Opinión Ingresá
Opinión

La persistencia de la princesa (o por qué el mito sigue ordenando el amor)

2 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

En la clínica aparece un fenómeno que se vuelve cada vez más visible: mujeres formadas en la autonomía moderna –independencia económica, pensamiento crítico, libertad sexual y capacidad de decisión– que tropiezan con un dolor que no encaja en ninguna categoría psicológica clásica. No es dependencia afectiva ni ingenuidad, tampoco “falta de autoestima”. Es algo más hondo: el dolor de no ser elegidas.

Ese dolor no nace del presente, sino de un guion cultural que precede a la experiencia personal. Un guion que aprendimos sin darnos cuenta, mucho antes de poder nombrarlo: alguien llega, nos mira distinto y nos elige. Y en esa elección adquirimos valor afectivo. No es necesario haber crecido soñando con príncipes ni castillos; basta con haber habitado una cultura que repitió esa escena hasta volverla una verdad emocional.

Los mitos no necesitan ser creídos para operar: sólo necesitan repetirse. Durante décadas, la ficción romántica organizó una sensibilidad en la que el amor se confirma en la elección del otro. Por eso, gestos mínimos de indiferencia pueden activar un dolor que parece exagerado: no duele la situación real, sino lo que esa escena toca en la narrativa heredada.

El conflicto se intensifica porque la cultura contemporánea exige dos posiciones incompatibles. Por un lado, la autonomía plena: mujeres que eligen su vida sin pedir permiso. Por otro, la vigencia silenciosa del mandato de ser deseadas y priorizadas. La lógica moderna del “yo elijo” convive con la lógica mítica del “valgo si me eligen”. Esa coexistencia produce un desgarro que se manifiesta como confusión o vergüenza: “Sé que soy autosuficiente… ¿por qué igual me duele no ser elegida?”. La respuesta no está en la psicología individual, sino en la estructura cultural que organiza el amor.

Durante décadas, la ficción romántica organizó una sensibilidad en la que el amor se confirma en la elección del otro. Por eso, gestos mínimos de indiferencia pueden activar un dolor que parece exagerado.

Y aunque el mundo cambió, el mito se adaptó. El príncipe ya no llega en un caballo blanco: llega –o no llega– en forma de notificación. La escena del rescate se convirtió en la escena de la disponibilidad. La expectativa romántica sigue intacta, pero ahora se actualiza en miradas fugaces, mensajes que alivian o angustian, silencios que se interpretan como señales de amor o de abandono. La maquinaria simbólica es la misma, sólo cambió el dispositivo.

Elaborar este mito no significa “superarlo” mediante voluntad racional. Significa reconocer su inscripción psíquica: hacer visible que esa escena organiza afectos y expectativas incluso cuando ya no encaja con la vida adulta. No se trata de destruir a la princesa ni de ridiculizarla, sino de comprender su peso cultural. Durante generaciones funcionó como matriz del deseo femenino, al punto de definir qué merecíamos y cómo debía sentirse el amor.

Quizás la madurez afectiva consista en reposicionarla: aceptar que forma parte de nuestra historia emocional sin dejar que siga escribiendo nuestras relaciones. Tal vez la transformación no consista en dejar de desear ser elegidas, sino en habilitar un verbo que la cultura silenció: elegir. Elegir desde la autonomía, no como reacción. Elegir sin la deuda de agradar ni la espera de consagración. Elegir sin pedir permiso a un mito que ya no nos representa.

La verdadera transformación amorosa puede empezar ahí: cuando dejamos de esperar la confirmación del otro para existir en el vínculo, y empezamos a imaginar escenas en las que la elección sea un movimiento propio, lúcido y vivo. Una escena en la que la mujer no necesite ser elegida para sentir que tiene un lugar en el amor, porque finalmente se reconoce capaz de elegir su propio lugar.

Sandra Borges Conde es licenciada en Psicología y magíster en Psicoterapia Psicoanalítica.

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

¿Te interesan las opiniones?
None
Suscribite
¿Te interesan las opiniones?
Recibí la newsletter de Opinión en tu email todos los sábados.
Recibir
Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura