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Ilustración: Ramiro Alonso

Educar para convivir, convivir para educar

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El entramado de personas, colectivos, instituciones y prácticas que llamamos “educación pública” está atravesado por tensiones históricas. Dos de esas zonas de conflicto cobraron visibilidad casi simultánea por estos días: mientras se está negociando la ley de presupuesto en el Parlamento, ocurrieron los ataques en una escuela de Montevideo. En uno y otro ámbito –el de la interacción entre gremios y gobierno, y el de la interacción cotidiana de los protagonistas del sistema educativo– existen reclamos y dificultades de larga data.

Las demandas de trabajadores y usuarios de la educación pública han tenido una presencia constante desde que se volvió a permitir expresarlas al finalizar la dictadura. La natural afinidad entre gremios e izquierda comenzó a desgastarse cuando el Frente Amplio asumió la responsabilidad del gobierno nacional en 2005. Los motivos son complejos y varios de ellos son abordados en el estudio “Los conflictos por la educación en el Uruguay progresista. Organizaciones, demandas, repertorios y relaciones”, de Sabrina Martínez y Marina Fry, así como en el artículo de Natalia Uval que acompaña esta edición. Si se quiere contar esa historia como la de una ruptura, su hito serían los sucesos de 2015: huelga docente, decreto de esencialidad de la educación por parte del presidente Tabaré Vázquez, ocupación estudiantil y desalojo violento de la sede del Consejo Directivo Central.

Tras el fin de ese primer ciclo progresista, llegó un gobierno doctrinariamente distante de los servicios estatales y especialmente hostil con la educación. Hubo intentos, durante la pandemia y también después, de criminalizar las protestas, entre otras medidas tendientes a “disciplinar” a estudiantes, docentes y familias ligadas a la enseñanza secundaria. A las antiguas frustraciones por falta de avances debió sumársele el descontento por los retrocesos en la presidencia de Luis Lacalle Pou.

En todo este período, además, las demandas se han ido refinando. Reducirlas a lo presupuestal es simplificarlas –y restringirlas a lo salarial es una estrategia de quienes se oponen a la jerarquización de la educación pública–, pero, de todos modos, la progresión de las cifras que sintetizan los reclamos como porcentaje del producto interno bruto da una idea de la cantidad de factores y sectores que se han sumado a las iniciativas de los gremios de la educación.

En paralelo a esta historia de lucha y desencuentros corre la de la vida diaria compartida en los centros educativos. Las agresiones a maestras –y sus consiguientes paros de actividades– son la punta de un iceberg que contiene multitud de dificultades de relacionamiento. El extremo, en esta narrativa, se tocó la semana pasada, cuando un grupo de adultos ingresó a la escuela 123 para agredir a alumnos y docentes.

El incidente se inscribe en una problemática que excede largamente al ámbito educacional. Resulta significativo que, entre las innovaciones en seguridad ensayadas en estas décadas, se hayan reparticiones especializadas en temas de convivencia en distintos niveles.

En estos días, trabajadores y gobernantes deben llegar a un acuerdo que contemple necesidades y posibilidades tanto en asuntos presupuestales como en cuestiones de relacionamiento en los centros educativos, que serán a su vez determinadas por la disponibilidad de recursos materiales. Ni unos ni otros pueden acusarse mutuamente de indiferencia o mala fe, y sería deseable, por el bien de las negociaciones, que su relación también sintonice con los objetivos de una mejor convivencia.

Aquello a lo que arriben incidirá no sólo en el funcionamiento de escuelas, liceos y universidades, sino también en la idea de la educación pública que tiene la ciudadanía en condiciones de optar por ella independientemente de factores económicos. Es clave, para combatir la segregación y la desigualdad, recuperar a las instituciones de educación pública como lugares de integración.

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