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Exorcismo y enredo

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Los ejes de la Asamblea de la ONU.

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El vapuleo explícito de Estados Unidos al multilateralismo, el avance del reconocimiento del Estado palestino pese a los hechos consumados de Israel en Cisjordania y la búsqueda de antídotos basados en la acción política por parte de Brasil fueron los temas más visibles de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), iniciada el lunes 22. En un eco doméstico, el desconcierto por la tibieza oficial uruguaya ante el genocidio en Gaza se agravó por los acuerdos con un think tank que reúne a lo más granado de la derecha latinoamericana.

Como poseído por un poltergeist cansado, el edificio de la ONU diseñado por Oscar Niemeyer y Le Corbusier ensayó una reacción. Una escalera mecánica detenida y un teleprompter descompuesto fueron sus señales de defensa ante el discurso destructivo para el orden internacional pronunciado por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, el 24 de setiembre. El inquilino de la Casa Blanca se salteó el tiempo previsto para las delegaciones, criticó con dureza a la ONU y dio rienda suelta a su negacionismo climático. Escenas de una película que tuvo, como centro de su trama, el apoyo a Israel.

En Oriente Medio, dijo Trump, “la solución de los dos Estados sería una victoria para Hamas”. Contrastó así con la gran novedad del encuentro de mandatarios: el reconocimiento del Estado palestino por parte de varios gobiernos occidentales. Algunos de un peso tan importante como para tener derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU. Tales los casos de Francia y Reino Unido. Pero también lo hicieron Canadá –incómodo vecino norteamericano–, Australia –clave en el proyecto de vigilancia del Pacífico sobre China–, Portugal, Luxemburgo, Malta y Andorra. El jefe de gobierno español Pedro Sánchez lideró el pelotón europeo a través de varias etapas. Las protestas populares contra la presencia de ciclistas israelíes en la Vuelta de España, el anuncio de Televisión Española de que se retirará de Eurovisión si participa Israel, las conversaciones al interior de la Federación Internacional de Fútbol Asociado y de su sucursal europea para excluir a las selecciones israelíes, y el envío de una fragata para apoyar a la flotilla de barcos de organizaciones de la sociedad civil que buscan llevar ayuda humanitaria a Gaza fueron dando marco y solidez a esta postura de Sánchez. Si se las suma a expresiones sociales ocurridas en varias ciudades de Occidente, parecen pautar el comienzo del fin de la ceguera interesada de los gobiernos ante las acciones de Israel en Oriente Medio. Las presentes y las futuras, como el siniestro plan inmobiliario de Trump para instalar sobre la Gaza reducida a escombros una “Riviera de Oriente Medio” (The Washington Post, 2-9-2024).

Este “estado de la opinión del mundo”, contrario al gobierno actual de Israel, ha sido comparado con las reacciones internacionales que precedieron al fin del apartheid que la minoría blanca sudafricana imponía sobre la población negra del país. “El momento Sudáfrica” le llamó con acierto el politólogo Carlos Luján (la diaria Radio, 23-9-2025). La comparación es válida, aunque ambas situaciones tengan diferencias sustantivas. Sudáfrica, por su carácter segregacionista, estuvo aislada de casi todo el Movimiento de Países No Alineados (Noal) a partir de 1962, e incluso sus apoyos principales en el contexto de la Guerra Fría (Estados Unidos y el Reino Unido) le aplicaron algún tipo de sanciones, en especial durante la administración de Jimmy Carter (1977-1981) y luego de la aprobación de la Ley Integral Anti Apartheid (1986). Tampoco debe olvidarse que su final no se debió sólo a estas presiones internacionales (Sudáfrica, al igual que Israel, ignoró de forma sistemática las resoluciones de Naciones Unidas, varias de ellas vetadas por el gobierno estadounidense de Ronald Reagan), sino que se vio acelerado por la derrota sudafricana a manos de Cuba en la guerra de Angola, en especial después de la batalla de Cuito Cuanavale (1988). “Sin la derrota de Cuito Cuanavale nuestras organizaciones no hubieran sido legalizadas”, dijo el líder del Congreso Nacional Africano y futuro presidente de la Sudáfrica multirracial, Nelson Mandela, para quien esa acción militar implicó “un punto de inflexión” hacia el final “del flagelo del apartheid” (discurso pronunciado el 26 de julio de 1991, durante la primera visita de Mandela a Cuba, un año después de su liberación de prisión).

