Opinión Ingresá
Opinión

Pensar el futuro desde la cultura

5 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

Quien haya visto la serie El eternauta pudo asombrarse de cómo, desde el sur, puede emularse tan bien el cine de Hollywood rico en recursos, efectos especiales y énfasis en la acción. Precisamente porque se trata de un desafío global con dispositivos también globales es que el efecto subyugante es doblemente eficaz. Algo habrá en distopías como esta que cada uno de nosotros, como espectadores, en cualquier parte del planeta lo asimila como una verdad posible. Será, como dice Slavoj Žižek, que hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.

Mirar el futuro hoy ya no puede hacerse con la misma perspectiva que se hizo desde la primera revolución industrial hasta la mitad del siglo XX, apelando a supuestos recursos naturales inagotables o al infinito desarrollo de las “fuerzas productivas”. Aquel optimismo idealista de nuestra condición humana (“naturalmente” poseedora de una racionalidad que la distinguiría para mejor de otras especies), ha cedido su lugar a un pesimismo con largo inventario de hechos que contradicen aquel “imperativo”, hasta disolver el propio humanismo en posible ideología “especista”.

Más allá de consideraciones ideológicas y sentimientos sobre el futuro, hay demasiada evidencia presente sobre lo terrible que podría ser el mediano y largo plazo para los humanos y para toda forma de vida sobre el planeta: calentamiento global, extinción acelerada de especies, contaminación y gestión privada de los recursos vitales (el agua en primer término), aumento exponencial de la desigualdad y, ligado a eso, la certeza de que la verdadera gestión del mundo (política, económica e ideológica) está a cargo de unas pocas empresas y superricos. Si a esto sumamos el hecho de que las izquierdas en el mundo carecen de proyectos de largo alcance, contrariando sus orígenes utópicos, el horizonte se ha vuelto cada vez más oscuro. ¿Pero acaso esa perspectiva sistémica y totalizante es capaz de explicar bien el presente? Claro que no. Falta hablar de todo aquello que no calza, que lo contradice, que lo resiste, que lo niega.

Hay un pasaje en la película Sacco y Vanzetti (Giuliano Montaldo, 1971) en el que el primero dice: “Yo no quiero ser un mártir político, yo quiero vivir”, a lo que él segundo responde: “Yo quiero vivir, pero en otro mundo”. Es una síntesis estupenda sobre el dilema de las izquierdas. Porque un hecho básico que impediría una radical oposición sistémica (un “vamos a cambiar el mundo”) choca con la imposibilidad de vivir fuera de la cultura dominante, eso que hoy para todos nosotros (aun para los más radicales opositores al capitalismo) significa gozar sus placeres y sufrir sus carencias: tener o no tener éxito, tener o no acceso a la siempre renovada oferta de consumo y acumulación simbólica (prestigio, etcétera), vivir todo eso como desafío individual mucho más que colectivo, sentirnos parte de una nación y cultivar sus mitos. En síntesis, la vida pronta para ser vivida, desde nuestros primeros pasos, es cultura e ideología en sentido antropológico (Geertz), una serie de dispositivos y perspectivas compartidas que hacen posible eso que llamamos sociedad.

Una demostración palpable de eso pudimos ver a la salida de la dictadura en Uruguay: muchos ex presos políticos o militantes clandestinos, en pocos años, emprendían actividades lucrativas y profesionales con igual pasión, rigor y dedicación que habían tenido (ayer) para hacer la revolución. Por cierto, nada de eso es censurable, sino muy relevante para calibrar la fuerza de una forma de vivir dominante; la noción de que vivir –lo que se dice vivir– es algo que sólo ocurre en tiempo presente, aceptando –aunque sea en parte– los criterios dominantes.

Allí también está la explicación de fondo (que no es política sino cultural) de dos cuestiones centrales e íntimamente ligadas de la última mitad del siglo XX: el socialismo real, que compartía plenamente los dictados de la Modernidad (individualismo, progreso, nacionalismo, etcétera), se mostró bastante menos eficiente en el cumplimiento de ese programa que los países centrales, un estatus que sus ciudadanos (incapaces de ver la realidad de la periferia porque ellos mismos se sentían ya parte del centro) ansiaban alcanzar a toda costa. La otra cuestión se decantó enseguida: el feroz disciplinamiento de las izquierdas a partir del neoliberalismo de los 80 y 90.

Así como hemos creído en el progreso como técnica al servicio de los humanos, tanto o más descreemos de él cuando las consecuencias de esa creencia (y acción) se vuelven insoportables. Hoy estamos en el comienzo de ese punto.

