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El presidente bielorruso, Alexander Lukashenko, durante la rueda de prensa ofrecida en Minsk, Bielorrusia, el 20 de diciembre.

Foto: Efe, Tatyana Zenkovich

Alexander entre dos mundos

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El presidente reelecto de Bielorrusia intenta convencer a sus vecinos de Rusia y Europa sin perder su estilo.

“Es un defensor de los programas internacionales que garantizan los derechos humanos y las libertades fundamentales, de la lucha contra el terrorismo, la violencia, la drogadicción y el alcoholismo”, reza la página oficial del presidente bielorruso, Alexander Lukashenko. “El Estado nunca me permitirá ser un dictador pero el estilo autoritario está en mí y siempre lo he reconocido”, dijo en su momento el mandatario.

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Alexander Grigoryevich Lukashenko nació un 31 de agosto, hace 56 años, en una de las entonces repúblicas soviéticas, Bielorrusia, que significa “Rusia blanca”.

La biografía publicada en la página web oficial de la presidencia de ese país es elocuente. Según ese texto, la falta de figura paterna en su juventud determinó su carácter “perseverante”. Desde 1994 Lukashenko mantiene su cargo, en el que fue electo cuatro veces, la última el domingo, en elecciones denunciadas como fraudulentas.

Su biografía oficial afirma que haber tenido que “cargar con una parte considerable del cuidado de su familia” explica por qué desarrolló “desde la infancia [...] el respeto del trabajo” y la “sensibilidad ante la verdad”.

Lukashenko comenzó su carrera política luego de haber dirigido una explotación agrícola colectiva en la década de 1980. Según la página de Presidencia, cuando el Parlamento bielorruso tuvo que pronunciarse sobre la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), él fue el único diputado en votar en contra.

Antes de ser elegido presidente en 1994, en las primeras elecciones libres después de la independencia de la URSS, se había destacado por su trabajo contra la corrupción.

Al año de asumir estimó que las políticas domésticas de Adolf Hitler en Alemania no habían sido “del todo malas” y a los dos años alargó los mandatos presidenciales de cuatro a cinco años, disolvió el Parlamento y eligió sus nuevos integrantes. Además, extendió otros dos años su mandato en curso.

Su reelección en 2001 pasó inadvertida ante la comunidad internacional porque a las 24 horas ocurrieron los ataques del 11 de setiembre en Estados Unidos. Tres años después del inicio de ese gobierno, puso fin a la limitación del número de mandatos y dos años después fue reelecto otra vez.

En 2005 la entonces canciller estadounidense, Condoleezza Rice, puso a Bielorrusia entre los seis países que formaban el “eje del mal”, junto con Irán, Corea del Norte, Myanmar, Zimbabue y Cuba. A su entender, Lukashenko era “el último dictador de Europa” y había establecido “un régimen opresivo en el corazón de Europa, aislado de sus vecinos y con una sociedad dividida”.

Para otros, Lukashenko no está tan aislado. “Lleva 16 años engañando a Occidente y a Rusia”, opinó el economista bielorruso, Leonid Zaíko, asesor de un candidato opositor, que además conoce el gobierno porque integra un consejo consultivo de la presidencia creado a pedido de la Unión Europea, informó el diario español El País. Según Zaíko, Lukashenko aprovecha la situación geográfica estratégica de su país, que lo coloca como bisagra entre Rusia y Polonia, entre Moscú y la Unión Europea. El instrumento clave en este delicado equilibrio es el gas, porque el preciado hidrocarburo ruso transita por Bielorrusia hacia Europa. Además, es tradicional que Minsk goce de un convenio muy favorable en el precio de esa energía pero también del petróleo ruso, y esto le permite mantener la economía y la estabilidad del país, que se enorgullece de su baja tasa de desempleo. No obstante, la relación con Moscú ya no es la de antes.

Las “guerras del gas”, su negativa a reconocer la independencia de las provincias separatistas georgianas de Osetia y Abjasia, y el asilo acordado al enemigo de Rusia y ex presidente kirguís Kurmanbek Bakiev fueron más que suficientes para que las relaciones entre Minsk y Moscú se hicieran más incómodas y, en los últimos meses, Rusia decidió poner fin a los subsidios al suministro de gas a su país.

Los posicionamientos de Minsk que molestaron a Moscú no fueron casuales. La decisión de no reconocer a Osetia y Abjasia le valieron el apoyo de Georgia en las elecciones del domingo mediante el envío de observadores. Además, para ganarse los favores estadounidenses y sobre todo europeos, Lukashenko hizo promesas de democratización.

En los últimos cinco años Lukashenko, apodado “Batka” (“padrecito”), igual que Iósif Stalin en su época, ha dejado de lado su retórica antioccidental. Además, China y Venezuela aparecen hoy como posibles suministradores de petróleo alternativos a Moscú.

Pese al distanciamiento de Rusia, días antes de la última reelección de Lukashenko, los dos países firmaron nuevos acuerdos que, según Zaíko, contribuyen con una subvención de 4.000 millones de dólares a la economía bielorrusa, que está endeudada en casi 50% del Producto Interno Bruto y que deberá saldar cuentas en 2011 y 2012. Por ese motivo se perfilan grandes privatizaciones. Hoy la mayoría de las empresas está en manos del Estado.

Según Pilar Bonnet, corresponsal del diario español El País en Minsk, se ven en Bielorrusia señales de cierta apertura, parecidas a las que se registraron en España al final del franquismo. Se destaca, en las diversas reseñas sobre el país, la cantidad de jóvenes exiliados -unos 700.000- que no apoyan al líder, a diferencia de los campesinos y los jubilados. Según el diario español El Mundo, Lukashenko compartió la siguiente reflexión: “El Estado nunca me permitirá ser un dictador pero el estilo autoritario está en mí y siempre lo he reconocido”.

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