 100 (muy limpio).
Según los datos, más de dos tercios de los países analizados obtuvieron una puntuación inferior a 50, situando la media mundial en 43, con países que no progresaron en absoluto o incluso bajaron su puntuación. Además, 23 países alcanzaron su puntuación más baja.
En las Américas, los datos siguen siendo negativos. Sólo dos países de la región mejoraron su puntuación (Guyana, con 40 puntos, y República Dominicana, con 35). Todos los demás descendieron. En algunos casos, la caída fue significativa, como en el caso de Santa Lucía, con 16 puntos menos; Guatemala, con 9 puntos menos; Argentina, Honduras y El Salvador, con 8 puntos menos. La caída afectó incluso a países bien situados en el índice, como Canadá y Chile, que bajaron 7 puntos en la clasificación.
El IPC también muestra que la democracia importa en la puntuación de un país. Las peores posiciones fueron para Nicaragua, Venezuela y Haití. En el caso de Nicaragua, la puntuación fue de 17, habiendo caído 11 puntos desde 2014. Haití también obtuvo 17 puntos, bajando 5 desde 2017. Venezuela, por su parte, quedó en último lugar entre los países americanos, con sólo 13 puntos.
Independencia del Poder Judicial
Ante esto, uno se pregunta por las razones de resultados tan negativos en América, y es aquí donde se destacan las conexiones con la propia percepción de la democracia en cada país. La falta de independencia del Poder Judicial, que conduce a la impunidad en los casos de corrupción, envía el mensaje de que hay sectores de la sociedad que son inmunes a la ley y que confían en que las instituciones públicas –y las autoridades– no tendrán que rendir cuentas por los casos de corrupción que los involucran. Se trata de un control del Poder Judicial que proviene de otros poderes –o poderosos– y que permite a ciertos sectores seguir aprovechándose de los asuntos públicos, como si no existiera un Estado de Derecho que respetar.
La falta de independencia del Poder Judicial proviene de la controvertida injerencia de otros poderes, como el Ejecutivo, en la designación de estos magistrados que actuarán en estos casos de corrupción, lo que abre un espacio para la contaminación política de algo que sólo debería ser investigado de acuerdo a la ley.
A pesar de que las elecciones se celebran con regularidad, existe un proceso electoral y hay participación, las personas no perciben cambios que se traduzcan en una mejora de su calidad de vida.
Ya se sabe que la total imparcialidad de los jueces es una ilusión, ya que todos tenemos preconcepciones sobre el mundo dentro de nuestras mentes. Sin embargo, los nombramientos para los tribunales superiores que no favorecen la técnica, sino los contactos personales entre designados y designantes, ponen en entredicho muchas garantías básicas necesarias para una lucha adecuada contra la corrupción, como la imparcialidad que debe ejercerse en la instrucción y el fallo de los casos.
La intervención indebida en el Poder Judicial lo desprestigia ante los ojos de las personas que sufren diariamente los efectos de la corrupción, por la falta de condiciones mínimas para una vida digna. De este descrédito y de la pérdida de la sensación de que los casos pueden ser efectivamente castigados, se deriva la incredulidad de que la democracia sirva para lo que dice ser, una vida mejor en sociedad.
Percepciones
A pesar de que las elecciones se celebran con regularidad, existe un proceso electoral y hay participación, las personas no perciben cambios que se traduzcan en una mejora de su calidad de vida. Sigue prevaleciendo la percepción de que no hay una adecuada rendición de cuentas por parte de las autoridades e instituciones, y existe una estratificación social que protege a las clases altas del peso de la ley y que castiga excesivamente a la base de la pirámide, profundizando una desigualdad no sólo económica sino también social, promoviendo incluso una especie de clasificación de los ciudadanos en función de los privilegios que existen en un Estado.
Incluso se podría argumentar que esta clasificación también tiene en cuenta factores como la raza, el género y la clase social, que pueden hacer que una persona sea más o menos privilegiada a los ojos de las instituciones y de la ley vigente.
No hay que atacar al mensajero que nos dice que los países empeoran en sus índices de corrupción y democracia, como hemos visto tras la publicación de estos informes en varios países. Lo correcto es reflexionar sobre en qué nos estamos equivocando, sobre el plan de país que presentan los gobiernos y sobre cómo fortalecer las democracias, considerando que muchas personas incluso están dispuestas a aceptar regímenes autocráticos si proporcionan un nivel de vida más digno, lo que la corrupción impide en una democracia.
Ana Claudia Santano es doctora en Ciencias Jurídicas y Políticas, y profesora de Derecho Constitucional, Electoral y de Derechos Humanos en diversas instituciones de Brasil y América Latina. Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en latinoamerica21.com.