La militancia ha sido históricamente el motor de las transformaciones sociales y políticas en Uruguay. La militancia político-partidaria dentro de la izquierda se consolidó como práctica de compromiso sostenido con una estructura: comités de base, campañas, movilización territorial, barriadas, banderazos. Su legitimidad histórica se construyó sobre la resistencia, la fidelidad al proyecto colectivo y la capacidad de sostener organización en tiempos más que adversos.
Sin embargo, esa legitimidad ha derivado en lógicas de jerarquización interna, en las que la antigüedad y la fidelidad partidaria se convierten en criterios excluyentes. La militancia corre el riesgo de convertirse en una estructura cerrada que reconoce sólo a quienes han transitado por sus canales formales, desestimando otras formas de compromiso político. Frente a esto, se despliega un campo plural de militancias sociales, culturales, feministas, ambientales, territoriales. Estas formas de acción política se construyen desde la experiencia cotidiana, desde el vínculo con las necesidades concretas, desde la organización barrial, la defensa de causas colectivas, la creación de espacios culturales, la promoción de derechos. No responden necesariamente a una lógica electoral, sino a una ética del cuidado, la justicia y la transformación.
¿Qué se reconoce como militancia? ¿Qué saberes se valoran?
En muchos espacios partidarios se prioriza el conocimiento del programa, la fidelidad orgánica, la acumulación de roles internos. La experiencia territorial, cultural o comunitaria queda en segundo plano. Se exige “ganarse el lugar”, demostrar compromiso, adaptarse a códigos internos que muchas veces reproducen lógicas conservadoras.
La figura del “viejo militante” opera como símbolo de legitimidad, pero también como filtro de ingreso. Su autoridad se vuelve temporalista: importa más desde cuándo se está que lo que se hace. Esta figura puede bloquear la renovación, desoír otras voces y reproducir jerarquías que poco tienen que ver con la justicia social que se proclama.
El “derecho de piso” se convierte en mecanismo de exclusión. Quienes llegan desde la militancia social deben adaptarse sin cuestionar, acumular presencia antes de ser habilitados a proponer. Esta lógica produce silenciamiento y abandono. Se pierde experiencia territorial, capacidad de articulación, creatividad política y credibilidad social.
Muchas veces, el bloqueo no responde a desacuerdos ideológicos, sino a celos, disputas por el reconocimiento, miedo a perder centralidad. El protagonismo se defiende como posición, no como idea. La legitimidad social incomoda. Se activa el mecanismo de exclusión: se exige silencio, adaptación, espera.
El conservadurismo dentro de la izquierda no siempre se manifiesta como rechazo a los principios progresistas. Muchas veces se expresa en la defensa rígida de las estructuras internas, en la reproducción de formas de organización que bloquean la renovación.
¿Qué se pierde cuando se excluye al que viene de otras militancias? Se pierde la oportunidad de construir una izquierda más amplia, más diversa, más conectada con las luchas reales. Se pierden saberes, vínculos, legitimidad territorial. Reconocer la militancia social como legítima implica abrir espacios reales de participación, habilitar la visibilidad, valorar los saberes que traen.
El conservadurismo dentro de la izquierda no siempre se manifiesta como rechazo a los principios progresistas. Muchas veces se expresa en la defensa rígida de las estructuras internas, en la reproducción de formas de organización que bloquean la renovación. Las ideas pueden ser transformadoras, pero las prácticas son conservadoras.
Las lógicas de contemplación y jerarquización partidaria establecen quién puede proponer y quién debe esperar. Se valora más la pertenencia que la propuesta. Las ideas se filtran según el lugar que ocupa quien las enuncia. Las trayectorias sociales son vistas como externas, como colaboraciones, pero no como militancia plena.
En muchas localidades del interior, personas con larga trayectoria en el trabajo barrial, cultural, feminista o ambiental son recibidas con cordialidad, pero no habilitadas a participar plenamente. Se les reconoce el esfuerzo, pero se les exige adaptación. Mientras tanto, quienes han estado en la estructura partidaria ocupan lugares de referencia, definen estrategias, deciden qué se escucha honestamente y qué no.
La escucha no es sólo una actitud: es una práctica que define quién puede participar, quién puede transformar. La escucha que habilita reconoce la legitimidad de quien habla, permite que su experiencia se traduzca en acción, que su propuesta se integre al proyecto colectivo. La escucha que bloquea tolera sin integrar, valora sin convocar, celebra sin habilitar.
Las juventudes que llegan desde lo social traen luchas ganadas y perdidas, saberes construidos en la práctica, sensibilidad política, capacidad de organización. No vienen a aprender desde cero: vienen a aportar desde lo vivido. Pero se les exige adaptación, espera, fidelidad. Se celebra su energía, pero se contiene su voz.
Una izquierda que no escucha para habilitar escucha para controlar. Y eso no transforma: eso conserva. Si la política quiere parecerse al pueblo que dice representar, debe abrirse a sus formas de lucha, a sus saberes, a sus voces.
Facundo González es periodista en Nueva Palmira.