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Una emergencia que no admite silencio: violencia en los centros educativos

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Mientras la mayoría de los políticos se miran el ombligo y tratan de obtener el mayor rédito comiéndole el hígado a su oponente, ya sea por tema Danza o por Cardama, la violencia avanza en los centros educativos con creciente intensidad. La cultura de las barrabravas y las prácticas del mundo narco ingresan con mayor peso e impunidad.

El mismo día en que ocurrió el hecho de violencia –el miércoles 5 de noviembre–, los docentes esperábamos que alguna autoridad –de Primaria, el presidente de ANEP, el ministro de Educación y Cultura o, por qué no, el propio presidente Yamandú Orsi, que parece haber olvidado que fue docente– se pronunciara públicamente. ¿No podían brindar una conferencia de prensa para decir con firmeza que esto no puede seguir ocurriendo, que el espacio de una escuela es “sagrado” y merece el máximo respeto? ¿Que estamos ante una emergencia social y que se han vuelto cómplices por la inacción?

Frente a lo que pasó con la fiscal Mónica Ferrero, todo el sistema político reaccionó con rapidez y mostró su preocupación solidarizándose frente a la prensa. Ante este hecho de máxima barbarie, ¿no debería ocurrir lo mismo? ¿No estamos acaso frente a una alerta roja?

Hace cinco días una madre agarró a patadas a una directora, a una subdirectora y a una maestra en una escuela de La Paz. Frente a un episodio de esta magnitud era esperable que ya se hubiera resuelto algo: un protocolo de intervención, apoyo y seguimiento. Pero vuelve a suceder. ¿Qué más hay que esperar? ¿Que maten a una maestra o a un chiquilín?

¿Alcanza con brindar transferencias de dinero, dar bonos a los sectores más necesitados, si después no hay presupuesto para equipos multidisciplinarios ni para garantizar lo mínimo: que los chiquilines puedan ir y estar seguros en una escuela o en sus alrededores?

Es imprescindible una acción sostenida de revalorización de la educación pública, tanto a nivel de primaria como de secundaria. Las campañas orquestadas desde el gobierno anterior contra los docentes –y en especial contra los afiliados a los sindicatos– contribuyeron a generar el clima de hostilidad que hoy se respira en muchos centros educativos.

Quizás los episodios más visibles son los que trascienden en la prensa, cuando las medidas de paro adquieren notoriedad pública. Sin embargo, la violencia cotidiana es constante: insultos, amenazas, entornos cada vez más peligrosos para docentes y estudiantes, peleas y agresiones.

La violencia avanza en los centros educativos con creciente intensidad. La cultura de las barras bravas y las prácticas del mundo narco ingresan con mayor peso e impunidad.

También es responsable de esta imagen negativa la política de persecución y descrédito impulsada por la administración anterior, que llegó a presentar denuncias penales contra varios integrantes de la Federación Nacional de Profesores de Enseñanza Secundaria. A su vez, decenas de profesores y varias maestras de la Asociación de Maestros de Montevideo fueron separados de sus cargos por ejercer su derecho a criticar una reforma educativa que se implementó a la fuerza sin el apoyo de ningún colectivo docente. El escarnio público sufrido por el magisterio y el profesorado desde hace décadas también ha contribuido a la crisis actual. Al parecer, defender con hechos y no sólo con discursos la educación pública no da réditos políticos.

Las consecuencias de estas situaciones agobiantes repercuten en el mismo sistema: paros, licencias médicas por traumatismos de todo tipo, agotamiento y estrés laboral.

Todo esto se relaciona con el magro presupuesto que recibe la educación pública. Los recientes recortes anunciados en Formación Docente son una muestra más de esta mirada cortoplacista, que reduce lo educativo a una “inversión”, un cálculo de costos y beneficios que confirma el descuido y la falta de interés hacia lo público. El Estado se ha retirado de muchas zonas y esos espacios son ocupados por otros actores privados que juegan su papel en esos territorios y obtienen más poder al controlar incluso a instituciones públicas como los centros educativos.

Para crear otra sociedad hacen falta maestros y profesores que permitan a las infancias y adolescencias conocer algo más allá de su entorno más cercano y acceder a una cultura que muchas veces les es negada.

A menudo se repite que la educación es la base para construir una sociedad más justa. Pero la educación no es una solución mágica que todo lo resuelve, no lo puede hacer todo. Hacen falta equipos multidisciplinarios porque los docentes estudiamos una carrera para enseñar. No somos psicólogos, psicopedagogos, psiquiatras, médicos, asistentes sociales, aunque muchos lo crean o pretendan.

Como siempre, los trabajadores organizados seguiremos dando la batalla por la sociedad del pan y las rosas, donde la justicia social y la dignidad sean derechos y no privilegios.

Héctor Altamirano es docente de Historia; Gabriela de Boni es docente de Idioma Español.

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