Gurises:
Hoy termina el año lectivo y muchos de aquí concluyen —además— su carrera universitaria.
Me cuesta hablar en primera persona. Como decía la intelectual argentina Beatriz Sarlo, es algo que se tiene que ganar. En esta ocasión me permito desacreditarla brevemente —por más que eso me pese— porque creo que el mensaje vale la pena. Se trata de una experiencia personal, sí, pero seguramente varios colegas estén transitando por la misma situación.
Resulta que empecé a dar clases en la Universidad Católica en 2022, al otro año de haberme recibido de licenciado en Comunicación. Primero como ayudante y, desde 2023, al frente de los grupos que vendrían. Hablo sobre estos detalles para marcar que mi aún corta experiencia en la docencia ha estado marcada, fundamentalmente, por el ascenso exponencial de la inteligencia artificial generativa (IA). Una tecnología que particularmente impacta en el curso que llevo adelante desde hace poco más de dos años: Escribir y leer en la Universidad. Se trata de una electiva donde recibo a estudiantes, que, al igual que ustedes, vienen desde todas las carreras y de todos los años. Desde Medicina hasta Empresas, Derecho, Ingeniería, Comunicación...
El aula se vuelve un espacio de disputa que utiliza la escritura y la lectura para conectar estudiantes de diversas formaciones, orígenes y perspectivas. Nos hemos dado el lujo de leer a la ya mencionada Beatriz Sarlo, a Leila Guerriero, a Ida Vitale. Y la segunda parte del semestre la dedicamos a la escritura académica —uno de los tipos de textos más rígidos— y lo que ella implica para la investigación.
Debo decirles que en el último tiempo me ha sorprendido el vertiginoso crecimiento de dos aspectos básicos para desarrollar y fortalecer la lectoescritura. Uno es la disminución de la atención, lo que empantana la interpretación de textos relativamente fáciles. El otro refiere a la tendencia a usar, para cualquier cosa, aunque sea un detalle, ChatGPT o cualquier otra plataforma de IA (cuyas consignas o prompts son, en líneas muy generales, demasiado rudimentarios).
No estoy en contra de la IA. Todo lo contrario. Es una nueva herramienta, como cualquier otra, que —aunque no sabemos cuánto más con esta intensidad— llegó para quedarse. Es más: desde la UCU la abrazamos con fuerza, la integramos al trabajo diario, la aprovechamos, experimentamos con ella.
Poner en jaque la lectoescrltura en una sociedad plagada de información —mucha de ella basura—, con redes sociales y sus cámaras de eco, en la que regalamos nuestros datos, es el equivalente a estar en una cornisa y dar un paso adelante.
Sin embargo, hay un elemento de esta coyuntura que me preocupa particularmente: la pérdida de la noción de que la lectura y la escritura son insumos imprescindibles para la reflexión. Cuando uno lee y escribe, piensa. Explora y organiza ideas, las compara, las pone en tensión con otras, se da cuenta de que se puede explayar un concepto o, incluso, se puede contrastar con otro.
Poner en jaque la lectoescritura en una sociedad plagada de información —mucha de ella basura—, con redes sociales y sus cámaras de eco, en la que regalamos nuestros datos, es el equivalente a estar en una cornisa y dar un paso adelante, en vez de para atrás, incluso cuando nuestra preocupación sea no caer hacia el abismo.
La receta para hacer frente a esto es, creo, ser conscientes —y críticos— con el momento histórico en el que vivimos y, como mencioné antes, usar la IA como herramienta, como una más. Así como —y salvando todas las distancias— a lo largo del tiempo hemos incorporado el lápiz, la máquina de escribir o la computadora. Para eso hay que leer mucho y diferentes cosas (aun con las que uno discrepa), criticar, desconfiar, contrastar, verificar las fuentes de donde leemos. Todo con humildad y de forma constructiva para militar en contra de los ambientes hostiles, que hoy parecen estar en auge.
Otro de los factores neurálgicos en este contexto es no perder la perspectiva de que, como universitarios, somos una élite. Piensen que alrededor del 60% de los chiquilines son los que completan la educación secundaria en Uruguay. De esta porción, solo algunos están en condiciones materiales de empezar la universidad y otros menos son los que se gradúan. Como consecuencia, muchos jóvenes uruguayos, hijos de esta realidad, están condenados a los trabajos precarizados y, por ende, a la marginalidad.
Como estudiantes, esto nos lleva a tener una responsabilidad inquebrantable que debemos reforzar, después, en el campo profesional cuando salgamos a jugar a la cancha, con las personas que curaremos, los clientes a los que representaremos, los compañeros en las organizaciones que integraremos y las audiencias a las que les hablaremos. Debemos ser conscientes de esta situación no solo por nosotros mismos, sino también para intentar mejorar la vida de los que no tuvieron la oportunidad de continuar con su formación. Cargamos con esa responsabilidad histórica.
Porque el que lee vive muchas vidas y cuenta con más perspectivas a la hora de analizar, decidir y hacer. Tal como dice la frase que se le atribuye a Umberto Eco: “Quien no lee, a los 70 años habrá vivido una sola vida, ¡la propia! Quien lee habrá vivido 5.000 años: estaba cuando Caín mató a Abel, cuando Renzo se casó con Lucía, cuando Leopardi admiraba el infinito... porque la lectura es la inmortalidad hacia atrás”. Del mismo modo, y a la rioplatense, podemos decir que el que lee se habrá perdido y reencontrado en los laberintos de Borges, habrá estado en Santa María presenciando el regreso de Larsen y se habrá exaltado, apasionado, con los (des)amores de Idea. Leer es expandir la propia vida. Y una cosa implica la otra: leer, pensar, vivir.
Bernardo Lapasta es comunicador, periodista y docente de escritura en la Universidad Católica del Uruguay.