Un nuevo hecho de violencia en una escuela pública uruguaya vuelve a poner en titulares la indefensión de las infancias y de los colectivos escolares. La suma de acontecimientos violentos de esta naturaleza y su incremento sostenido en el tiempo ponen en alerta al colectivo docente, que reclama más que nunca por soluciones a largo plazo, por medidas de protección y acompañamiento.
Las redes sociales se llenan de comentarios contradictorios. Algunos pocos condenan fuertemente estas situaciones, entendiendo que los y las trabajadoras de la educación están siendo vulnerados en sus derechos laborales y humanos. Para este pequeño grupo de la sociedad uruguaya la situación requiere medidas urgentes. Para ellos, la visión de la comunidad escolar desprotegida y de los cambios en el modo en que se considera a los y las docentes configura una realidad insostenible.
El gremio docente entiende que estas situaciones son vividas a diario en muchísimas escuelas del país y que, si bien no todas llegan al punto de la agresión física o de una situación de desborde social como la acontecida el pasado miércoles, la exposición y el riesgo son permanentes, desgastantes y abrumadores. Reclaman acciones gubernamentales, medidas de protección para docentes y niñeces.
Por otro lado, muchos comentarios apuntan contra el colectivo docente entendiendo que algunas veces existen formas de vincularse con la comunidad y las familias que fomentan y alientan una bronca casi incontrolable y una especie de violencia justificada en la que el ingreso al centro educativo de forma violenta, las corridas, los golpes de puño, las patadas y los insultos irreproducibles son casi que merecidos.
En el medio, parados en un rincón o intentando sostener la mano de algún adulto, seguramente hay un niño o una niña que ha perdido al menos por un rato la posibilidad de habitar, cual si fuera un mundo paralelo, un espacio amoroso.
La escuela, con sus defectos y virtudes, sigue siendo en cada uno de los rincones del país un espacio para el diálogo y el encuentro. Contra todo pronóstico, los y las docentes concurren a trabajar todos los días con esperanza.
La hora del ingreso siempre es un nuevo comienzo, las bienvenidas con abrazos, las manifestaciones de cariño, la confianza y el estímulo son parte de un paisaje emocional que abraza y contiene a todos los que transitan sus días y sus sueños en las escuelas.
Los días transcurren entre tareas, pinturas, juegos y canciones. Hay puesta de límites, hay normas de convivencia, hay cosas que en la escuela no se hacen, hay situaciones que ameritan reflexión, hay cinco minutos menos de recreo y hay relatos en mitad de la jornada que parten el corazón y activan protocolos. Y ahí están los maestros y las maestras, nuevamente expuestos y en lucha, sólo que en esos casos el horario se extiende e incluye traslados, salas de emergencia, situaciones de exposición, de miedo y de cansancio.
Los mismos maestros y maestras que intentan reclamar por mejores condiciones laborales, que exigen con fuerza y rebeldía que el Estado los cuide y acompañe, son los que sostienen la mano de los y las gurisas que más nos necesitan.
Porque la violencia que condenamos cuando pasan cosas como estas es parte del diario vivir de las niñeces, que cada día tienen menos espacio para vivir, jugar y compartir. De hecho, muchos estudiantes de escuelas y liceos públicos sólo comparten con otros, juegan al aire libre, corren, saltan y aprecian la naturaleza, en la escuela. Sus barrios se han vuelto insostenibles, y no porque la calle esté peligrosa o porque no siempre tengan qué comer. El riesgo y el miedo traspasaron la puerta y el sonido de las balas reemplazó a los grillos, silenció a los pájaros y los condenó a quedarse quietos en espacios reducidos, incómodos y tristes.
La escuela, con sus defectos y virtudes, sigue siendo en cada uno de los rincones del país un espacio para el diálogo y el encuentro. Contra todo pronóstico, los y las docentes concurren a trabajar todos los días con esperanza.
En ese ambiente de opresión y vulnerabilidad hay madres que muchas veces no terminaron de ser niñas, abuelas que intentan acompañar en lo que pueden, algún tío que se quedó sin trabajo y quizás algún hermano, un padre o un abuelo que ya no volverá jamás porque una bala lo desapareció para siempre, porque la droga lo escondió vaya a saber dónde. Conviven con la muerte y la desgracia, con las tristezas y la miseria, con la túnica y la moña colgada en una silla y un par de cuadernos, con un lápiz que ya casi no tiene lugar para sacarle punta, esperando, para ir mañana a la escuela.
Seguramente encontrar una solución sea complejo. Quizás y muy probablemente todos tengamos un poco de responsabilidad, mucho para mejorar y todo para quedarnos pensando.
Dependiendo del lugar en donde nos encontramos, la realidad y las soluciones parecen claras, justas y necesarias. Las oposiciones de turno siempre creen tener la respuesta indicada al menos hasta que dejan de serlo y aparecen las excusas, los datos que desconocían, las imposibilidades.
La violencia que vuelve a ser titular en una escuela no solamente es el diario vivir al que se enfrentan docentes, no docentes, niñeces y familias. La violencia está en los hogares, en los ómnibus, en las vitrinas de los perfumes, en el partido del domingo, en el mostrador de la mutualista, en la fila para bajarse del barco, en los discursos de odio y hasta en el Parlamento, cuando dos señores de traje y corbata se olvidan de que son representantes del pueblo y se insultan de un modo feroz delante de las cámaras con total impunidad.
Ellos y nosotros, el bien y el mal, lo correcto y lo censurable, lo que debe ser y lo que no se tolera.
Quizás sea hora de barajar de nuevo, de construir y reconstruir el diálogo. De habilitar espacios, de ser partícipes y participantes. De escuchar-nos, de entender-nos.
¿No será tiempo de pensar más allá de colectivos y sindicatos, de zonas rojas, de enfrentamientos narcos, de ajuste de cuentas?
La violencia pisó el acelerador del ómnibus que arremetió contra todo lo que se le cruzó y que puso en riesgo la vida de pasajeros, automovilistas y transeúntes. La violencia está en el deporte y en el Senado. Mata mujeres, hijos e hijas, es la misma que destruye familias, que habita en las plazas, en los colchones y mantas de los indigentes, en los programas de la tarde, en los conciertos, en las cárceles y en las escuelas. Está en mi discurso, más o menos racionalizado.
Los problemas se solucionan hablando y lo aprendí en la escuela, entre gurises felices y amorosos que viven en entornos violentos y abrazan con fuerza la vida y a los otros, entendiendo que todos somos parte de un futuro que comienza cada día.
Claudia Corcelet es maestra.