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Tres excepcionalidades políticas en Uruguay

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En esta conmemoración de 40 años corridos de democracia, cabe voltear por segunda vez al largo siglo XX. Nuestra política, si bien dotada de liderazgos nítidos, es ajena al pacto corporativo como forma de intermediación de intereses, extraña a la figura del tribuno de la plebe y ajena al movimiento.

El pacto corporativo, a veces resultado de la penetración de un movimiento obrero originariamente autónomo, clasista e internacionalista por parte de un tribuno de la plebe con respaldo en la coacción estatal, nunca tuvo lugar en la historia uruguaya: no lo intentaron ninguno de los grandes líderes históricos. A pesar de la cercanía del Frente Amplio (FA) con la central de trabajadores, jamás hubo avances de la política sobre la autonomía sindical, a diferencia de regímenes donde los sindicalismos son dependientes del Estado, con dirigentes obreros que se comportan como representantes del Estado frente a los trabajadores, más que como representantes de los trabajadores ante el Estado. Por eso el líder de izquierda en Uruguay aparece como una voz más dentro de un conjunto de voces. A veces, referente clave, rara vez como el primero entre los pares, jamás el que moviliza a los actores sociales desde arriba. Y mucho menos quien toma el micrófono durante el 1° de Mayo. El actor sindical, celoso de su independencia e identidad clasista, habla por sí mismo, no es hablado; es protagonista, no “significante vacío”. Además, está ya constituido desde el punto de la organización, identidad, memoria colectiva y proyecto; no es constituido desde fuera ni admite regulación de su actividad sindical.

En Uruguay el sindicalismo, al igual que el movimiento cooperativista y la gremial de estudiantes, preceden a la fundación del FA. Por último, la imagen del movimiento sindical sobre sí mismo no es de estatus —como en México bajo el PRI— ni de consumo —como en Estados Unidos— sino de perfil proletario, aun cuando el proletariado industrial ocupe un lugar cada vez más periférico en términos ocupacionales y una parte de la dirigencia provenga del sector público. Esa imagen simbólica proletaria, resultado de interacciones comunitarias y de una memoria transmitida de generación en generación, sitúa a los partidos de izquierda “afuera” del ámbito sindical. La izquierda es aliada, pero el sindicalismo no manifiesta apego ni pasividad cuando aquella gobierna, sino afinidad en contextos de autonomía organizativa, legitimidad y poder.

En segundo lugar, no hubo en Uruguay tribunos de la plebe ni papas laicos, como los llama Ernesto Laclau. Por lo tanto, el país fue tan ajeno a la personalización de la política de corte populista como a la sacralización icónica de lo profano.1 Los partidos políticos, si bien no son inmunes, han sido ajenos al “culto a la personalidad” del populismo. El líder populista, en cambio, constituye el alfa y el omega de la política. Prescindente del partido, cultor de una revisión de la historia que lo pone en el centro de la escena, afecto a una construcción mítica de sí, fabricante de un retrato donde las masas participan de modo vicario de sus poderes extraordinarios, el líder se saltea toda intermediación en su trato con las masas. No sólo representa a la totalidad de los trabajadores, sino que constituye al pueblo, lo erige en una entidad orgánica, le endosa atributos virtuosos, lo identifica con la patria, le hace ver que tiene derechos que no obtuvo enteramente por sus propios medios, y lo emplea como ariete social y “socio fantasma” del régimen para atemorizar a las clases dominantes. Todo esto en medio de una puesta en escena y despliegue dramatúrgico multiescalar, donde desde la gran escena hasta los detalles son cuidados por el entorno del líder.

A pesar de la cercanía del FA con la central de trabajadores, jamás hubo avances de la política sobre la autonomía sindical, a diferencia de regímenes donde los sindicalismos son dependientes del Estado.

Asimismo, el poder del líder no admite contrapesos por parte de las instituciones ni del sindicalismo. Incluso se apropia de sus bienes simbólicos. El tribuno de la plebe se encuentra con su pueblo todos los primeros de mayo en la sede del gobierno; y a él le corresponde la alocución. Así fue que bajo los regímenes populistas clásicos fue nacionalizada una fecha internacionalista, personalizada una fecha surgida de colectivos de obreros anónimos, estatizada una fecha social, festivalizada una conmemoración de protesta, y sustituida la lucha de clases por la concordia nacional. Además, la clase obrera no ganó la calle por sí misma sino por convocatoria oficial. Mutó la concepción misma del Primero de Mayo, surgido del Congreso de la Internacional en 1889: de carácter internacionalista, clasista, anticapitalista, antiestatal, mezcla de protesta y de fiesta. Nada de esto sucede con la política de izquierda institucional.

Por último, la política uruguaya ha sido ajena al movimiento tal cual la describe la sociología política. Partidos como el FA, dotados de estructura orgánica, con una organización piramidal, una base constituida de comités, una dirección nacional en la cúspide y estructuras departamentales en el medio, son raros en el mundo contemporáneo, donde campean movimientos invertebrados, estructuras sin raíces sociales o partidos ad hoc.2 Este tipo de partidos de masas —según la terminología de Maurice Duverger— da mayor estabilidad a la gestión política que el movimiento. Este, al reunir demandas contrapuestas, suscita a veces tensiones, inconsistencias o rumbos erráticos en la gestión. Esto “debido a que los dirigentes de sus diversas facciones tienen diferentes bases de poder y utilizan ‘monedas políticas’ disímiles, a menudo incompatibles, para relacionarse con sus respectivas bases electorales”, según los científicos sociales Marcelo Cavarozzi y Guillermo Rozenwurcel. Así, los diferentes actores del movimiento “invocan a conjuntos sociales de muy diversa composición: el pueblo, los ciudadanos, los trabajadores, los empresarios nacionales, las clientelas (a veces cautivas y a veces no). Estas apelaciones a públicos diversos implican lógicas difícilmente conciliables”, señalan los autores.3

En este sentido, el FA constituye la némesis de un movimiento. En cambio, es una coalición al agregar diferentes partidos y grupos bajo un mismo lema electoral. Sobre todo, constituye un partido por tener programa, organización burocrática, disciplina interna y un conjunto de militantes asentados en comités de base que brindan presencia permanente del partido en la calle, frentes de masas, elecciones, referéndum y plebiscitos. Los comités de base marcan una diferencia del FA respecto de la mayoría de partidos en términos de democracia interna, que remite a los clubes seccionales del primer batllismo como antecedente.

La democracia uruguaya sigue siendo una de las pocas democracias de partidos, en un mundo que se ha poblado (o repoblado) de movimientos.

Fernando Errandonea es sociólogo y profesor de Historia.


  1. El historiador Carlos Zubillaga lo pone en tela de juicio en “El batllismo: una experiencia populista”. El primer batllismo: cinco enfoques polémicos. Montevideo, 1991: CLAEH. 

  2. Bottinelli, Óscar (2021). “FA, presidencia y movimiento. El papel de la estructura y de la presidencia en la toma de decisiones”. En El Observador, 17 de octubre de 2021. 

  3. Cavarozzi, Marcelo y Rozenwurcel, Guillermo. 2020. “Política y economía de la reconstrucción”. Clarín, 12 de agosto de 2020. Los autores refieren al peronismo pero es aplicable a otras experiencias nacional-populares asentadas en movimientos. 

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