Si uno analiza los cambios culturales o civilizatorios más importantes de la humanidad, está claro que nada se “desprende” de lo medular como una consecuencia lógica de una forma de vida en dirección a otra, de tal manera que pudiéramos creer en una lenta “evolución”, racional, sin grandes saltos de un punto hacia otro. Siempre ha hecho falta el derrumbe completo –material y simbólico– de una cultura para que los humanos inventen algo distinto, siempre inimaginable cuando el colapso aún no ha ocurrido.

La “función utópica” emancipadora, capaz de imaginar otros mundos y, por eso, de negar el presente con el que disentimos por injusto, desigual y violento, hoy se expresa como resistencia, de forma local, marginal o reducida, y posiblemente lo siga haciendo hasta encontrarnos en un punto crítico en el que, por ejemplo, los recursos de agua, alimento o seguridad sean imposibles de obtener y administrarse por medio de los antiguos mecanismos que –mal o bien– estaban encargados de hacerlo.

El progreso que dinamiza nuestra cultura de origen mercantil e individual, en un sentido mítico (“lo nuevo” como símbolo de la Modernidad, según Frederic Jameson), hay que comprenderlo en sus márgenes y carencias (sobre todo, tomando en cuenta la propiedad material y los objetivos concretos del conocimiento). En realidad, eso que llamamos progreso es el desenvolvimiento natural de una forma de vida destinada a la autodestrucción justamente por la vía de su aceleración. Así como hemos creído en el progreso como técnica_ al servicio de los humanos_, tanto o más descreemos de él cuando las consecuencias de esa creencia (y acción) se vuelven insoportables. Hoy estamos en el comienzo de ese punto.

Si uno recurre a la inteligencia artificial DeepSeek y le pregunta si hay puntos en común en la extinción de las civilizaciones humanas, contesta lo siguiente: “1. Degradación ambiental: muchas civilizaciones agotaron sus recursos (tala excesiva, erosión del suelo, sequías). 2. Conflictos internos: guerras civiles, corrupción y desigualdad debilitaron su estructura. 3. Invasiones externas: presión de pueblos vecinos o migraciones masivas. 4. Rigidez institucional: incapacidad para adaptarse a cambios (climáticos, tecnológicos o sociales) 5. Sobreexpansión: algunas crecieron demasiado y no pudieron mantener el control”.

Indudablemente, surgen muchas similitudes con nuestro presente, pero hay una diferencia que no podemos soslayar: hoy la sobreexpansión no es otra cosa que la universalización del capitalismo y la creciente mercantilización de la vida, una necesaria convivencia de (casi) toda la humanidad bajo determinados parámetros dominantes, y, por tanto, no podríamos considerar la influencia de otros pueblos o culturas como actuales amenazas externas. Sin embargo lo exógeno también existe, pero internamente; está constituido por un largo rosario de creencias, hábitos y disposiciones que luego de cada derrota colonial decide vivir en estado de latencia, consciente de que la modernidad y el capitalismo no pudieron suplirlo, simplemente porque es otra cosa. La cultura es siempre mixtura, y en la modernidad colonial, además de capitalismo, es huella y sobrevivencia de lo aparentemente muerto; no vivimos en una planicie capitalista, instrumental y mercantil, sino alimentados también de lo que –por vías nunca fácilmente perceptibles– se cuela, se mezcla, se mestiza; de lo que nunca ha sido derrotado, en el conocimiento, en el arte, en lo colectivo, en las mujeres organizadas para la vida, en nuestras ruedas de mate y largas conversaciones, en las luchas constantes y duraderas por justicia social.

Estoy convencido de que esa persistencia incidirá en espacios y tiempos inimaginados del futuro. Ojalá que la dimensión de la catástrofe sea proporcional a nuestra capacidad de anticiparla, pero seguramente, luego del derrumbe de nuestra forma de vivir, nuestra memoria y nuestras derrotas –tan universales como la expansión eurocéntrica– aparecerán como las únicas victorias posibles: aquellas que den paso a una nueva forma de vida, acaso un poco mejor (nunca lo sabremos).

El eslogan de El eternauta contiene también una pequeñita parte de esa resistencia: “Nadie se salva solo”; sin dudas, un buen punto de partida.

José Stagnaro es maestro de primaria, magíster en Ciencias Humanas y docente en Formación Docente.

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

¿Te interesan las opiniones?
None
Suscribite
¿Te interesan las opiniones?
Recibí la newsletter de Opinión en tu email todos los sábados.
Recibir
Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura