Tal vez en el apuro y entre sus múltiples actividades, las declaraciones a la prensa del jueves 3 de abril del presidente Yamandú Orsi no hayan sido las más adecuadas, y lo digo con mucho respeto. Las preguntas de los periodistas suelen apuntar a respuestas concretas y rápidas, y en esta oportunidad fueron relativas al debate entre frenteamplistas acerca de las herencias en materia económica y fiscal que dejó el gobierno anterior. En tal sentido, los comentarios del presidente aludieron a la necesidad de un crecimiento sostenido y el consecuente “derrame a la población”.
Es preciso señalar que, más allá de la existencia de “bombas” heredadas o una “situación un poco más complicada que lo previsto”, las palabras conciernen a conceptos y las expresiones semánticas conllevan significantes y significados determinados. Las expresiones vertidas por el mandatario se asemejan a las añejas y supuestas “teorías” del derrame. Sin entrar en interpretaciones de lo que dijo o quiso decir el presidente Orsi, vale la ocasión para clarificar o desbrozar las ideas que, en definitiva, implican un modo de imaginarse cómo funcionan –en este caso– la economía, el desarrollo y el bienestar.
En primer lugar, podemos estar de acuerdo en que el crecimiento económico es una de las condiciones imprescindibles para mejorar las cuentas nacionales y, de suyo, la expansión de los recursos fiscales de cualquier Estado. Sea por el ingreso de divisas, el generado por los diferentes sectores productivos, como por el incremento de la masa recaudada y otros mecanismos de efectos indirectos, la tasa del producto interno bruto (PIB) debería ser positiva. No obstante, no siempre que se incrementa el PIB se produce una justa redistribución. De hecho, a lo largo de la historia latinoamericana y nacional, hubo períodos de crecimiento sostenido con aumento paralelo de la desigualdad o, en el mejor de los casos, sin impactos significativos en los índices de desigualdad.
En segundo lugar, el derrame implica la vieja fórmula o axioma de dejar que el mercado se “encargue” de la redistribución de la renta generada. En rigor eso nunca sucede, en la medida en que conviven en una sociedad heterogénea clases o grupos sociales, corporaciones y actores sociales que interactúan en diferentes campos, defendiendo intereses diversos y en muchos casos divergentes o contrapuestos. La consigna de “menos Estado y más mercado” da cuenta de una visión ideológica acerca de cómo debiera funcionar la economía en su relación con la producción de bienestar.
Se trata de generar el mayor crecimiento económico posible para implementar de manera intencional y direccionada la mejor redistribución deseada.
En tercer lugar, debe subrayarse que una de las funciones del Estado es precisamente brindar protección a determinados sectores sociales en particular y garantizar las condiciones materiales de bienestar a toda la población. Y es una función insoslayable, por cierto, nada novedosa, pero polémica en su alcance y cobertura. En esa dirección, una política redistributiva nunca es aleatoria o azarosa, sino que, sobre todo, conlleva un conjunto de decisiones políticas tendientes a obtener determinados objetivos sociales. Para lograr una mejor redistribución de la riqueza generada, se aplican impuestos, se brindan servicios públicos y se disponen subsidios o incentivos a sectores de la producción con impactos en el empleo y los salarios.
En cuarto lugar, se trata de generar el mayor crecimiento económico posible para implementar de manera intencional y direccionada la mejor redistribución deseada. Esta es, asimismo, una visión ideológica en la antítesis de la proclamada deificación del mercado omnipresente y de supuesta solución al problema de la redistribución y la provisión de bienestar. Son las élites gobernantes las que imprimen una intencionalidad explícita e ineludible, en un contexto de permanente negociación y gestión del conflicto distributivo. Las políticas públicas (sociales y económicas) precisamente exhiben aquellas intenciones y sus resultados, en suma, más bienestar para más gente. La política tributaria, la política de empleo y salarial, el gasto público social, la política comercial, entre tantas, conforman todas –de modo articulado y coherente– una estrategia global de desarrollo humano.
Por ello, tenemos que subrayar –toda vez que sea necesario– que un gobierno de izquierda o progresista no deja librada –por efecto derrame– a las fuerzas del mercado la asignación de los frutos del crecimiento de la riqueza; antes bien, ha de imprimir una orientación inequívoca hacia la justicia y la igualdad social.
Christian Adel Mirza es profesor e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales.