En los últimos días, las urgencias de Moscú y Kiev por terminar la guerra antes de diciembre trastocaron el tablero del levante y Asia central, dibujando intenciones geopolíticas que, de hacerse realidad, instalarían un conflicto global abarcativo, donde los intereses estratégicos, económicos y militares se acompasarían con definiciones ideológicas y doctrinarias preocupantes e, incluso, peligrosas.
En febrero de 2022, Rusia apostó a aplastar a Ucrania mientras que el gobierno de Zelenski se jugó a resistir para agotar las capacidades de Moscú. Las dos estrategias fracasaron, pero el costo mayor fue para el Kremlin, ya que su prestigio militar de poseer el ejército más poderoso del Este quedó, por lo menos, interpelado. La ofensiva ucraniana en Kursk plantea otro escenario, poco favorable a Putin, cuando llegue la hora de negociar.
La estrategia geopolítica rusa se enfrenta a nuevos y complejos desafíos. Invadió Ucrania para darse profundidad estratégica frente a la OTAN. Tras no haber logrado ocupar el país, la estrategia del neofascismo del Kremlin, inspirada en la geopolítica de Iván Ilyn primero y en Alexander Duguin hoy, los obliga a mejorar su influencia en las regiones vecinas, que presentan riesgos y, también, oportunidades para ese renacer tan esperado por los nacionalistas, empezando por Vladimir Putin. En Hungría ya sucede, pero Polonia y los países bálticos se resisten a un regreso del dominio ruso a tal grado, que cientos –algunas versiones dicen miles- de voluntarios de estas regiones están peleando en el Donbás para salvar a sus países también. Del Gdansk al Báltico, la geografía dicta parte de las reglas, siempre, de manera que la amenaza militar sigue existiendo.
Delicados equilibrios
Rusia también debe mantener el equilibrio en el Cáucaso. En esa región sureña, Estados Unidos y la OTAN juegan fuerte, especialmente desde la invasión a Afganistán, donde instalaron una base de influencia militar innegable. Y el mapa, simplemente, muestra a Irán como el país vecino clave y eje de esta región. Ahora bien, en los últimos tiempos la relación con Azerbaiyán marcó uno de los ritmos más importantes de la diplomacia de Teherán. Con una minoría azerí en el oeste iraní, Azerbaiyán es una bisagra en un Cáucaso tenso y rico. Así, mientras Moscú y Teherán le soltaron la mano a Armenia en el largo conflicto por el Nagorno Karabaj, nadie levantó la más mínima protesta cuando los azeríes expulsaron a casi todos los armenios de la denominada República de Artsaj. “Traición”, gritaron en Armenia, y sin duda lo era. El final de la vieja alianza con Teherán y del “entendimiento” con Moscú terminó empujando al gobierno de Vahagn Jachaturián y Nikol Pashinián a los brazos de Estados Unidos. Armen Grigoryan, jefe del Consejo de Seguridad de Armenia, anunció a principios de agosto la ejecución del plan nuclear -antes promovido junto con los rusos- ahora en alianza con Washington y la Unión Europea. ¿Por qué estos cambios?
Tal vez Azerbaiyán sea un nuevo eje. La muerte del presidente de Irán, Ebrahim Raisí, en un vuelo de regreso desde la frontera común luego de inaugurar obras energéticas binacionales es todo un símbolo. Los ayatolas buscan distender esa frontera, acercarse a Bakú y lograr poner una cuña en la buena relación de los azeríes con Israel. Pero, a la vez, Moscú, que redefinió su relación con Azerbaiyán, no puede permitir la intromisión de un Estado poderoso como la República Islámica. Azerbaiyán ha servido como “algodón entre cristales” entre Rusia e Irán y ahora es aliado de Putin. Controlar el Cáucaso es muy complejo, es “el gran juego”, como decían los británicos hace 150 años, pero este nuevo ajedrez abre otras oportunidades en el conflicto de Medio Oriente.
El Cáucaso no está tan lejos
Existe una amenaza creíble de guerra entre Irán, por un lado, e Israel y Estados Unidos, por el otro. Los riesgos para la administración Biden son inmensos. Putin alienta el conflicto, porque llevaría a Estados Unidos muy al sur de su país, perjudicaría el apoyo de Washington a Ucrania y habilitaría a Moscú a respaldar a nuevos aliados que necesitarían de sus potencialidades militares en la lucha contra Occidente. Así, se abriría la posibilidad de trabajar con Irán en el Cáucaso a través de Azerbaiyán. Rusia e Irán, antioccidentales y “antiatlantistas”, tienen el mismo enemigo, Estados Unidos, y muchos “amigos” en común. Juntos, son una fuerza temible y poderosa. Putin recompondría una parte central de su poder, en particular después del golpe que sufrió en Ucrania, ante la inesperada resistencia y contrataque. Rusia aseguraría su flanco sur y se posicionaría bien para operaciones futuras.
