El artículo refiere a dos categorías de trabajadoras invisibles: las trabajadoras de la limpieza en grandes superficies y las domésticas con cama. Son casos en que, de diferente manera, media una triangulación entre Estado, empresa y una masa laboral débil en términos de derechos laborales, organización sindical y voz pública. A partir de los años 70, uno de los instrumentos que la reestructuración del capitalismo implantó en los cinco continentes fue la subcontratación, donde el Estado trasladó a empresas privadas la ejecución de tareas antes realizadas por funcionarios públicos. Esta operación afectó diversas tareas e invariablemente las de limpieza, impulsando una “carrera hacia abajo” de los estándares laborales, al revés de lo ocurrido durante los 30 primeros años de posguerra en ambas márgenes atlánticas. En consecuencia, la relación de empleo se volvió menos laboral, más mercantil, menos estable, más precaria, y desconectada de las instituciones de protección social.
Invisibles: sector limpieza I
El 12 de junio vi en Cinemateca Tratado de invisibilidad, en el marco de un ciclo de derechos humanos en la región titulado Tenemos que Ver. El documental mexicano muestra la situación de vulneración límite a la que son orilladas las mujeres y algunos hombres del sector limpieza en Ciudad de México, en sus calles y en dependencias estatales, como la Cineteca. Se muestra la figura fantasmática de empresas tercerizadas, con trabajadores subcontratados, en condiciones de máxima precarización, con jornadas de 14 horas, sin descanso semanal, a tasas de explotación propias de la primera revolución industrial, donde el Estado es responsable principal por no llevar adelante inspecciones ni sanciones, y ser contratista de las referidas “empresas”. Estas no reconocen la condición laboral dependiente de las trabajadoras, pagan muy bajos salarios, realizan descuentos arbitrarios, obligan al personal a aportar artículos de limpieza, prescriben el uso de herramientas y carros propios, prohíben la sindicalización y despiden a los trabajadores que defienden sus derechos. En breve, incumplen el repertorio completo de derechos laborales y salario social previsto por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), sin siquiera tener domicilio públicamente reconocido; de ahí la naturaleza fantasma de esas compañías. Capital y Estado se asocian en detrimento de esas trabajadoras invisibles, que la directora Luciana Kaplan se encarga de visibilizar.
Dos contra uno
El sociólogo Georg Simmel introdujo un giro en la forma de concebir las relaciones sociales. Plantea tanto una orientación alternativa a la confrontación bipolar como la superioridad analítica de las tríadas frente a las díadas. Dice que “no existe tríada en la que no aparezca de vez en cuando cierto desacuerdo entre dos de sus elementos”, línea argumental que desarrolla tiempo después el sociólogo Theodore Caplow, aunque de manera distinta. Para él la interacción social se basa en modelos triangulares. Según explica, una tríada es un sistema social formado por tres actores vinculados en contextos de interrelación sostenida. Una coalición dentro de una tríada es una combinación de dos miembros contra un tercero, dividiendo a aquella en torno de dos socios y un oponente, de ahí que su libro se denomine Dos contra uno: teoría de coaliciones en las tríadas. Desde la economía política, Karl Polanyi en La gran transformación señala que, sin la coerción del Estado, el capital no hubiera podido destruir todas las formas precapitalistas de protección laboral. En la película, Estado y empresa son socios –como contratista y contratada– y, por vías distintas, convergen en reducir a la masa trabajadora a situaciones límite, sin derechos ni voz. El film hace explícita esa relación de dos contra uno, así como la condición infrahumana en que sobreviven las trabajadoras.
Sin argot
Las imágenes en blanco y negro nombran lo que esta nota no podrá poner en palabras. Algunas de las trabajadoras describen su condición mientras que otras tantas limitan al mínimo sus dichos, presas del miedo por perder el empleo. Sin embargo, otras logran dar cuenta de una situación más general, sobre todo –aunque no exclusivamente– cuando las trabajadoras reales son sustituidas por actrices que nos hacen llegar dichos que las primeras no pueden brindar a cámara, reemplazo señalado por la documentalista. Hay también una mujer casi sexagenaria, con riquísima capacidad narrativa y expresividad oral, que transmite postales de una crónica personal, familiar y colectiva narrada en clave picaresca, entre risas, donde, sin embargo, asoma incólume la tragedia. Todas ellas manejan un habla común, ajena al lenguaje seriado de quienes han incorporado patrones de sindicalización.
Luego de la película, hubo un intercambio con la audiencia, moderado por Lilián Celiberti. Entre las intervenciones del público, un par de ellas destacaron la distancia entre México y Uruguay al señalar que “acá estas cosas no pasan”, sin entrar en el tecnicismo de si referían a la tercerización, al grado de precarización del trabajo o al desconocimiento de la ciudadanía laboral. La conductora a su turno respondió que la tercerización, con el correspondiente deterioro en las condiciones laborales, también forma parte de una realidad en Uruguay, aunque el ida y vuelta se extendió a otros muchos ítems, incluida la belleza formal del film. Quiero, sin embargo, detenerme en el punto: ¿se registran en Uruguay cuadros de vulneración similar a los que muestra el film?
A primera vista, la situación laboral de las trabajadoras es tan border que uno se niega a homologar ambos países. Sin embargo, en lo que refiere a la subcontratación de la limpieza y la consiguiente invisibilidad de un trabajo altamente feminizado, lo que muestra el documental existe en el país desde hace décadas, en varios sectores, en particular en la limpieza de grandes superficies, que vemos todos los días, todo el tiempo, en muchos lugares. ¿O no lo vemos? ¿Vemos o no vemos a cuadrillas de trabajadoras en las calles de la ciudad, en las dependencias públicas, en los supermercados, en las terminales de ómnibus? Quizá vemos y no vemos a la vez.
Acaso también ocurra lo que formuló el psicólogo social Leon Festinger, que cuando una persona detecta una disonancia cognitiva, tiende a reducirla, sustituyéndola por la congruencia cognitiva: reafirmación en vez de discordancia. Como Uruguay ocupa un lugar destacado en el ranking de democracias plenas, la sindicalización es fuerte y su Estado de bienestar es robusto, no es fácil admitir de primera que estos cuadros de tercerización espuria e invisibilidad masiva sean moneda corriente. Por último, lo que a veces también sucede es que pensamos en términos de disyuntiva “esto ocurre/esto no ocurre”, en vez de reparar en “los más” y “los menos”, en los grados de perforación de la plataforma de derechos.
Trabajadoras de limpieza en Uruguay
La limpieza, altamente feminizada, fue tercerizada tiempo atrás en la administración central (presidencia y ministerios), los entes autónomos y servicios descentralizados, y las 19 comunas capitalinas. Si uno amplía la escala, las tercerizaciones escalaron a lo largo del mundo en los últimos 30 años y se hicieron masivas en América Latina en los años 90, con el auge del Consenso de Washington, las reformas laborales y la generalización de una precarización legal. Esta precarización está asociada con tres novedades que el nuevo modelo capitalista desindustrializado introdujo en el empleo: mayor inestabilidad laboral, mayor vulnerabilidad frente al desempleo y coexistencia en el mismo espacio de trabajo de empleados con diferentes encuadramientos laborales: lo experimentamos a diario en cualquier dependencia estatal o privada entre el funcionariado y las trabajadoras de limpieza, contratadas por empresas tercerizadas.
Entre las compañías contratadas para la limpieza en oficinas públicas en Uruguay se cuentan Taym, Serlima, Limtek, Limpiamundo y Servilimp, mientras que en Montevideo lo han hecho Polticor, Badarey, Taym y Teyma.
Un rasgo generalizado es que este tipo de empleo ha carecido históricamente de expresión sindical, y Uruguay no constituye ninguna excepción. La situación comenzó a revertirse recién en el siglo XXI a partir de la fundación, en 2007, del Sindicato Único de Trabajadores de la Limpieza (SUEL), miembro del PIT-CNT. En setiembre de 2013, SUEL y la patronal de limpieza arribaron a un histórico convenio salarial que incluyó un aumento salarial de más del 90% por cinco años y la eliminación gradual del copago en tickets alimentación. La administración de la época, a través de los Consejos de Salarios, entre otros dispositivos, incentivó la organización de los sectores no organizados, con tres consecuencias: aumento del mercado formal de empleo, alza de la sindicalización e ingreso de nuevos grupos al conflicto institucional de intereses.
