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De la trinchera al dron: un viaje por las formas de representar la guerra

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Las imágenes que llegan desde Gaza vuelven a recordarnos que la guerra no sólo se libra en el frente, sino también en la manera en que se cuenta y se presenta. Desde las pinturas rupestres hasta los memes en redes sociales, cada conflicto ha sido también una disputa por el relato: por quién mira, quién muestra y quién logra imponer su versión. Este recorrido indaga en las representaciones visuales de la guerra a lo largo del tiempo, desde el cine hasta la era digital, donde las redes sociales amplifican (o distorsionan) el campo de batalla simbólico.

El teniente coronel Kilgore ordena un ataque aéreo contra una aldea vietnamita al ritmo de la “Cabalgata de las valquirias” de Wagner. Los helicópteros descienden, las explosiones arrasan el paisaje y la música épica envuelve la destrucción con un aire casi sublime. Lo que debería ser un acto brutal se transforma, en la pantalla, en un espectáculo estético. Se subraya así la paradoja: la guerra como espectáculo visual y sonoro, donde la violencia se vuelve seductora y repulsiva al mismo tiempo. Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), inspirada en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, retrata la guerra de Vietnam no como un enfrentamiento geopolítico, sino como un descenso a los infiernos morales de la violencia moderna.

La escena funciona como metáfora de todo el film: la guerra no sólo destruye cuerpos, sino que arrastra a los espectadores hacia una reflexión sobre la fascinación y la repulsión. Ese cruce entre memoria y debate moral es lo que hace del cine bélico un género clave para pensar cómo las sociedades recuerdan y discuten sus guerras.

Estas películas funcionan como un espacio de memoria colectiva y, al mismo tiempo, como un terreno de debate moral. A través de sus imágenes, nos permite reconstruir el clima de una época, comprender cómo se justificaron los conflictos y, sobre todo, cuestionar sus costos. El cine no sólo narra batallas, sino que se convierte en un espejo de dilemas éticos: ¿qué significa obedecer órdenes?, ¿qué queda del individuo en medio de la maquinaria bélica?, ¿cuál es el límite de la destrucción?

Las imágenes que llegan desde Gaza, fragmentadas, urgentes, compartidas millones de veces, devuelven una pregunta antigua: ¿cómo se representa la guerra? Entre la inmediatez del dolor y la estética de la catástrofe, el conflicto vuelve a ser, también, un espectáculo visual que se ha desplazado a las pantallas cotidianas. Desde Gaza se nos propone un nuevo tipo de relato: sin montaje, sin mediación, pero no sin intención. Nuestro viaje propone recorrer las formas en que la guerra se ha contado, y se sigue contando, desde los mitos heroicos hasta la instantaneidad digital.

Antes de partir: la inseparabilidad de la guerra y la visión

Paul Virilio, en su libro Guerra y cine (1984), entiende que la guerra y el cine no son dos campos que ocasionalmente se cruzan, sino que comparten un mismo origen y una misma lógica: “la logística de la percepción”. La guerra es, ante todo, una “guerra de la mirada”, un esfuerzo por ver primero, ver mejor y, en última instancia, aniquilar la capacidad de ver del enemigo.

Virilio argumenta que las tecnologías ópticas y cinematográficas (como el cronofotógrafo de Etienne-Jules Marey) no nacieron sólo por un afán de entretenimiento, sino impulsadas por la necesidad militar de analizar el movimiento para mejorar la puntería, entender los desplazamientos de tropas y, posteriormente, para el reconocimiento aéreo. La cámara es, en esencia, un arma de control.

Esto invierte la relación habitual. No es que el cine “represente” la guerra, sino que la guerra es la que engendró la lógica visual del cine. Toda representación cinematográfica de la guerra lleva en su ADN una herencia militar.

Primera parada: la era del relato heroico y la claridad moral

El siglo de los medios de masas transformó la guerra en un espectáculo global. Su misión ya no era sólo vencer al enemigo, sino también conquistar las miradas: moldear la opinión pública, legitimar causas, exhibir el horror con una gramática moral precisa. En esa época, el cine fue la gran “máquina de visión” del Estado-nación: un dispositivo que unificó percepciones, fabricó héroes y ofreció una épica coherente para tiempos de caos. Propaganda en su forma más pura y, a la vez, un espejo de la conciencia colectiva.