En cambio, Israel está lejos de cualquier derrota militar inmediata, por lo que habrá que ver si este crecimiento de las medidas internacionales, que en ningún caso llegan a la ruptura de relaciones diplomáticas, alcanza, por sí solo, para debilitar la voluntad de Tel Aviv de impedir un Estado palestino. Las amenazas del primer ministro Benjamin Netanyahu parecen mostrar una decisión impermeable. Es que la obsesión de Israel con Gaza no es nueva. “Quisiera que Gaza se hunda en el mar”, dijo en 1992 Isaac Rabin, luego del fracaso del “traslado” de 1977 y antes del desmantelamiento de los asentamientos israelíes en el intento de “desconexión” de 2005 (ver Alain Gresh, “Vaciar Gaza, ese viejo sueño israelí”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, marzo de 2025). Tampoco es nueva su actitud de desconocer las resoluciones de la ONU respecto de Palestina, en especial aquellas que llaman a volver a las fronteras previas a 1967 y las que consideran ilegales los 144 asentamientos de colonos en Cisjordania. Más que asentamientos, ciudades. Obstáculos urbanos de más de medio millón de personas instalados en tierras invadidas (“Occupied Palestinian Territory: Humanitarian Situation Update”, ochaopt.org, agosto de 2025). Esta realidad en el terreno parece impedir en la práctica, y volver inocuo el reconocimiento de un Estado que no podrá ejercer soberanía sobre el territorio que en teoría le pertenece.

Punto de inflexión

Así como los Noal se adelantaron en décadas al aislamiento internacional de Sudáfrica, los países de América Latina reconocieron al Estado palestino desde comienzos de los años 2000. Como es sabido, Uruguay lo hizo en 2012, durante el gobierno de José Mujica. A Mujica, precisamente, citó el presidente de Brasil, Lula da Silva, en esta Asamblea General de la ONU.

Además de condenar el genocidio en Gaza, y quizá como eco de su trayectoria de viejo izquierdista, Lula ordenó el mundo y no se limitó a la enumeración de problemas. Lo ordenó en pares. Algunos dialécticos. Otros dicotómicos. Matonismo global y autoritarismo doméstico. Prosperidad de unos pocos y pobreza social y climática de las mayorías. Multilateralismo como única alternativa para la multipolaridad. En casi todos los casos atravesados por una perspectiva de clase, la más olvidada de las perspectivas. En ese sentido, y comenzando por el primero de esos pares de análisis, lo más interesante de sus palabras no fue tanto su previsible rechazo a las acciones unilaterales de Estados Unidos en el mundo –con su mención lateral al uso de la categorización de terroristas para los cárteles como sostén de los ataques contra lanchas en el Caribe–, sino el vínculo que tendió entre la erosión del multilateralismo y el debilitamiento de la democracia.

Para un país como Uruguay trabajar diplomáticamente en la dirección opuesta de quienes erosionan la normativa que rige para el vínculo civilizado entre las naciones debería ser una cuestión de seguridad nacional. No sólo ética, que también lo es. En suma, un imperativo de acción política.

Así como Trump ataca a la ONU, también apoya los intentos de desconocer los resultados electorales. Y en una combinación entre ambas acciones, intenta presionar a la Justicia de un país soberano para influir en la condena de un expar que también realizó un asalto a las instituciones en rechazo al mandato de las urnas. Pero no se refiere a la “democracia formal”, Lula, sino que, para llegar al segundo de los pares de análisis, habla de la democracia sustantiva. De un fracaso sistémico que se produce más allá de las libertades civiles y que abarca la pobreza, la inequidad y la inseguridad alimentaria. Para combatir esa realidad, Lula no temió empujar, también desde esa tribuna, la idea de un impuesto mundial a los súperricos, como les llamó. Además de proveer a la prensa de titulares sobre Oriente Medio (en Gaza “están sepultados el derecho internacional humanitario y el mito de la superioridad ética de Occidente”), puso el foco en las inequidades que se esconden también en la crisis ambiental. Los “200 años de emisiones” de carbono que están por detrás de la prosperidad de los países ricos. Y por último, multilateralismo y multipolaridad. No son sinónimos, nos recuerda. Multipolar es el mundo, quiérase o no. Multilateral debe ser el abordaje para que esos polos no choquen, se friccionen y se destruyan o lleven al colapso (ambiental y social) del planeta.

Acción política

Al día siguiente, en una sala más íntima, aterrizó esas ideas a la acción política. Las puso en el contexto de la actual correlación de fuerzas de las izquierdas latinoamericanas. Fue en el foro “En defensa de la democracia, lucha contra el extremismo” (24 de setiembre). Primero confesó su obsesión por la democracia desde que se levanta cada día hasta que vuelve a apoyar la cabeza en la almohada por la noche, pero también por la organización de los sectores populares. “Porque si no la organizamos, la democracia pierde”, dijo. Mutación de aquel precepto leniniano de que la revolución no se hace, sino que se organiza. “¿En qué es que la izquierda se equivocó para que la derecha creciera como ha crecido?”, se preguntó. El video de la transmisión en vivo lo muestra enfrascado en esa pregunta, volcado sobre la pantalla que casi no lee, gesticulando sobre el micrófono como si estuviera razonando con sus pares en una pequeña asamblea metalúrgica de fábrica, con un puñado de asistentes. A su lado, el presidente uruguayo, Yamandú Orsi, recostado sobre el respaldo de la silla verde limón, con la cabeza ladeada y apenas sostenida por el índice en el pómulo mientras el dedo cordial se posa sobre la boca, a mitad de camino entre el gesto de hacer silencio o de morder el borde exterior de la uña. Lula llega entonces al meollo de la cuestión: “Muchas veces ganamos una elección con discursos de izquierda y cuando comenzamos a gobernar atendemos más a los intereses de nuestros enemigos [...], con la necesidad de contentar al mercado [en lugar de hacer caso a] nuestros electores, que salieron a la calle [para que ganáramos las elecciones]. Ese es el fracaso de la democracia”.