El Estado como palanca de dualismo laboral
A partir de los años 90, y también antes, el Estado realizó reformas laborales que produjeron segmentación del mercado de empleo. Los instrumentos usados fueron la tercerización, la autorización de nuevas formas de contratos para servicios laborales permanentes con menores cargas patronales a la seguridad social y menores costos de despido y accidente, o la obligación del asalariado de convertirse en empresa unipersonal para mantener el empleo. En un mismo espacio físico, incluso para el cumplimiento de las mismas tareas, empezaron a coexistir trabajadores formales amparados por la norma laboral y de seguridad social, trabajadores con contratos flexibles sólo protegidos parcialmente por la normativa laboral, y trabajadores regidos por las normas contractuales del derecho civil, que debieron financiar por sí mismos beneficios sociales que antes compartían con la patronal.
A partir de los años 90, y también antes, el Estado realizó reformas laborales que produjeron segmentación del mercado de empleo. Los instrumentos usados fueron la tercerización, la autorización de nuevas formas de contratos.
Dice Laurence Lizé para el ámbito europeo que “el dualismo laboral no se deriva únicamente de las prácticas de los empleadores [...], sino también de innovaciones contractuales impulsadas por los poderes públicos”.2 En medio de esta heterogeneidad, algunos trabajadores siguieron sindicalizados mientras que otros, al ser obligados a constituirse en “empresas”, perdieron su condición asalariada dependiente y, con esto, también la protección sindical. Sobra decir que, en América Latina, el Estado promovió activamente la eliminación del sindicato por la vía de la contratación en negro, de empresarialidad forzosa o desmantelamiento de las negociaciones salariales. Lo que no se encargó de hacer el Estado lo hizo el mercado. De vuelta, dos contra uno.
Invisibles II: trabajadoras domésticas1
A pesar de que los países latinoamericanos ratificaron en su mayoría el convenio 189 de la OIT, el trabajo doméstico exhibe en la región porcentajes altos de informalidad, bajos salarios y altísima feminización, rasgos que contribuyen a invisibilizar al sector.
“En Uruguay quienes se emplean en este sector representan una proporción significativa de las mujeres ocupadas (10,5%), tratándose, además, de una ocupación feminizada en extremo con más de un 98% de mujeres, de acuerdo a datos de la ECH-INE 2023”, según un informe sobre trabajo doméstico de la asesoría en políticas de seguridad social del Banco de Previsión Social (BPS) de 2024. El Censo 2023 no proporciona datos sobre la cantidad de trabajadoras domésticas con cama, aunque, según el informe referido, en 2023 más del 8% de los hogares uruguayos contrataron trabajo doméstico, con un promedio de 15 horas semanales. De estos hogares, sólo el 2,8% lo hizo bajo la modalidad “con cama”.
Las trabajadoras domésticas con cama reúnen un conjunto de déficits sociales que las convierten en especialmente vulnerables, incluso más que las que se dedican a la limpieza en grandes superficies, puesto que mientras estas trabajan en grupo, aquellas laboran en solitario, de manera atomizada; en más de un sentido, son las últimas dentro del conjunto asalariado. Entre los déficits, dejo planteados los siguientes.
Primero, la empleada con cama trabaja y vive en el mismo lugar. Las dos coordenadas que orientan la vida, espacio y tiempo, se ven especialmente perjudicadas. En cuanto al espacio, no hay separación entre espacio privado y espacio público. Por otro lado, a la empleada le está vedado gestionar el tiempo no remunerado con autonomía, dado que su domicilio no es su casa. Espacio y tiempo no son controlados por la persona sino por una voluntad ajena. A diferencia del resto de los mortales, la “mucama” no está regida por un conjunto de instituciones sino exclusivamente por una, que no integra como “miembro pleno” por carecer de voz, voto y vínculos de sangre. Para la trabajadora doméstica con cama, la familia es una variante de institución total, no en términos de dominio burocrático vertical, sino más bien porque, a semejanza de la cárcel para el preso, el cuartel para el soldado o el psiquiátrico para los internados, el encierro se prolonga por un tiempo considerable bajo un régimen de control que elimina la vida privada.
