El desarrollo, entendido como la mejora de la calidad de vida de las personas y la ampliación de las opciones entre las cuales poder elegir la vida que consideran valioso vivir (Amartya Sen), implica la necesidad de poder hacer uso y de reproducir por parte de la sociedad las mejores prácticas de su época (como ha señalado Luis Bértola en su columna “Qué desarrollo es posible y deseable”, en este mismo espacio). En este contexto, las fuentes de energía con las que cuenta una sociedad condicionan –en buena medida– las oportunidades y los logros de sus miembros.
Los últimos 200 años de la historia económica mundial no se pueden explicar sin la difusión de formas de energía moderna que han incrementado de manera extraordinaria la productividad y ofrecieron –potencialmente– la posibilidad de mejorar las condiciones de vida humana. El carbón, primero, luego el petróleo y más tarde la incorporación de la energía hidráulica y el gas natural fueron configurando la matriz energética dominante. Los sucesivos cambios en el mix de energéticos y sus usos por parte de las sociedades humanas han pautado las denominadas “transiciones energéticas”.
Pero dos fenómenos emergentes de ese proceso desafían a la humanidad en el siglo XXI. Por un lado, la quema de combustibles fósiles –que representan más del 75% de la energía primaria consumida a nivel global– tiene impactos ambientales muy negativos, contribuyendo de manera decisiva al calentamiento global –y por tanto al cambio climático– por la emisión de dióxido de carbono a la atmósfera. Por otro lado, los beneficios de la energía moderna se han distribuido de forma muy desigual. Se estima que unos 700 millones de personas no acceden a la electricidad en el mundo y 2.300 millones usan combustibles contaminantes para cocinar.
Esta realidad ha instalado la necesidad de explorar alternativas para descarbonizar la matriz global, como la producción de hidrógeno verde, pero también se impone la necesidad de discutir políticas que enfrenten las tensiones e injusticias emergentes de la desigualdad en el acceso. Eso se traduce en la importancia de pensar las transiciones energéticas en curso como transiciones justas ambiental y socialmente hablando, para ponerlas al servicio del desarrollo humano.
Uruguay: ¿de dónde venimos y dónde estamos?
El carbón primero y el petróleo después contribuyeron a la fosilización de la matriz energética uruguaya y, dada la ausencia de estos energéticos en el país, se gestó una creciente dependencia energética. Los combustibles fósiles (fundamentalmente el petróleo) daban cuenta del 70-75% de la oferta de energía primaria en el país entre las décadas de 1950 y 1970 y esto implicó la utilización de entre el 10% y el 15% de las divisas obtenidas por las exportaciones para solventar su compra. Pero también es importante señalar que este fenómeno estuvo asociado a las mejoras en el acceso a la energía de la población (queroseno, supergás, electricidad), el desarrollo del sector industrial y el transporte.
Aunque desde 1950 se incorporó la energía hidráulica para la generación eléctrica (Rincón del Bonete y Baygorria), la irregular hidraulicidad y la no sustituibilidad de los derivados del petróleo en algunos sectores no lograron mitigar la dependencia energética. Hubo que esperar a las alertas generadas por las crisis petroleras de los años 70 para que las centrales hidroeléctricas de Salto Grande y Palmar movieran la aguja de la dependencia y que esta cayera en el entorno de 10 o 15 puntos porcentuales.
Es importante pensar las transiciones energéticas en curso como transiciones justas ambiental y socialmente hablando, para ponerlas al servicio del desarrollo humano.
No obstante ello, en la primera década del siglo XXI, el 60% de la energía primaria consumida en el país seguía teniendo como fuente el petróleo importado. La suba de los precios internacionales de este energético y la dependencia de la irregular oferta hidráulica, en un contexto de desarrollo de las energías renovables no convencionales (especialmente la eólica) y la oportunidad ofrecida por megainversiones en celulosa que utilizaban la biomasa para generación de energía, fueron factores que se conjugaron para una nueva transición energética que ha permitido al país reducir la dependencia energética, ubicándose la energía importada en el entorno del 40% de la energía primaria consumida. La incorporación de la energía eólica y, en menor medida, la solar ha permitido que la electricidad generada en el país provenga en aproximadamente 98% de fuentes limpias.
La dinámica con la que se han producido en el país las transiciones mencionadas depende de los recursos naturales, pero también de la interacción entre factores económicos, sociales, tecnológicos y políticos, porque –en última instancia– la matriz energética es una construcción social. El Estado uruguayo asumió ya en las primeras décadas del siglo XX un rol rector, promotor, pero también como actor en el sector, y esta impronta se ha mantenido hasta el presente. La existencia de empresas públicas energéticas, las Usinas Eléctricas del Estado (hoy UTE) en 1912 y la Administración Nacional de Combustibles Alcohol y Pórtland (Ancap) en 1931, es una manifestación de la idea de que la energía es un bien o servicio público que debe satisfacer las necesidades de la producción y el bienestar de la población y que corresponde al Estado cumplir con estos cometidos.
Puede decirse que la política energética 2005-2030, que contó en su momento con el apoyo de todos los partidos políticos con representación parlamentaria, incorporó de manera expresa una estrategia para enfrentar los desafíos de una transición energética justa. Allí se definía que “el objetivo central de la política energética es la satisfacción de todas las necesidades energéticas nacionales, a costos que resulten adecuados para todos los sectores sociales y que aporten competitividad al país, promoviendo hábitos saludables de consumo energético, procurando la independencia energética del país en un marco de integración regional, mediante políticas sustentables tanto desde el punto de vista económico como medioambiental, utilizando la política energética como un instrumento para desarrollar capacidades productivas y promover la integración social”.
Desde la Dirección Nacional de Energía del Ministerio de Industria, Energía y Minería se ha anunciado una serie de acciones para revisar la política energética con un horizonte 2050; asimismo, el anuncio de inversiones en hidrógeno verde instala discusiones y debates sobre el para qué y el cómo. Formular este tipo de preguntas puede ser un buen punto de partida.
Reto Bertoni es doctor en Ciencias Sociales y profesor titular del Programa de Historia Económica y Social de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.