Moscú está vendiendo armas a Irán y los ayatolas abastecen de drones al ejército ruso para sus bombardeos contra las ciudades ucranianas, mientras Israel se prepara para una gran ofensiva a la que Washington se opone. La crisis entre Biden y Netanyahu es otro punto a favor del Kremlin, que tiene una base clave en Siria y que no puede expandir más su hegemonía en el levante por el freno que Tel Aviv y Washington le oponen. La matanza que Israel está ejecutando en Gaza ya tiene demasiados costos morales y políticos como para no poner coto a un Israel desbocado y, al parecer, dispuesto a todo. La actual administración de la Casa Blanca no puede avalar estas acciones rayanas en el genocidio, pero tampoco puede soltarle la mano a su principal aliado que, si se saliera aún más de control, tiene el recurso del único arsenal nuclear de la región. Intentar detener a Israel sigue siendo posible, con un gran costo político y ético, pero romper con el gobierno de extrema derecha de Netanyahu puede llevar a consecuencias tan imprevisibles como graves. El gobierno norteamericano tiene muy pocas opciones y esa situación se traduce en una progresiva pérdida de poder en la zona, de manera que buscar recomponer su hegemonía se ha vuelto una prioridad, pero su aliado principal es un salvavidas de plomo.
Los ataques últimos de Israel, especialmente el asesinato de Ismail Haniya en Teherán, son una provocación tan evidente que ningún gobierno occidental dio su aprobación. El Mosad demostró que puede operar en el corazón mismo del poder iraní, lo que sirvió como ejemplo y advertencia. Para peor, el atentado y la muerte del líder de Hezbollah Fouad Chokr en Beirut atizó un fuego que Estados Unidos no quiere ver crecer. La administración Biden no aspira a librar una guerra contra Irán, pero de no intervenir, Rusia podría convertirse en un poder más importante en Oriente Medio de la mano de los ayatolas. En consecuencia, las alternativas se han vuelto críticas para Estados Unidos: no hacer nada y poner en evidencia su debilidad o entrar en un conflicto muy peligroso.
Las alternativas se han vuelto críticas para Estados Unidos: no hacer nada y poner en evidencia su debilidad o entrar en un conflicto muy peligroso.
Ojalá que no se llegue a este escenario. Pero con un Israel envalentonado y con un Netanyahu ávido de victorias, con Rusia necesitando recomponer algo de su perdida hegemonía, ese sueño jaqueado por su fracaso ucraniano, y con un Irán provocado por Tel Aviv y debilitado por su derrota en Yemen ante Arabia Saudita, está instalando una situación explosiva, o por lo menos de alto riesgo.
Mientras tanto, Arabia Saudita, triunfante en Yemen y después de obligar a Irán a firmar los acuerdos de mutuo reconocimiento y distensión, mira y espera. Los “Tratados de Abraham”, el mejor logro de la diplomacia de Donald Trump en la zona, reconfiguraron varias estrategias. El reconocimiento de Israel por parte de Bahréin y de Emiratos Árabes Unidos fue una forma elegante de iniciar el proceso inevitable que lleve a Arabia Saudita a reconocer a Israel. Desde la firma del acuerdo, tal vez desde antes, la recomposición de las alianzas regionales contra Irán es un secreto a voces, y una de las primeras pruebas fue la colaboración de todos los países del Consejo de Cooperación del Golfo con Tel Aviv cuando los ayatolas enviaron sus drones lentos y evidentes. El alineamiento contra Irán será, por elevación, también contra Rusia.
La casa Saud sabe muy bien que su poder mediador tiene proyección global, porque está sentada sobre el mayor yacimiento petrolero del mundo. Si bien Qatar mantiene una autonomía “molesta” para las apetencias hegemónicas de Riad, puede ser útil a sus intereses, en tanto miembro del Consejo de Cooperación del Golfo. El “libre juego” qatarí puede ser útil, al fin y al cabo, para las estrategias internacionales de los Saud. Por eso, ese “dejar hacer” en ciertos temas y el doble juego de Doha, aliado de Estados Unidos y miembro del cartel monárquico árabe, sigue siendo útil. Un buen ejemplo es el Qatar mediador para lograr el acuerdo entre Estados Unidos y Venezuela que distendió las relaciones, habilitó las elecciones que Maduro manipuló y que derivó en el golpe de Estado y la instalación definitiva del proyecto bolivariano como un régimen. Caracas hoy tiene buenos respaldos y el golpe de Estado fue, también, gracias a que las guerras desde Kiev hasta Gaza, pasando por Bakú y Teherán, jugaron a su favor.
La diplomacia está obligada a hacer su trabajo, y el papel de China en esa parte será central. Si bien sólo tiene acuerdos petroleros con Teherán por 25 años y es cliente preferencial de la petrolera Aramco, su presencia en el levante no es significativa. Quizás por eso puede ser de gran ayuda como mediador a la hora de acordar con urgencia, pues si las guerras se disparan tendremos que eliminar este plural, porque será un solo campo de batalla, desde Irán hasta Ucrania.
Fernando López D’Alesandro es historiador.