La idea de la Marcha del Silencio nació de la familia de Zelmar Michelini cuando se cumplían 20 años de su asesinato en Buenos Aires junto con Rosario Barredo, Héctor Gutiérrez Ruiz y William Whitelaw. Los cuatro habían sido secuestrados el 18 de mayo de 1976 y sus cuerpos aparecieron dos días después; el de Manuel Liberoff, capturado el 19 de mayo en la capital argentina, sigue desaparecido. Hoy, a 49 años de los crímenes, marcharemos una vez más.
En la lista de Familiares hay 197 personas detenidas y desaparecidas. La búsqueda en predios militares, iniciada durante la primera presidencia de Tabaré Vázquez, ha permitido hallar los restos de ocho desde 2005. El procedimiento es de una lentitud meticulosa que desafía la paciencia, palmo a palmo en enormes extensiones.
Los intentos de encontrar documentación sobre lo que hizo la dictadura con los cuerpos no han dado resultado, y si bien hubo algunos aportes personales de información que resultaron útiles, han predominado el mutismo y los datos falsos.
En los años del gobierno presidido por Luis Lacalle Pou, Javier García lanzó desde el Ministerio de Defensa Nacional una intensa ofensiva de propaganda con el lema de dar a conocer “toda la verdad”, pero de la reclamada en las marchas no develó ni una palabra. Alimentó un relato mentiroso que pretende vincular y equiparar el terrorismo de Estado con la lucha armada revolucionaria que lo precedió.
Es la misma narrativa que arreció la semana pasada, desde los comentarios anónimos en portales de noticias hasta un editorial del diario El País, para señalar a José Mujica, antes de que empezara su velorio, como presunto responsable del golpe de Estado de 1973 y todas las atrocidades que lo siguieron. Como al descuido, la idea insidiosa es que quedan demasiadas cuentas pendientes y más vale olvidar, incluso el reclamo por los desaparecidos.
Mientras tanto, el pacto para esconder la verdad persiste. Probablemente garantiza la impunidad de algunos criminales aún vivos y que no han sido procesados por otros delitos. Al mismo tiempo constituye un castigo cruel e incesante, quizá con intención de escarmiento. La víctima es el conjunto de la sociedad.
Sin embargo, la memoria no cesa; se reconstruye y se reproduce. Las marchas y sus demandas convocan a multitudes de personas que no habían nacido cuando se realizó la primera, reviven en el arte y salen a las canchas de fútbol. La Operación Olvido es un fracaso.
Somos y seguiremos siendo Familiares. No estamos condenados a 30 ni a 100 años de soledad con nuestros carteles y nuestro dolor. A contramano de las marchas, hay quienes nos niegan el alivio por lealtades indebidas, pero aún pueden cruzar la calle.
Edison Arrarte era capitán en 1972, con destino en un cuartel de Salto, cuando vio el maltrato a un detenido. Pudo callar para no meterse en problemas, pero dio la orden de que cesara la tortura. En manos de la llamada “justicia militar”, estuvo nueve meses preso, pasó un tiempo en libertad condicional y luego recibió una condena de casi diez años. Con el regreso de la democracia, se recompuso su carrera y pasó al grado de general. Se lo mantuvo al margen del Ejército, pero será recordado como un hombre digno de la herencia artiguista.
Para Belela Herrera habría sido muy fácil mirar para otro lado en setiembre de 1973. Estaba en Chile como esposa de un diplomático que, al igual que ella, venía de una familia patricia, muy vinculada con el poder político y económico. Nadie le habría reclamado nada por permanecer en el lugar de una mujer impotente ante decisiones ajenas, y tenía permitido dolerse por la masacre pinochetista en el living de su casa. En cambio, salió a la calle y siguió del lado de la vida para siempre.
Desde hoy estará en las librerías Desobedientes y recuperados, de Daniel Gatti. Registra la historia de los grupos de hijas, hijos y otros familiares de represores que reniegan de ellos y quieren “aportar, desde el otro lado”, al esclarecimiento de sus crímenes y la “construcción de memoria”. Surgieron en Argentina hace ocho años y se han extendido en varios otros países latinoamericanos, incluido Uruguay. Es posible cambiar de vereda.
El comandante en jefe del Ejército, Mario Stevenazzi, dijo el domingo que un soldado “es solidaridad, es empatía, es valor, es libertad”. Todos los indicios son útiles y hay vías seguras para hacerlos llegar. Lo que se informa a la Institución Nacional de Derechos Humanos o a religiosos no pasa a Fiscalía, que por otra parte no tiene asuntos pendientes con quienes eran subalternos hace cuatro o cinco décadas. Ayudar a que termine la larga canallada no es traición, sino un gran servicio a la patria.