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La profecía de Bonhoeffer: cuando la estupidez se vuelve algoritmo

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En 1943, desde su celda en la prisión nazi de Tegel, el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer escribió una de las reflexiones más lúcidas sobre un fenómeno que hoy reconocemos perfectamente en nuestras pantallas. No hablaba de malvados ni de criminales, sino de algo que consideraba mucho más peligroso: la estupidez como fenómeno social organizado y creciente.

Bonhoeffer no era un intelectual encerrado en su torre de marfil, todo lo contrario: era un pastor luterano que había visto cómo una sociedad aparentemente culta y sofisticada se transformaba en una máquina de destrucción, no por maldad pura, sino por algo más sutil y devastador: la renuncia voluntaria al pensamiento crítico. Su diagnóstico, formulado en medio del horror nazi, resulta muy adecuado para entender lo que está pasando en nuestro ecosistema digital contemporáneo.

"La estupidez es un enemigo más peligroso del bien que la maldad. Uno puede protestar contra la maldad, puede desenmascararla o prevenirla por la fuerza... No hay defensa contra la estupidez. Ni las protestas ni la fuerza son de utilidad alguna contra ella, y nunca es susceptible a la razón. Si los hechos contradicen prejuicios personales, no hay necesidad de creerlos, y si son innegables, simplemente pueden dejarse de lado como excepciones".

Bonhoeffer hace una distinción que hoy vemos todos los días en las redes: la estupidez no es falta de inteligencia, sino defecto moral. "Hay hombres de gran intelecto que son necios", escribía, "y hombres de bajo intelecto que son todo menos necios".

No hablaba de mero coeficiente intelectual, sino de otra cosa: de gente que somete su propio juicio a lo que el grupo aprueba, para no cargar con la responsabilidad de pensar por sí misma. Y eso es algo que tenemos que entender desde el principio; no hay nada que nos deshumanice más que renunciar a la agencia, al uso y al derecho de la propia voluntad. Cuando nos la roban es esclavitud, pero si la regalamos es estupidez. Esto conecta directo con lo que llamo "estupidez algorítmica circular": gente inteligente que renuncia sistemáticamente a usar su inteligencia porque los algoritmos premian la ignorancia sobre el aprendizaje, la conformidad sobre la originalidad, el exabrupto inmediato sobre la reflexión pausada.

Los algoritmos han descubierto una gran verdad en la intuición de Bonhoeffer: existe una estupidez que no viene de limitaciones cognitivas, sino de necesidades psicológicas. Nuestro sistema mental solamente opera en un sistema de significados compartido y por eso requiere (y anhela) validación tribal, pertenencia grupal. Eso le permite garantizarse esa sensación de superioridad moral que te da compartir las opiniones correctas del momento. Se vuelve adictiva porque satisface necesidades emocionales que el pensamiento riguroso nunca va a satisfacer. La verdad solamente es una gratificación del pensamiento crítico, y esa cualidad no es una que se cultive en las tribus digitales: por diseño.

Giancarlo Livraghi, un estudioso italiano de la comunicación, identificó un tipo de estupidez particular: la terquedad que se niega a aprender incluso cuando la evidencia empírica la contradice. Los algoritmos tomaron esa terquedad natural y la reforzaron químicamente. Cada vez que alguien se aferra a sus prejuicios y recibe su dosis de validación tribal —un "me gusta", un comentario de apoyo— su cerebro experimenta una descarga de dopamina. Repetido en el tiempo, se desarrolla una adicción neurológica a tener razón sin necesidad de evidencia, a sentirse moralmente superior sin costo intelectual. Los algoritmos han industrializado la estupidez y la convirtieron en el producto más rentable del ecosistema digital. Ya hemos escrito sobre esto en varias columnas.

Bonhoeffer había observado que "cualquier revolución violenta, ya sea política o religiosa, produce un estallido de estupidez en gran parte de la humanidad". La revolución digital contemporánea no es excepción, sino confirmación empírica de esta regla histórica. Hemos construido la primera civilización que decidió conscientemente renunciar a la lógica aristotélica como herramienta de navegación intelectual, creando lo que Darwin Desbocatti denomina "realidad cuántica": un espacio donde las ideas pueden ser verdaderas y falsas simultáneamente según convenga al prejuicio en el momento.

Esa "realidad cuántica" no es metáfora. Es descripción literal de cómo funcionan las plataformas: sistemas que hacen colapsar la realidad según criterios comerciales, no de verdad. Los algoritmos son ciegos morales. No distinguen verdad de mentira, sólo miden intensidad emocional. Un usuario enfurecido por una mentira y otro inspirado por una verdad producen la misma cosecha de dopamina. Para la máquina son intercambiables. Y lo peor: a ninguno le importa la verdad porque están presos de sus propios sistemas de significado. Max Weber lo intuyó hace más de un siglo: necesitamos que las cosas tengan sentido para funcionar, pero esos marcos de significado terminan siendo jaulas. Los algoritmos simplemente industrializaron y monetizaron esas jaulas. Convirtieron nuestra necesidad de coherencia narrativa en el producto más rentable del capitalismo digital.

Los algoritmos han industrializado la estupidez y la convirtieron en el producto más rentable del ecosistema digital.

El algoritmo se sirve a sí mismo: debe maximizar el tráfico y para eso necesita el conflicto.

Veamos el caso reciente de la BBC. En noviembre de 2024, el programa Panorama editó un discurso de Donald Trump juntando dos fragmentos separados por más de 50 minutos para crear la impresión de que estaba incitando explícitamente a los disturbios del Capitolio. Lo que Trump dijo sobre que se debía "luchar contra la corrupción electoral" se montó junto a su llamado a "marchar hacia el Capitolio", creando un contexto falso que motivó una denuncia multimillonaria por parte del presidente de Estados Unidos.

El escándalo causó la renuncia del director general Tim Davie y la jefa de noticias Deborah Turness, que, por supuesto, renunciaron por haber sido expuestos, no por estar convencidos de haber pervertido su profesión.

Días después, otro escándalo: un documental sobre Gaza narrado por un niño de 13 años que resultó ser hijo de un alto funcionario de Hamas, organización terrorista proscripta por Reino Unido. La BBC declaró que "no fue informada" por la productora independiente de este detalle "menor".

Dos casos en una semana muestran lo mismo: los operadores de la BBC no son estúpidos. Son estrategas políticos sofisticados que capitalizan en su beneficio y el de su agenda política (porque es claro que tienen una agenda) la estupidez de las audiencias. Saben exactamente qué están haciendo cuando editan un discurso o cuando "olvidan" mencionar que su narrador infantil es hijo de un funcionario terrorista.

Lo que buscan no es verdad, sino clics, y saben perfectamente que el público algorítmicamente condicionado hará clic en contenido emocionalmente intenso sin verificar contextos ni cuestionar narrativas. La estupidez algorítmica circular no está en los productores, sino en las audiencias que consumen este contenido sin activar su pensamiento crítico. Los operadores mediáticos simplemente han aprendido a explotar industrialmente esa vulnerabilidad cognitiva para maximizar tráfico y, por ende, poder político.

Bonhoeffer lo habría reconocido: no es estupidez por falta de inteligencia, sino renuncia voluntaria al juicio crítico para obtener validación de la tribu correcta. Robert Sternberg tiene un nombre para esto: "personas funcionalmente estúpidas". Individuos con alta capacidad cognitiva que perdieron la capacidad de aplicarla por su dependencia de la validación inmediata. La inteligencia se atrofia por desuso. Queda subordinada a mecanismos de recompensa que premian velocidad sobre calidad de análisis.

Es un círculo vicioso. Los usuarios que generan más engagement no son los más inteligentes, sino los más eficientes en activar respuestas emocionales inmediatas. Selección artificial inversa. Sobreviven los más adaptados algorítmicamente, no los más aptos intelectualmente.

La paradoja de nuestro tiempo: somos la primera generación con acceso a más información que cualquier emperador o filósofo del pasado, pero incapaces de convertir esa información en conocimiento. Sabemos más datos, pero entendemos menos. Tenemos más opiniones, pero menos criterio.

Bonhoeffer, escribiendo sobre el fascismo, no pudo anticipar su manifestación digital, pero su diagnóstico se revela profético: cuando las sociedades renuncian sistemáticamente al pensamiento crítico, cuando convierten la validación tribal en criterio de verdad, cuando instrumentalizan la inteligencia para evitar la responsabilidad del juicio independiente, crean las condiciones para su propia destrucción intelectual.

La pregunta que nos deja Bonhoeffer desde su celda nazi: ¿seremos capaces de reconocer la estupidez algorítmica antes de que nos devore? ¿O preferiremos la comodidad de la validación digital sobre la incómoda responsabilidad de pensar por nosotros mismos?

No se trata de cambiar de opinión respecto de la BBC, Trump, Gaza o Netanyahu. Se trata de reconocer, aunque sea en nuestro fuero íntimo, si somos capaces de aceptar una verdad incómoda cuando la evidencia es abrumadora, aunque favorezca a nuestros "enemigos".

Entonces quizás le demos un poco de paz en su tumba a Bonhoeffer. O seguiremos siendo ciberfariseos esclavos de las Gretas, Adas y Donalds del momento.

Bernardo Borkenztain es comunicador y crítico de arte.

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