Que Israel sea acusado de genocidio reaviva algunas cuestiones filosóficas: ¿cómo el pueblo que sufrió el horror del holocausto puede convertirse en perpetrador de actos genocidas? La respuesta de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal cobra relevancia en este contexto y demanda su revisión.
Durante la Segunda Guerra Mundial el pueblo judío experimentó el horror en su máxima expresión y, a partir de ello, incorporó a su identidad milenaria la premisa del “nunca más”. Sin embargo, algunas décadas después, el Estado de Israel –fundado precisamente sobre esa memoria– perpetra lo que ha sido calificado por organismos internacionales como crímenes de guerra y actos genocidas contra los palestinos de Gaza, desafiando así la narrativa redentora del aprendizaje histórico y generando además otras interrogantes: ¿cuál es el criterio para delimitar quiénes tienen derecho a ser reconocidos como víctimas?, ¿qué es lo que moviliza a los humanos a la hora de aplicar justicia?
La posición de víctima histórica del pueblo judío, además de justa, fue excepcional: otros pueblos, como el armenio, siguen reclamando justicia sin eco en la comunidad internacional. El gobierno turco continúa negando el crimen y, por lo tanto, el derecho a recomponer parte del daño causado y la dignidad de un pueblo. En contraste, Alemania ha reconocido las atrocidades perpetradas y ha dictado leyes para evitar la propagación de la ideología nazi.
Las preguntas que surgen son incómodas: ¿la memoria del Holocausto –legítima y necesaria– puede estar siendo instrumentalizada como escudo moral por ciertos sectores políticos? ¿Haber obtenido esa validación internacional es lo que permite a los gobernantes israelíes construir el relato de que sus acciones bélicas son defensivas?
Gaza y la banalidad del mal
¿Puede la sacralización de la victimización haberse vuelto una forma de thoughtlessness –la misma irreflexión que Arendt identificó en el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann–? El contexto de Gaza, marcado por décadas de ocupación, bloqueo, desplazamientos y ataques de Hamas contra población civil israelí, como el del 7 de octubre de 2023, que desató la subsecuente ofensiva del ejército israelí, han alimentado ciclos de deshumanización. La violencia, aunque asimétrica en su capacidad destructiva, opera en ambas direcciones creando las condiciones para lo que Arendt llamaba thoughtlessness. Ella describió a Eichmann como alguien incapaz de pensar desde la perspectiva del otro.
Ni la memoria de sufrimiento ni el trauma pueden otorgar inmunidad moral para perpetrar nuevos horrores. ¿Es la asimetría de poder lo que produce la asimetría moral?
Hoy, circulan videos de soldados israelíes celebrando la destrucción de infraestructura civil, humillando prisioneros o profanando cadáveres, también las declaraciones de funcionarios que se refieren a los palestinos como “animales humanos”. Así reconocemos las mismas estructuras que han conducido a la deshumanización que habilita lo peor. Por lo tanto, no sólo los líderes o ideólogos, sino también los soldados, funcionarios y quienes justifican los crímenes de guerra operan con la misma lógica burocrática que Arendt identificó en Eichmann.
Las frases hechas ahora habitan otros campos semánticos –los de la seguridad, la defensa y el terrorismo–, pero cumplen la misma función y caen en la misma trampa: no pensar críticamente las acciones propias. De esta manera, la lección más incómoda de Arendt permanece vigente: el mal no requiere monstruos excepcionales, sino personas ordinarias que dejan de pensar. ¿Es relevante si lo que provoca el “dejar de pensar” son prejuicios o actos terroristas? La respuesta acerca del mecanismo de thoughtlessness es que opera independientemente de sus causas. El trauma puede explicar la irreflexión, pero no la justifica cuando produce deshumanización sistemática.
Si la propia victimización histórica es lo que está validando transformarse en victimarios, la espiral del horror no tiene fin. Ya sea por prejuicios arraigados o en respuesta a actos terroristas, la irreflexión que Arendt describió es lo que estaría permitiendo a cualquier grupo justificar la violencia al deshumanizar al otro.
Ni la memoria de sufrimiento ni el trauma pueden otorgar inmunidad moral para perpetrar nuevos horrores. ¿Es la asimetría de poder lo que produce la asimetría moral? La moral del oprimido que reclama justicia muta en la moral del poderoso que define la seguridad. Lo que era crimen cuando se sufría se vuelve defensa cuando se ejerce. El “nunca más” no puede ser selectivo sin traicionarse a sí mismo. La lección fundamental del holocausto fue que cualquier ser humano, bajo ciertas condiciones estructurales, puede volverse cómplice del mal.
La potencia del “nunca más” radica en su universalidad; como noción parcial, es indigna. ¿Existe espacio para un “nunca más” verdaderamente universal, o la trampa de la selectividad moral es inherente a la condición humana?
Santiago Sahagian es estudiante de Antropología de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República.