La 80ª Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que comenzó el martes, es una muestra de los problemas crecientes en el plano de las relaciones internacionales, muy vinculados con las políticas que aplica el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, aunque no se deben sólo a ellas.
Que esta sea la octogésima sesión ordinaria de la Asamblea General nos recuerda que la ONU se formó en 1945, en el marco de los acuerdos entre las potencias victoriosas de la Segunda Guerra Mundial, “con el propósito declarado de mantener la paz y la seguridad internacionales, fomentar las relaciones amistosas entre estados, promover la cooperación internacional y servir de centro para armonizar las acciones de los estados en el logro de dichos objetivos”, como se puede leer en Wikipedia. 80 años después, el foro mundial no logra impedir que nos alejemos de aquellos objetivos.
Golpe a golpe, veto a veto
El discurso de Trump en la primera jornada representó bien el modo en que sus acciones y su discurso socavan los principios básicos de la ONU. En la política exterior, el mandatario estadounidense se comporta como un empresario inescrupuloso y rapaz del sector privado: amenaza, engaña y rompe los acuerdos cuando le parece conveniente. No sólo es un interlocutor poco confiable, que busca y logra ser más temido que respetado; el poderío del país que gobierna determina que esa conducta desvirtúe y erosione todo el sistema de normas internacionales construido durante ocho décadas.
La situación es especialmente grave, porque ese sistema de normas, concebido para definir objetivos comunes y regular el avance hacia ellos, constituye la mejor esperanza del mundo ante tareas enormes. Algunas de ellas son clásicas, como las relacionadas con la paz, los derechos humanos y la asistencia al desarrollo. Otras se relacionan con riesgos crecientes como los ambientales –que Trump niega– o los creados por el crimen organizado internacional. Todas requieren garantías básicas para el debate y la negociación multilateral.
El sistema de la ONU tiene desde siempre importantes carencias en este sentido, porque no surgió ni podía surgir de un acuerdo democrático entre pares, sino de relaciones de fuerzas muy desiguales, que permitieron a cinco potencias adjudicarse la membresía permanente en el Consejo de Seguridad y la capacidad de vetar cualquier resolución “sustantiva”. La cuestión candente de la matanza en Gaza, cometida por el gobierno israelí de Benjamin Netanyahu, es hoy el gran síntoma mundial de ese desequilibrio.
En 1972, Estados Unidos utilizó su poder de veto para impedir una resolución de condena a Israel, y desde entonces ha hecho lo mismo decenas de veces. En la actualidad, esa potestad estadounidense es la causa principal de que la ONU no pueda intervenir para frenar las atrocidades en Gaza ni reconocer un Estado palestino.
Con miras a una reforma de la ONU, el gran obstáculo es que cualquiera de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad puede vetar un acuerdo que le quite la capacidad de vetar.
Caminos a construir
En la Asamblea General se han oído discursos potentes contra las políticas de Trump. Es valioso que se hayan pronunciado, y muchísimas personas reenvían en redes sociales las intervenciones del presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva o de su par colombiano Gustavo Petro, entre otras, para expresar su apoyo a que se diga lo que hay que decir. Lamentablemente, hace falta mucho más que eso para que cesen las prácticas imperialistas del gobierno estadounidense o el terrorismo de Estado del israelí.
Está por verse si el sistema institucional y la ciudadanía de Estados Unidos toleran la continuidad de los atropellos de Trump, que también son crecientes en la política interna. En todo caso, el resto del mundo haría bien en no esperar sentado.
La capacidad militar es, sin duda, un respaldo muy relevante a las decisiones del presidente estadounidense, pero, pese a su descomunal magnitud, no puede mantener sometido a todo el planeta; por lo general, pesa más el poderío económico. Los países aislados tienen muchísimo que perder contra Trump, pero es posible construir acuerdos que acoten y amortigüen sus represalias.
No entusiasma, por supuesto, la alternativa de caer de la sartén al fuego con el amparo de China, cuyo sistema de gobierno poco tiene que ver con nuestra concepción de la democracia. Además, el gigante asiático tiene su propia estrategia para el predominio, lenta y precavida (este es el tercer año consecutivo en que el presidente Xi Jinping no asiste a la Asamblea General de la ONU), que no va a modificar por nuestras urgencias.
Trump puede impedir en la ONU que se condene a Israel y se incorpore a un Estado palestino. No puede impedir que ese Estado sea reconocido y apoyado, ni que el gobierno de Netanyahu afronte consecuencias internacionales de sus crímenes, si se suma la cantidad suficiente de voluntades. Como dicen que dijo Bertolt Brecht, “estos tiempos son duros, pero tienen que cambiar”.