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El lado B de las violencias juveniles

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La seguridad en debate es un espacio que promovemos desde la diaria para dar una discusión a fondo sobre sociedad y políticas de seguridad. Profesionales en la materia brindan sus aportes para abrir un debate necesario en estos tiempos.

Hace algunas semanas nos enteramos de que grupos de jóvenes eligieron las instalaciones del shopping Nuevocentro para enfrentarse a trompadas. Los hechos conmovieron a la ciudad y se ganaron la reprobación de gran parte de la prensa, las autoridades y la opinión pública. Las imágenes, que se propagaron por las redes sociales a la velocidad de la luz, forman parte del problema, no sólo porque en ellas averiguamos el entusiasmo que despertó entre el público más joven, sino porque estaban para escandalizar al resto de la gente, sobre todo al mundo adulto que sigue a los jóvenes a larga distancia. Este fin de semana nos encontramos con una nueva convocatoria que, aunque congregó a cientos de jóvenes, fue disuadida por la presencia policial, que desplegó gran parte de su equipamiento más duro para impresionar en este evento.

Divertimento y goce: la dimensión emotiva

Como dijo alguna vez Hannah Arendt, la violencia llega cuando nos quedamos sin palabras. Sin embargo, cuando se piensa a las violencias con el punto de vista y sobre todo con las vivencias de sus protagonistas, nos daremos cuenta de que suelen tener otras íntimas motivaciones que no siempre pueden cargarse a la cuenta de la instrumentalidad.

Ese excedente de violencia merece no ser subestimado si lo que queremos es comprender las violencias puestas en juego, entender otros usos de la violencia, en especial, averiguar cómo la experimentan los jóvenes que viven en territorios vulnerables. No se trata simplemente de conocer o quedarnos empantanados en un diagnóstico, sino de poner en crisis esas prácticas, pero para que eso suceda conviene reponer las múltiples dimensiones del problema en cuestión.

Dicho en otras palabras: cuando acotamos la violencia a su razón instrumental tendemos a endosar ese plus de violencia a la cuenta de la barbarie o la irracionalidad. La violencia transforma al joven en un lobo del joven, al joven en un lobo de los adultos. La violencia convierte a los jóvenes en predadores seriales.

Por el contrario, cuando dejamos de lado nuestra indignación y la abordamos en toda su complejidad, y no actuamos por recorte sino por agregación, encontraremos otros usos que de lejos no se ven.

Como ya señalaron Federico del Castillo y Marcelo Rossal en este mismo medio, la violencia que desplegaron los jóvenes resultaba ser una violencia emotiva, que usaron para divertirse o darse un buen chute de adrenalina. Conviene no subestimar la dimensión emotiva o sensual que tiene la violencia para los más jóvenes. La violencia seduce, encanta, es una forma de remar el aburrimiento, de llenar el tiempo muerto con el que suelen medirse. La violencia tiene atractivos que, cuando se tiene todo el mundo por delante, y se sienten potentes, desbordantes de energía, pueden impulsarlos a derivar hacia ella en busca de placeres, sin evaluar los riesgos que se corren.

La violencia es emotiva, además, porque puede estar atravesada por las pasiones tristes, hecha de odio, resentimiento, asco o ira. Los jóvenes también suelen guardar el odio en el tiempo, porque saben que se trata de una emoción que después necesitarán movilizar para pasar a la acción. Para robar sin culpa, para pelearse con ganas, las pasiones bajas suelen ser un insumo para desbloquear las inhibiciones sociales.

Rabia: la dimensión expresiva

En segundo lugar, la violencia tiene otra dimensión expresiva que tampoco conviene dejar de lado. En efecto, la violencia tiene una caligrafía más o menos secreta que merece ser desentrañada. Algunas veces los jóvenes usan el cuerpo de otras personas para mandar un mensaje al resto de las personas que no necesariamente tienen que estar presentes cuando se despliega. A veces el destinatario son los propios grupos de pares, constituye una manera de ganarse la atención y el respeto de aquellos con los cuales se sienten identificados. Pero otras veces el cuerpo de la víctima es el mejor bastidor para inscribir un mensaje destinado a ser leído por otras personas ajenas a su mundo.