Segundo, la empleada tiene un único ámbito de socialización, habita un lugar que no le pertenece y se vincula con una familia que no es la propia, que la contrata por razones instrumentales, no por motivaciones afectivas. En este sentido, muchas veces el afecto que las empleadas desarrollan por los integrantes de la familia no resulta ser recíproco. En caso de que sus empleadores decidan despedirla, la empleada pierde algo más que un trabajo; pierde también su universo afectivo y el ámbito donde desplegar vínculos humanos, desde la familia al barrio.
Tercero, generalmente la empleada no puede traer a parejas ni amigos a la casa de los patrones. Por esto tampoco puede disfrutar de una afectividad mínimamente libre dentro del seno familiar; está sometida a control también en este plano.
Cuarto, la empleada debe usar un uniforme que no eligió de forma permanente, a diferencia de los restantes miembros de la casa, que pueden vestir diversos estilos, según sus preferencias. El “equipo de presentación” de cada miembro de la familia expresa su individualidad y sus propios gustos. En cambio, el uniforme de la empleada no delata su individualidad sino una clase desclasada y un rol social subordinado. Probablemente, estas palabras no digan demasiado. Lo que además de decir seguramente exprese es la película Roma, de Alfonso Cuarón (2018), filmada, al igual que Tratado de invisibilidad, en un riguroso blanco y negro.
A este cuadro se suma el déficit de aseguramiento de las trabajadoras domésticas en América Latina; en promedio sólo una cuarta parte del total trabaja de manera formal. La socióloga Lorena Poblete señala que mientras en Bolivia, Paraguay y Perú menos del 5% del total de trabajadoras domésticas tiene registro en la seguridad social, en otros países la tasa de formalización alcanza a un quinto (Colombia) y a un cuarto (Argentina). Podrá decirse que las bajas tasas de aseguramiento son posibles porque el Estado, que debe fiscalizar y sancionar, no lo hace, soldando una alianza invisible con los patrones. Por su parte, Chile alcanza el 50%, mientras que Uruguay es destacado por la bibliografía como excepción, con más del 70% del registro en el BPS.3 Este porcentaje, que según un informe de la OIT era del 40% en el año 2000,4 escaló a partir de 2006 una vez reinstalados los Consejos de Salarios y extendidos a nuevas categorías laborales, como las trabajadoras domésticas, que ya contaban con sindicato, pero no participaban en las negociaciones. De todas maneras, para las trabajadoras domésticas remuneradas en general y con cama en particular, la vulneración sigue siendo la más alta dentro de la masa asalariada, con el agravante de que resta formalizar al 30% y que algunas que están registradas con 30 o 40 horas en realidad son trabajadoras con cama.
Escribe Poblete: “Las trabajadoras domésticas remuneradas están generalmente sujetas a ilimitadas horas de trabajo e irregularidad en el pago de salarios, así como a la incertidumbre respecto de la duración de sus contratos de trabajo, ya que estos dependen principalmente de las necesidades de la familia empleadora. La mayoría de las trabajadoras del subcontinente son trabajadoras informales sin acceso a derechos laborales y sociales. La informalidad condiciona también el nivel de ingresos –su salario es generalmente más bajo que el mínimo legal– y vuelve el despido mucho más simple, dado que los empleadores no tienen que cumplir con el preaviso ni con el pago de indemnizaciones. Asimismo, la mayoría de las trabajadoras domésticas de los países sudamericanos pueden ser consideradas pobres en función del bajo nivel de sus salarios. Esto las hace particularmente vulnerables a la pérdida parcial o total de ingresos en caso de reducción del horario de trabajo o de despido.
Fernando Errandonea es sociólogo y profesor de Historia. El autor agradece los comentarios a este artículo del periodista y licenciado en Comunicación Lucas Silva.
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Lizé, Laurence. Condiciones laborales en la tercerización: una investigación con trabajadores de limpieza y seguridad. ↩
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Entre los trabajos académicos locales referidos al tema, ver Batthyány, Karina (2012). Estudio sobre trabajo doméstico en Uruguay. Ginebra: OIT. ↩
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Poblete, Lorena. “Las trabajadoras domésticas latinoamericanas frente a la pandemia de covid-19”. Revista Mexicana de Sociología, 85, Ciudad de México, enero 2023-febrero 2023, pp. 137-167. ↩
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Organización Internacional del Trabajo (2012). Panorama laboral 2012. América Latina y el Caribe. Lima: OIT. ↩