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La condena a Juan María Bordaberry por golpista nos obliga a reconocer que el Derecho expresa, en el fondo, relaciones de poder político y que, por lo tanto, está sujeto al vaivén de las relaciones de fuerzas, aunque a muchos les guste más creer que sólo reconoce verdades inmutables.

En una nota publicada el 23 de setiembre de 2005 por el semanario Brecha, un gran periodista llamado Guillermo Waksman recordaba que en 1986 la Suprema Corte de Justicia no hizo lugar a una denuncia por violación de la Constitución contra Bordaberry, en su calidad de autor del golpe de Estado, “por entender que para ser juzgado penalmente debía haberlo sido previamente, en tiempo y forma, por el Poder Legislativo”, pese a que “los plazos constitucionales para el juicio político habían vencido en 1976, cuando el Poder Legislativo estaba disuelto” (justamente por el decreto golpista que el denunciado firmó el 27 de junio de 1973). Señalaba también que a fines de 2004 la jueza Fanny Canessa dispuso el archivo de otra denuncia contra el ex dictador por la misma causa, alegando que “había ‘cosa juzgada’, a pesar de que el caso nunca llegó a juzgarse” y de que se trataba de “el delito más fácil de probar de la historia judicial uruguaya”.

¿Será que la ciencia jurídica se ha perfeccionado en las últimas décadas y permite ahora corregir errores del pasado? ¿Será, por el contrario, que esa ciencia ha involucionado, y que antes se interpretaban mejor la Constitución y las leyes? ¿O será que la diferencia de criterio no se relaciona con el saber de los magistrados, sino con el hecho evidente de que los tiempos políticos han cambiado?

Hay quienes piensan que los derechos de cada ser humano están establecidos por un orden natural y eterno, que las leyes se limitan a “reconocer”, aunque algunos de esos derechos se reconozcan mucho después que otros (como si se tratara de un proceso similar al de identificar los códigos genéticos, pero enormemente más lento). Parece más acertado notar que los derechos se conquistan -o se pierden- en procesos históricos. Y que, por lo tanto, el valor de la “seguridad jurídica” es relativo (si no lo fuera correspondería, por ejemplo, aplicar criterios de reparación integral a los descendientes de los reyes que perdieron su poder sobre estas tierras hace un par de siglos).

La Ley de Caducidad, que subordinó el desempeño judicial a la voluntad presidencial, fue una cruda muestra de que el Derecho expresa relaciones de poder. Los parlamentarios que la aprobaron no eran oráculos reveladores de un designio sobrenatural sino políticos con objetivos propios y coyunturales.

La fórmula que se les ocurrió a las apuradas es, desde el punto de vista técnico, un mamarracho y también lo son las interpretaciones de esa ley que se han aplicado en los últimos tiempos, para dar paso a los juicios que la mayoría parlamentaria de 1986 quiso bloquear. Ahora pueden desarrollarse largas discusiones sobre la pertinencia de que la norma se anule, se derogue o se declare inexistente. Pero el fondo del asunto nunca ha sido un problema de teoría jurídica. Como nunca estuvo en duda que dar un golpe de Estado fuera delito.

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