Para entender las dinámicas expresivas permítasenos hacer un rodeo, puesto que hay que leer la violencia al lado de la indiferencia social, pero también al lado de la incapacidad de las autoridades para escuchar a los más jóvenes. Cuando eso sucede, cuando los jóvenes no se sienten tenidos en cuenta por los adultos, sobre todo por las autoridades (maestros, funcionarios u otros empresarios morales), o sólo se los tiene en cuenta para encender una voz de alarma que continúa agregándoles nuevas dificultades a las que ya tienen, puesto que los estigmatizan o apuntan como problema, habilitando a las policías a que se ensañen con ellos, entonces la violencia puede ser una manera de levantar la mano y decir “yo existo” y manifestar la rabia que sienten.

Para decirlo otra vez con las palabras de Arendt: rabia es aquello que sienten las personas cuando las cosas podrían ser de otra manera y sin embargo no lo son. Me explico: cuando los representantes no representan, tienen cada vez más dificultades o menos vocación para interpelar y hablar de los problemas que tienen los jóvenes, especialmente, los jóvenes de sectores vulnerables; estos pueden hacer de la violencia agregada al delito o a las disputas interpersonales una caja de resonancia, una manera de llamar la atención y, de paso, devolver el golpe que llega con los estigmas que dedica la sociedad para permanecer muy lejos de ellos.

Parafraseando un cantito tribunero: “Las palabras que vos tiraste van a volver”, son un búmeran social. Ya lo dijo el sociólogo alemán Norbert Elias: dale a un grupo un nombre malo, que ese grupo tenderá a vivir según él. Estamos en el terreno de las profecías autocumplidas, esto quiere decir que una manera de convertir el estigma en emblema, de transformar la vergüenza en orgullo, de remar las humillaciones y llevar el mentón bien alto cuando ocupan el espacio público consistirá en apropiarse de las palabras que usamos para nombrarlos negativamente, pero cargándolas de nuevos sentidos. Los jóvenes sobrefabulan arriba de las fábulas que destilamos para, eventualmente, ignorarlos y exagerarlos, pero siempre para tomar distancia de ellos.

Un laboratorio para la experiencia: la dimensión pedagógica

Finalmente, quisiera demorarme en lo que he dado en llamar la dimensión pedagógica de la violencia. No hay que perder de vista que estamos hablando de adolescentes. Una adolescencia que suele demorarse en el tiempo con la moratoria laboral forzosa que les impone el mercado del trabajo. Jóvenes que cargan con la difícil tarea de saber quiénes son y cuál es su lugar en el mundo. Ese mismo mundo que suele darles las espaldas o sólo se fija en ellos para tomarse la cabeza, llenos de indignación. Aquellas preguntas durante mucho tiempo se respondieron con las alianzas generacionales que posibilitaban la escuela o los clubes de barrio. Esas agencias no sólo proponían o abrían un campo de experiencia para los jóvenes, sino que proveían recursos morales para que estos pudieran tallar una identidad a la altura de aquellas preguntas. Una experiencia vertebrada según determinados ritos de paso que organizaban el diálogo entre las diferentes generaciones.

Pero en una sociedad cada vez más individualista, tomada por la cultura del consumo, cuando el mercado fue desautorizando a las agencias modernas y aquellas implosionaron, entonces los jóvenes tienen que ingeniárselas para saber lo que puede un cuerpo, hasta dónde pueden llegar con él, de qué está hecha la vida, cuáles son los límites.

Quiero decir, cuando se clausuran, desalientan y despresupuestan los espacios tradicionales, en un contexto de impotencia instituyente, el robo o una pelea entre pares puede convertirse en el mejor laboratorio para saber la potencia que promete el cuerpo cuando se vincula con otros cuerpos. Pero también para desarrollar otras destrezas y habilidades que después van a necesitar para resolver su sobrevivencia en la lucha por la vida, y continuar tallando la figura del “tipo duro” que necesitan para estar en un espacio público cada vez más hostil.

