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¿Dónde queda la verdad (en épocas de elecciones)?

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En un mundo donde las redes sociales tienen cada vez más peso, la mentira se ha banalizado; esto no significa que la verdad ya no sea una garantía en sí misma, pero sí quiere decir que, de algún modo, la mentira dejó de ser importante.

Varios han sido los filósofos que se han dedicado a reflexionar sobre la verdad. De hecho, la reflexión sobre la verdad y sus condiciones de posibilidad fue uno de los principales problemas de comienzos del siglo XX (véase, por ejemplo, a la filósofa María José Frápolli y José Antonio Nicolás).  

Si partimos desde la verdad por correspondencia —formulada inicialmente por Aristóteles en el siglo IV a. C.—, pasando luego por la hermenéutica de Martin Heidegger o la fenomenología de Edmund Husserl, hasta la teoría intersubjetivista de Jürgen Habermas, la verdad ha sido un terreno de disputa sobre el cual parece no haber un acuerdo aparente. No obstante, nadie, en terreno filosófico ni en terreno coloquial, dudaría de la importancia de la verdad (¿o sí?). 

Si tomamos la verdad como garantía de confiabilidad de un conocimiento o relato —punto neurálgico en el territorio del periodismo—, ¿no sería pertinente preguntarnos cuáles son las condiciones o garantías que deben darse para poder decir que algo es verdadero? En el caso de la teoría de la verdad por correspondencia, en su versión más llana, podríamos decir que un enunciado es verdadero si y sólo si el fenómeno o hecho que este describe acontece. Así, por ejemplo, el enunciado “hoy llueve” es verdadero si de hecho hoy está lloviendo.  

Este tipo de enunciados, bastante habituales en el día a día de todos nosotros, no supone consecuencias problemáticas. Pero ¿qué sucede en situaciones en que la verdad de un enunciado no parece ser tan fácilmente identificable? ¿Cuáles son las garantías que podemos tener a la hora de decir de un enunciado “el Sr. S golpeó a la Sra. X hace n cantidad de años en un espacio privado”?  

El lector podría preguntarse hasta qué punto se ve intervenido en cuanto a que el Sr. S golpeó a la Sra. X hace n cantidad de años (en el que no participó ni presenció ni pudo haber colaborado de algún modo). Pero supongamos que estamos en año electoral y el Sr. S no es cualquier señor, sino que el Sr. S es posible candidato de un partido R. Supongamos, además, que el partido R ha sido uno de los partidos que han llevado adelante políticas públicas en favor de la igualdad de derechos y que rechaza enfáticamente cualquier forma de violencia. ¿No sería ahora sí importante preocuparnos sobre la verdad del enunciado “el Sr. S golpeó a la Sra. X hace n cantidad de años en un espacio privado”?

No se sienta mal si continúa sin notarse involucrado. Tal como señala la filósofa española Adela Cortina, desde hace unos años vivimos en un mundo donde se ha banalizado la mentira, y esta dejó de ser importante en el contexto en el que vivimos.

A esta tendencia, que se inscribe dentro de una realidad cada vez más compleja y dinámica, desde la teoría se la ha denominado posverdad.  

La posverdad denota un fenómeno cada vez más extendido, en el que la manipulación y distorsión de la realidad para respaldar ciertas posturas se ha vuelto cada vez más común. El concepto se popularizó en 2016, y aún no hay unanimidad sobre su significado, por ser cambiante. En aquel año se produjeron dos hechos relevantes para Occidente: el proceso del Brexit —la salida de Reino Unido de la Unión Europea— y las elecciones presidenciales en Estados Unidos en las que el republicano Donald Trump resultó electo. Estos sucesos condujeron a la reflexión teórica más o menos extendida sobre este concepto.  

Es claro que la manipulación y la distorsión deliberada de la realidad no son novedad —menos en procesos electorales— ni tampoco una característica exclusiva de nuestros días. En efecto, el mismo Platón, hace más de 2.500 años, describía en la alegoría de la caverna la vida de unos prisioneros que creían ver la realidad, cuando lo que veían eran imágenes distorsionadas de la realidad. Entonces: ¿dónde está la diferencia?

La mentira se ha banalizado; esto no significa que la verdad ya no sea una garantía en sí misma, pero sí quiere decir que, de algún modo, la mentira dejó de ser importante.

Hoy, la concepción posmoderna de la verdad se ha popularizado, ha dejado de ser una vanguardia académica para convertirse (en términos del filósofo italiano Maurizio Ferraris) en una actitud cotidiana y generalizada al respecto de lo que sucede en nuestro alrededor. En este sentido, el académico estadounidense Lee McIntyre señala que las dos tesis sobre la verdad más influyentes en el seguimiento de la posverdad son: “no hay tal cosa como la verdad objetiva” y “cualquier declaración de que algo es verdadero no es nada más que un reflejo de la ideología política de la persona que está haciendo tal declaración”.

