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El último censo: somos los que somos

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En un artículo de opinión del diario El País de hace unos días, Francisco Faig califica como “catástrofe” la situación demográfica de nuestro país. No es el único que lo piensa; desde el sistema político ha habido pronunciamientos en ese mismo sentido. Hace unos años publiqué en este mismo medio una nota en relación con la postura de Manini Ríos sobre el tema.

Faig basa su razonamiento en tres motivos: la tendencia migratoria de los uruguayos, particularmente de los más formados; el descenso de la tasa de fecundidad y la inmigración compensatoria de personas supuestamente menos formadas que las uruguayas emigrantes. El autor dispara sobre las agencias de la ONU y contra la demografía académica uruguaya, a quienes califica de “malthusianos”.

No voy a defender aquí al viejo Malthus, cuyas posturas a favor de que los pobres sigan siendo pobres y de que su población se controle por la vía de la miseria resulta irritante desde una óptica actual, aunque muchos que no se reconocen como malthusianos estarían de acuerdo con él. Malthus se equivocaba en su percepción de que la población siempre iba a crecer más rápidamente que los recursos para sostenerla: el impresionante desarrollo de la productividad desde su época hasta hoy lo desmiente radicalmente. Si una gran parte de la población humana no puede acceder a los beneficios de esa abundancia, es por razones de reparto y no de escasez.

Pero no podemos negar que la preocupación de Malthus por el crecimiento poblacional es atendible, quizás no para su tiempo, pero sí para hoy con nuestros ocho mil millones de sapiens pescando, pastoreando, cultivando, extrayendo, fabricando, viajando y transportando como nunca se había visto en nuestro vapuleado planeta. Por algo se habla hoy de “Antropoceno”, como la era en que el principal factor de modificación de la vida sobre la Tierra es la acción humana.

Pero volvamos a los motivos señalados por Faig para hablar de catástrofe demográfica: la primera razón, la emigración de personas con formación de calidad, tiene que ver con nuestra condición como país en la división mundial del trabajo. Los grandes centros de creación de conocimiento y las casas matrices de las grandes empresas no están por estas latitudes. No es de extrañar que quienes pueden ofrecer su mano de obra calificada busquen colocarse donde los reconozcan y los retribuyan mejor.

Salto al tercer motivo porque es la contracara del primero. La inmigración de otros países latinoamericanos, fundamentalmente, ha venido a compensar parcialmente el bajo crecimiento de la población nacional; no veo la razón para considerarlo un motivo de catástrofe, salvo que se lamente que oscurece promedialmente nuestro color de piel y que altera nuestro paisaje lingüístico coloquial. Que está menos formada que los uruguayos que se van, no lo sé... y si así fuera, es entendible, si estuviera más formada, seguiría el mismo camino que los emigrantes nacionales: migrarían hacia el norte y no hacia el sur.

Un apunte relevante: si algo caracteriza a nuestra especie desde sus orígenes africanos es su vocación migratoria. Ya los primeros humanos, que todavía no eran sapiens, atravesaron Eurasia de punta a punta. Neandertales y denisovanos deambularon por ahí y dejaron sus rastros genéticos en buena parte de los humanos modernos que finalmente ocuparon todas las tierras habitables. La pureza racial no existe y el derecho ancestral sobre cualquier territorio no es más que una ilusión o un capricho. Fin de la digresión.

Que nuestras características demográficas sean las que son debería considerarse como una oportunidad y como un desafío, aunque genere dificultades y ponga a prueba nuestra economía. Mucha gente en el mundo podría sentirse atraída por un espacio como este.

Voy al segundo motivo, la baja tasa de fecundidad. La transición demográfica que se produce en el mundo -más rápidamente en el mundo “desarrollado” que en el otro- se caracteriza por una baja de la natalidad, un aumento de la expectativa de vida y una baja de la mortalidad. El mayor crecimiento poblacional actual está en África, que está llegando más tarde a esa transición demográfica.

En pequeña escala, ocurre algo parecido en nuestro país: la población crece más rápidamente en los sectores poblacionales menos favorecidos económicamente. La renuncia a la maternidad/paternidad, la opción por la familia pequeña, el retardo del primer hijo son consecuencias de un cambio cultural relacionado con mayores oportunidades de acceso educativo y de consumo de parte de la población y, particularmente, de las mujeres. ¿Acaso no es un logro el descenso de la maternidad adolescente? ¿O esto también es parte de la catástrofe? Finalmente, el envejecimiento poblacional es consecuencia de mejores condiciones de vida y salud; tampoco parece catastrófico. Que todo esto implica desafíos para la economía y el sistema de seguridad social, claro que sí. Lo importante sería que la economía se adaptara a las necesidades de la población humana y no al revés.

Las gravísimas amenazas a la sostenibilidad de la vida sobre el planeta Tierra no son causadas únicamente porque somos muchos, pero no podemos negar que nuestro éxito reproductivo como especie es un problema para nuestro ambiente. La ralentización del crecimiento poblacional parece ser una buena noticia para la salud de la vida terrestre, aunque no sea suficiente para evitar su posible colapso.

Que nuestras características demográficas sean las que son debería considerarse como una oportunidad y como un desafío, aunque genere dificultades y ponga a prueba nuestra economía. Mucha gente en el mundo podría sentirse atraída por un espacio como este. La inmigración soluciona más rápido que la natalidad el desbalance poblacional.

¿Catástrofes? Sí: gente durmiendo en la calle, hurgando en contenedores de basura, deambulando, con adicciones o enfermedades mentales; muchos otros trabajando por muy poco; precariedad laboral; barrios enteros en pésimas condiciones; muy mal reparto de la riqueza; educación pública muy pobre. En el mundo, hay otras tantas, más graves y peligrosas que las nuestras. No todos vemos las mismas catástrofes.

Rafael Katzenstein es licenciado en Antropología Social y es profesor de Literatura jubilado.

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