La cara oculta

Frente a las escenas del Nuevocentro, la respuesta del gobierno no se hizo esperar, más aún en tiempos electorales. Los funcionarios saben que el capital político acumulado puede licuarse en menos de una semana si los problemas adquieren el estatus de escándalo, de modo que hay que subirse a ellos para domar las emociones que despiertan y se vuelcan.

Por eso, las detenciones policiales a 20 adolescentes y la judicialización de los hechos fueron acompañadas por las declaraciones del ministro del Interior, Nicolás Martinelli, que hizo “un llamado a la responsabilidad” en su cuenta de X pateando la pelota fuera de la cancha. Por eso, apeló a “la responsabilidad de los padres” para que “estén alertas”, “recurran a la Policía cuando detecten cualquier tipo de iniciativa violenta” y “sean corresponsables de las acciones de sus hijos”. “El trabajo policial en la prevención y represión de esta masiva concentración evitó que se produjeran hechos que todos íbamos a lamentar”, aseguró Martinelli en aquella oportunidad.

Como se dijo arriba, la violencia de los jóvenes tiene una cara oculta, pero a los funcionarios les sale más barato, electoralmente hablando, esconder los problemas debajo de la alfombra que mirar de cerca y asumir su corresponsabilidad. El truco es conocido: para evitar que los hechos salpiquen hay que transformar la cuestión social en un problema policial. No negamos que las policías tengan que intervenir. En todo caso, desconfiamos de las autoridades judiciales, puesto que su intervención contribuye a inflar los problemas. Hubiera sido preferible dejarlo en el terreno de las agencias sociales, la mano izquierda del Estado, que suele estar mejor posicionada para abordar estas conflictividades.

Pero, como se dijo recién, estamos en plena coyuntura electoral y los funcionarios suelen ponerse muy sensibles. Una coyuntura muy propicia para convertir a la seguridad en la vidriera de la política. Cuando a los funcionarios les cuesta hacer política a través de la economía, puesto que se trata de una cartera que no tiene muchas buenas noticias para dar, empezarán a saltar arriba de la desgracia ajena, manipulando la ansiedad social que despiertan algunos hechos, para prometer más policías, más penas o más cárcel a cambio de votos.

Hay que evitar pispear los problemas por el ojo de una cerradura. Conviene abrir el plano, tratando de leer un problema al lado de otro problema; esto es, pensar las peleas violentas entre grupos de jóvenes al lado de las dificultades que tienen estos para proyectarse en el tiempo, pero también al lado de los procesos de estigmatización social de que son objeto, del hostigamiento policial, de la presión que el mercado ejerce sobre los jóvenes para que estos adecuen sus estilos de vida a determinadas pautas de consumo y, sobre todo, al lado de un Estado que tiene cada vez más dificultades para estar cerca de los jóvenes, para escucharlos, representarlos, agregando sus intereses y deseos.

Los jóvenes no son siempre el mismo joven. En una sociedad capitalista, el mercado introduce una serie de distorsiones que el Estado debería reconocer y corregir. Hay jóvenes que, por las particulares circunstancias en las que se encuentran, ellos y sus familias, ellos y los vecinos del barrio, merecen más paciencia y atención, pero sobre todo necesitan una mayor protección por parte de las agencias del gobierno. Conviene, entonces, dejar de hacer fulbito para la hinchada antes de que los problemas se sigan haciendo cada vez más complejos. Los funcionarios prefieren patear los problemas para tiempos mejores sin darse cuenta de que la bola de nieve hace rato empezó a rodar por la pendiente.

Esteban Rodríguez Alzueta es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) y de la Universidad Nacional de La Plata en Argentina. Es profesor de Sociología del Delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales y de la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control, La máquina de la inseguridad, Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención, La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.

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