A esto se suman los avances tecnológicos y sus impactos en los medios y formas de comunicación en el contexto histórico en el que vivimos. El alcance de internet y la irrupción de las redes sociales en el ecosistema de los medios potenciaron ampliamente el fenómeno de la posverdad.

Hasta hace algunas décadas, los medios tradicionales (diario, radio, televisión) tamizaban o —justamente— mediaban entre los hechos y las audiencias. Y, a su vez, contaban con determinados parámetros éticos y técnicos para ejercer ese tamiz o mediación.

Esto no necesariamente implicaba que, para reportar lo que sucedía, respondieran, todos, a altos estándares de calidad. Pero, de algún modo, su reputación estaba atada a la calidad periodística que ellos producían (o al estilo que pregonaban). Asimismo, su subsistencia dependía de las audiencias en cuanto a su consumo (qué diarios leer, qué radios escuchar, qué canales mirar).

Sin embargo, la masividad que han alcanzado las redes sociales en los últimos años ha terminado con este paradigma. El ecosistema mediático se complejizó y la mediación no siempre es necesaria. Hoy por hoy, los sujetos pueden expresarse directamente gracias a estas plataformas, por lo que la mediación —elemento central en el antiguo paradigma— perdió su centralidad en esta nueva configuración.

En este nuevo contexto comunicacional, con estas nuevas plataformas como soportes, la posverdad encontró un terreno fértil para reproducirse, potenciarse y tomar nuevas formas.

No obstante, esta realidad no es el único elemento de la ecuación. Si retrocedemos un escalón, podemos afirmar que no son las redes las responsables del descreimiento en la política, los partidos, los sistemas republicanos de representación, el periodismo, la ciencia, la academia...

Es decir, la desacreditación de las grandes instituciones, la disolución de las grandes consignas se pueden concebir como efectos previos (si se quiere en mucho de los casos) a la masificación de las redes sociales. Estos fenómenos, hijos de la posmodernidad —con toda la plasticidad y discusiones que implica este concepto teórico—, ya convivían con nosotros.

Una vez más: las recientes plataformas de comunicación, que habilitaron nuevos esquemas y modos de interactuar, potencian o animan otros estilos de comportamientos. Pero el uso que sus usuarios les prestan no parece explicar de modo único la posverdad.

Entonces, en este escenario, ¿cualquier versión es igualmente válida?

Volviendo al ejemplo antes propuesto: ¿es posible llegar a una verdad objetiva sobre el enunciado “el Sr. S golpeó a la Sra. X hace n cantidad de años en un espacio privado”? ¿O bien el valor de verdad de este dependerá de la preferencia política de quien lee el enunciado? Es más, ¿es relevante en la actualidad preguntarse sobre la verdad del enunciado? 

En la actualidad, tal como lo sostiene Mathew d’Ancona, la verdad parece haber dejado de ser algo relevante cuando lo importante es “hablar de” o “hablar sobre”, colocar en agenda algún tema o alguna discusión, independientemente de si a lo que se refiere es verdad o no.

En este sentido, la verdad sí pasaría a ser relevante, pero no respecto del enunciado, sino de los intereses de quien lo profiere, que, en última instancia, busca colocar sobre la palestra la duda amparada en la verosimilitud de un relato que parece verdadero pero que carece de toda garantía.

Es decir, la verdad del enunciado “el Sr. S golpeó a la Sra. X hace n cantidad de años en un espacio privado” dependerá de la investigación que pueda llevarse a cabo en tribunales. Ahora bien, ¿qué podemos hacer ante un fenómeno como este, que también logra incidir en la esfera pública y el espacio democrático de diálogo y discusión?

Entre los teóricos que reflexionan sobre la posverdad hay cierto acuerdo al sostener que es el análisis crítico y detenido de los contenidos por parte de los lectores y usuarios lo que permite superarlo. En otras palabras, mantenerse atento ante los contenidos que se reciben (quiénes y cómo los divulgan, qué rigurosidad presentan, qué contextualización los acompaña) y fomentar el diálogo constructivo entre todos los actores sociales.

En rememoración a la filósofa e historiadora alemana Hannah Arendt, todas las personas son sujetos racionales con la capacidad de pensar; es nuestra responsabilidad hacer un uso adecuado de esta habilidad, pero, al mismo tiempo, es nuestro derecho reclamar a los demás su ejercicio.

En este contexto histórico, y particularmente en los comienzos de un año que se presta agitado en terreno político, es nuestra responsabilidad velar, como ciudadanos y ciudadanas, por el ejercicio pleno de nuestras capacidades. Esto hará posible que continuemos en el gozo de una de las mejores democracias de la región y del mundo.1

Karina Silva es doctora en Filosofía y docente. Bernardo Lapasta es licenciado en Comunicación y docente.


  1. Según el portal Uruguay XXI, Uruguay presenta la democracia más plena de América del Sur y ocupa el lugar 14 en el ranking mundial, de acuerdo con la actualización de The Economist de febrero de 2024. 

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