Hubo un tiempo –no tan lejano– en que la pareja parecía explicarse sola: convivencia, monogamia, proyecto compartido, rituales cotidianos. Bastaba cumplir con ciertos pasos, como quien avanza en una lista de control, para obtener el certificado emocional de haber llegado a destino. Pero algo se quebró. O quizás simplemente se transformó.
Hoy hay quienes se aman sin convivir, quienes conviven sin amar, quienes desean sin exclusividad o construyen vínculos sin horizonte de futuro. También están quienes no saben si quieren una pareja… pero no pueden dejar de buscarla. Las combinaciones son múltiples y escapan al algoritmo con el que solíamos ordenar la vida afectiva.
No es una generación confundida ni una crisis de valores. Es algo más profundo: los moldes antiguos ya no alcanzan para contener las formas actuales del deseo. Y cuando el deseo queda por fuera del molde, no desaparece: se vuelve síntoma, pregunta, incomodidad.
En la clínica –y en la vida cotidiana– esto se vuelve evidente. Vínculos sin nombre que insisten en existir. Encuentros que no se ajustan a ninguna etiqueta, pero dejan huella. Relatos amorosos que oscilan entre la necesidad de contención y el temor a la pérdida de autonomía. Formas nuevas que aún no tienen lenguaje, pero ya tienen cuerpo.
Lo verdaderamente interesante no es que los viejos parámetros estén perdiendo vigencia. Lo interesante –y también lo incómodo– es constatar cuánto sufrimiento genera el intento de seguir exigiéndolos.
Los moldes antiguos ya no alcanzan para contener las formas actuales del deseo. Y cuando el deseo queda por fuera del molde, no desaparece: se vuelve síntoma, pregunta, incomodidad.
El malestar no proviene de la incertidumbre, sino del intento de encajar la experiencia en una norma que ya no se sostiene. Persistimos en buscar explicaciones simples a fenómenos complejos, a veces en nombre del amor. Pero desear –de verdad– nunca fue simple ni estable.
Entonces, ¿qué hacer cuando el guion heredado ya no sirve? ¿Cuando el amor aparece, pero no promete, no garantiza, no tranquiliza? ¿Cuando el otro nos conmueve, pero no responde a ninguna de nuestras coordenadas familiares?
Quizás haya que empezar por aceptar que las certezas –esa especie en extinción– no son la única forma de sostén. Y que hay algo vital en el desconcierto, en esa intemperie donde el deseo puede hablar sin ser censurado.
La pregunta ya no es qué es una pareja. La pregunta, hoy, podría ser: ¿qué formas nuevas de amar estamos dispuestos a habitar, sin mapas, sin reglas, sin certezas, pero con deseo?
Sandra Borges Conde es licenciada en Psicología y magíster en Psicoterapia Psicoanalítica.