Visto en perspectiva, la consideración social de los demás animales va en aumento y con ella la relevancia que el tema va ganando a nivel político partidario. Hace seis años, por primera vez surgieron propuestas orientadas directamente hacia el cuidado animal en varios programas de gobierno y la fundación de un partido específicamente animalista. Cinco años más tarde, en la campaña 2024, el bienestar animal se incorporó al discurso público y logró ocupar un lugar de visibilidad junto a las discusiones ambientales y la salud mental. Sin embargo, en la práctica, aún no se ve el impacto positivo de esto.
Es posible que muchos se estén preguntando por qué hablo de los demás animales y específicamente a qué animales estoy haciendo referencia. El lenguaje deja ver cómo pensamos, pero también enmarca nuestro pensamiento. El hecho de que nuestra especie sea una especie más del reino animal no se nos escapa desde el punto de vista biológico; sin embargo, a la hora de pensar en animales, nos excluimos estratégicamente y damos paso a una serie de razones que nos permiten justificar nuestra superioridad. Algo que, por cierto, es absolutamente discutible, pero que aun así no anularía el hecho de que somos animales sociales viviendo en una sociedad con otros animales. Los demás animales son, entonces, todos los individuos de otras especies diferentes a Homo sapiens, con lo que queda en evidencia la enorme diversidad que englobamos, sin más, en el término animal.
Cada vez que se plantea la necesidad de políticas públicas de protección y bienestar animal o un marco legal que ampare a los animales frente a la violencia y la crueldad, se abren extensas discusiones parlamentarias que giran en torno a este problema. ¿A qué animales queremos proteger y a cuáles preferimos seguir usando sin restricciones? ¿Cuáles son los criterios que vamos a establecer para que la vida del perro que vive con nosotros sea protegida, pero la del perro que vive con un cazador sea expuesta y sacrificada a conciencia sin caer en contradicción? ¿Qué características tiene que tener alguien de otra especie para que su muerte o maltrato sea condenado social y legalmente? Estas preguntas, en el Uruguay ganadero y agroexportador actual, nos han llevado siempre a un callejón sin salida.
Es hora de dejar de pensar en proteger a ciertos animales mientras planteamos vagas e infundadas excepciones para otros y empezar a reconocer el gran problema social que afecta a todos los animales, sean humanos o de otras especies: la violencia. Es momento de cambiar el enfoque y empezar a preguntarnos: ¿qué clase de violencia estamos dispuestos a tolerar socialmente?
Hay mucha violencia que aún estamos dispuestos a tolerar, pero no hace falta ser animalista para identificar dónde está la línea de lo intolerable, aquello en lo que la indignación nos une y exigimos una acción del Estado.
No tengo dudas de que muchos nos vamos a sorprender justificando golpes, muerte y explotación en términos de esclavitud. La fuerza de la costumbre y la tradición nos orienta hacia ello y le restamos valor porque hacemos foco en la víctima, que en este caso no es humana, en lugar de prestar atención a la acción. Hay una gran cantidad de violencia que estamos dispuestos a tolerar, invisibilizar e incluso disfrutar socialmente, pero hay límites incluso cuando somos capaces de asumir esto.
A pesar de que aún no queremos cuestionar las prácticas ganaderas, ni pensar en la experiencia de una vaca que llega al matadero, sentimos visceralmente la indignación, el asco y el repudio cuando una persona secuestra a la perra de su expareja y le corta la cabeza. Muchos uruguayos aún disfrutan de las jineteadas, las practican o las defienden, pero esto no evita que levanten la voz pidiendo justicia cuando alguien golpea a su perra arrinconada reiteradamente y este hecho se hace público, o que denuncien las granjas de sangre de yegua, que aún son legales en nuestro país. Algunos incluso podrán sostener que hay que sacar a los perros de la calle porque son un problema o creer que las jaurías son causadas por los perros y no por los humanos irresponsables que abandonan o no evitan que se escapen, pero es difícil que estas mismas personas no sientan rechazo cuando alguien destroza a machetazos a un perro, cortando hasta los huesos, partiendo su columna y con exposición de la masa cerebral, por pasar la cabeza por un agujero en el tejido.
Hay mucha violencia que aún estamos dispuestos a tolerar, pero no hace falta ser animalista para identificar dónde está la línea de lo intolerable, aquello en lo que la indignación nos une y exigimos una acción del Estado.
Hoy el Parlamento discute varios proyectos de tipificación penal y dos de ellos tienen foco en la violencia ejercida sobre animales no humanos; uno de estos incluso incorpora la prohibición y penalización de la zoofilia, que, al ser un tema tabú, ha sido pasado por alto en toda la legislación actual. Sin embargo, no podemos olvidarnos de que han existido cerca de 20 proyectos contra el maltrato animal en la historia de nuestro Poder Legislativo y aún seguimos esperando. Ya es hora.
El mejor momento para esta ley ya pasó; fue hace muchos años cuando se debieron sentar las bases de la sociedad que nos gustaría tener hoy. Aprovechemos este, que es el segundo mejor momento, para que en unos años podamos disfrutar todos de una sociedad que conviva responsablemente con los demás y en la que la violencia no tenga una válvula de escape en víctimas no humanas para pasar a víctimas humanas cuando el ojo del Estado no está presente.
Rita Rodríguez es representante de las Protectoras en el Directorio del Instituto Nacional de Bienestar Animal.