Resulta difícil no vincular ese diagnóstico de Lula (y la atenta, casi apesadumbrada, escucha de Orsi) con el malestar que acompañó desde las redes sociales de la militancia frenteamplista el viaje del mandatario uruguayo a la ONU. De forma esperable, se le criticó la nueva oportunidad perdida de llamar por su nombre al genocidio que viene cometiendo Israel en Gaza. Pero eso, por esperable en el contexto de una necesidad imperiosa de no espantar a los dueños de los dos votos que le faltan en Diputados para aprobar el presupuesto quinquenal, más que un malestar fue una catarsis. Un “tampoco ahora”, apagado incluso por detrás de lo destemplado de algún posteo. Lo que sí descolocó y sacó de las casillas fue el anuncio de la llegada al país del Centro Adam Smith para la Libertad Económica, de la Universidad de Florida, para “desarrollar actividades de debate y formación” (la diaria, 25-9-2025). No tanto por el nombre del padre del neoliberalismo en el título del centro. Como si fuera una provocación, entre sus autoridades está Juan Guaidó, el político venezolano utilizado por la derecha latinoamericana para intentar un cambio de régimen en Caracas. Pero no sólo él. El quién es quién de las autoridades y fellows y cuadro de honor del Adam Smith es un verdadero catálogo de la derecha en la región. Desde los expresidentes Mauricio Macri (Argentina) y Lenin Moreno (Ecuador) hasta los poseedores de pésimos antecedentes respecto de los derechos humanos Álvaro Uribe e Iván Duque (Colombia), acusado uno de vínculos con el paramilitarismo y el otro de que bajo su gobierno se haya producido el asesinato de campesinos que se hacían pasar por guerrilleros en el escándalo de los “falsos positivos”. Por no hablar de Luis Almagro, el excanciller de Mujica mutado en hombre de confianza hemisférica de Washington que debería generar urticaria en el Movimiento de Participación Popular. Una decisión difícil de entender.

“Huele a azufre”

La frase la dijo hace 14 años, en el ámbito de la Asamblea General de la ONU, el entonces mandatario venezolano, Hugo Chávez. Estaba aludiendo a la presencia un día antes de su par estadounidense George W Bush. Visto en perspectiva, las cosas se han degradado bastante desde entonces. Es verdad que Bush había incumplido con la Carta de la ONU tres años antes, en 2003, cuando invadió Irak al margen de la legalidad internacional en busca de armas de destrucción masiva más fantasmales incluso que la fuerza animista que poseyó a la escalera mecánica que se detuvo ante el paso de Trump. Pero si bien Bush conceptualizó la no tan original doctrina de la guerra preventiva en su Estrategia de Seguridad Nacional de 2002, escrita al calor de los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono del 11 de setiembre del año anterior, y luego se salteó a la ONU para aplicarla contra los iraquíes, al menos intentó tejer con el organismo consensos a posteriori. Ese camino de los hechos consumados, que mantenía las formas, saltó por los aires con la segunda presidencia de Trump.

Las sesiones de la Asamblea General se convirtieron en la caja de resonancia ideal para este comportamiento de Trump. Disruptivo, aunque anunciado. El propio eslogan de campaña, “Estados Unidos primero”, ya preveía que todo lo demás quedaría en segundo plano. Las potencias rivales (con China como némesis y Rusia como caso paradojal de intereses estratégicos contrapuestos y sintonía personal con el presidente ruso, Vladimir Putin), los que considera que le han quitado espacio fiscal con la mano de obra barata y otras condiciones que atrajeron industrias (México, India), pero también los socios de siempre a los que no dudó en humillar con la imposición de aranceles unilaterales (como la Unión Europea). Eso sería “apenas” un juego de Monopoly global si su carácter destructivo no se hubiera extendido a las instituciones multilaterales y a las acciones de mitigación de la degradación ambiental.

Aquí es posible seguir la línea de razonamiento que propuso Lula en el foro del día siguiente (“Foro del día siguiente” podría haber sido un buen título anticipatorio para que la izquierda se piense a sí misma en un futurible que le resulta existencial). De ese modo, más que entender lo que hace Trump, hay que entender por qué se han generado las condiciones para que pueda hacerlo. En las instancias multilaterales, por ejemplo.

En ese punto, para un país como Uruguay –sin otra capacidad de defensa que la legalidad internacional– trabajar diplomáticamente en la dirección opuesta de quienes erosionan la normativa que rige para el vínculo civilizado entre las naciones –llámense Trump o Netanyahu– debería ser una cuestión de seguridad nacional. No sólo ética, que también lo es. En suma, un imperativo de acción política.

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