El cine de la Segunda Guerra Mundial constituye hoy una memoria audiovisual que revela cómo Occidente quiso narrar y recordar su conflicto fundacional. Aquellas películas evolucionaron desde la exaltación patriótica hacia la introspección crítica: del triunfo al trauma, de la certeza moral al desconcierto. En esa transición, el género bélico osciló entre el espectáculo y el deber ético: entretuvo primero, educó después y, finalmente, conmemoró.

En los años 40 y 50, cuando las ruinas aún humeaban, la pantalla se convirtió en un frente más de batalla. Hollywood y otros cines nacionales tejieron relatos que celebraban la unidad y la victoria. Con imágenes y narraciones claras, dibujaban la frontera entre “nosotros” y “ellos”. El enemigo, deshumanizado; el soldado, el héroe y el sacrificio. En esa claridad moral se afirmaba una necesidad política: ofrecer sentido a la violencia, consuelo al dolor y una narrativa que hiciera soportable la destrucción. Fue la época en que el cine no sólo mostró la guerra: la justificó.

Segunda parada: del desencanto al trauma

El panorama comenzó a virar en los años 60 y 70, cuando la sombra de Vietnam alimentó una mirada más ambivalente. El cine ya no podía sostener con la misma inocencia los relatos gloriosos: emergieron representaciones más incómodas, donde la guerra se pensaba en clave de contradicción.

El antibelicismo abre paso a otra sensibilidad: la guerra deja de ser epopeya para revelarse como infierno absurdo y caótico. El foco se desplaza al sobreviviente, del sacrificio al daño. La pregunta ya no es “¿cómo ganamos?” sino “¿cómo sobrevivo a esto?”. El enemigo es el propio sistema. La crítica se dirige hacia los mandos militares incompetentes, la maquinaria política, la obediencia ciega. La línea entre el “bien” y el “mal” se difumina hasta desaparecer. La cultura popular se convierte en un espejo de la fractura social y en un mecanismo de catarsis para procesar la herida nacional.

El ciclo posterior, entre los 90 y los 2000, apostó por el hiperrealismo y la memoria. Saving Private Ryan (Steven Spielberg, 1998) marcó un punto de inflexión: ya no se trataba sólo de contar la guerra, había que sentirla. La crudeza visual buscaba transmitir la experiencia sensorial del horror.

El operador de un dron en Nevada y el espectador frente a su teléfono comparten una misma condición: son consumidores de una guerra convertida en imagen, una experiencia estéril, vaciada de toda sensación real.

Estamos en el desembarco de Normandía (Día D, 1944) en Omaha Beach. La cámara sigue al soldado James Ryan y a su escuadrón mientras avanzan bajo fuego enemigo: metralla, explosiones, cuerpos cayendo, barro, olas rojas de sangre mezcladas con arena. Cámara en mano y enfoque cercano, estamos dentro del conflicto. El sonido es caótico: disparos, gritos, bombas; no hay banda sonora que suavice el impacto.

La escena obliga al espectador a experimentar la confusión, el miedo y la fragilidad del cuerpo humano en la guerra. No hay héroes individuales glorificados: los soldados aparecen vulnerables, desorganizados, improvisando decisiones de vida o muerte. Spielberg busca crear un registro de trauma colectivo, más que un relato de heroísmo. La cámara en primera persona convierte la batalla en memoria vivencial: el espectador no observa la guerra, la padece.

La secuencia rompe la narrativa tradicional del cine bélico: no hay música épica que marque victoria; la muerte es súbita, arbitraria y frecuente, lo cual subraya la moralidad ambigua de la guerra, donde la valentía no garantiza supervivencia. Sin embargo, en ese intento de verdad, reaparece una paradoja: incluso la guerra más brutal puede buscar, todavía, un sentido moral. La “guerra necesaria” como último refugio de certidumbre en un mundo donde ya nada parece claro.

En el siglo XXI, las representaciones se diversificaron aún más, combinando estilos y registros. La pregunta ya no era sólo cómo narrar la guerra, sino cómo narrar lo que, en el fondo, se considera irrepresentable: la barbarie. El cine contemporáneo se volvió, en ese sentido, también un ensayo sobre sus propios límites de representación.

Tercera parada: las guerras del desapego

A fines del siglo XX y principios del XXI, la televisión y luego las redes sociales transformaron la guerra en consumo-en-tiempo-real. Y luego la cultura digital la convirtió en una simulación lúdica: “gamificación” militar.

A diferencia del cine, que propone una narración cerrada, el videojuego bélico abre una narrativa interactiva y performativa: el jugador encarna al soldado, decide movimientos, dispara, sobrevive. Esto convierte la guerra en relato en primera persona. Por ejemplo, Call of Duty: Modern Warfare incluye escenas en las que el jugador es forzado a atravesar espacios civiles bombardeados, obligándolo a ver la destrucción desde dentro.

Se apuesta a un realismo técnico: armas detalladas, paisajes urbanos destruidos, gritos, explosiones. Pero este realismo está al servicio de la inmersión lúdica, no necesariamente de la reflexión crítica. Mientras Apocalypse Now buscaba mostrar el sinsentido del conflicto, CoD pone énfasis en la adrenalina de la acción. Se reproducen narrativas occidentales y promilitares: el soldado estadounidense como héroe, el “enemigo” como figura difusa (terrorista, insurgente). Esto normaliza la estética y la jerga militar, pero despoja al conflicto de sus consecuencias reales, creando una generación que “conoce” la guerra a través de un simulacro.

Entiende Virilio que la logística de la percepción se ha vuelto total. Los soldados son como peones en un laberinto. Se muestran conflictos sin frentes definidos, donde el enemigo es invisible y cualquiera puede ser una amenaza. La tensión es constante y paranoica. El Pentágono o el Kremlin ya no controlan la narrativa. Videos de soldados en Tiktok, testimonios en directo desde zonas de conflicto y la propaganda de los propios grupos insurgentes crean un ecosistema de información fragmentado y caótico.

La representación de la guerra ha pasado de la epopeya nacional (SGM) a la pesadilla personal (Vietnam) y ahora a la simulación mediática. Si en el pasado el cine nos mostraba por qué luchar y luego por qué horrorizarnos de la lucha, las pantallas de hoy nos muestran una guerra tan distante, tecnificada y confusa que nos estamos volviendo inmunes a ella.

La guerra abandona el terreno de lo visible. Los ejércitos se convierten en destellos anónimos o en un rastro de píxeles. La pantalla, con su flujo de imágenes “en vivo”, absorbe y suplanta la realidad del campo de batalla. Es la etapa última de la deshumanización: el conflicto accesible en un clic. La muerte se transforma en algo abstracto, un dato más. Así, el operador de un dron en Nevada y el espectador frente a su teléfono comparten una misma condición: son consumidores de una guerra convertida en imagen, una experiencia estéril, vaciada de toda sensación real: del sonido, del olor, del peligro y de cualquier vestigio de drama humano.

Última parada: la guerra en la era de la imagen infinita

Ya no hay distancia entre el frente y la pantalla: drones, cámaras corporales y móviles convierten el conflicto en una corriente continua de imágenes que circulan, se editan y se viralizan. Las máquinas de visión combaten y narran al mismo tiempo, mientras una audiencia global asiste, a veces horrorizada, a veces distraída, a la transmisión en directo del sufrimiento.

En esta era, la representación ya no sigue a la guerra: la guerra es la representación. Lo bélico se ha vuelto un lenguaje que se ejecuta para ser visto, medido y compartido. Sin embargo, entre tanto flujo visual, algo imprevisto persiste: las imágenes de Gaza han vuelto a sacudir la aparente anestesia del mundo. Han provocado manifestaciones, boicots, debates y rupturas políticas. Nos recuerdan que incluso en la saturación mediática hay imágenes que aún logran interpelar, que perforan la pantalla y devuelven el gesto más antiguo de la mirada: el de no poder apartarla.

Quizás el viaje no cierre aquí, sino que se abra con una pregunta: si la guerra ya se libra en la esfera de la percepción, ¿qué significa mirar hoy?

Mónica Stillo Mello es docente en Comunicación, Cultura y Medios.

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