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Mañana se realizará una vez más la Marcha del Silencio. Cuando se llevó a cabo la primera, hace catorce años, la mayor parte del sistema partidario (incluyendo a la mayoría de los dirigentes del Frente Amplio) estaba en otra cosa.

En 1996, a comienzos de la segunda presidencia de Julio María Sanguinetti, se abordaba un programa de reformas (educativa, jubilatoria, electoral) apoyado por una coalición con mayoría parlamentaria, cuya intención declarada era modernizar al país con más mesura que la mostrada, en el período anterior, por el gobierno de Luis Alberto Lacalle. La cuestión de los crímenes cometidos por la dictadura parecía lejos de la agenda política, aunque hacía sólo un año que el hallazgo del cadáver de Eugenio Berríos había puesto en evidencia algunos costos de la impunidad. Desde fines del 92 ni siquiera se realizaba la tradicional manifestación de los viernes a las 19 horas en plaza Libertad, en la que familiares de detenidos desaparecidos se habían hecho presentes desde la salida de la dictadura. La memoria parecía perderse y la verdad parecía perdida. La justicia había sido negada más de tres veces, por los poderes del Estado y el cuerpo electoral convocado al referéndum de 1989.

Hace 24 años, en 1986, el Parlamento aprobó la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado a marcha forzada, cuando faltaban pocas horas para el momento en que los primeros militares citados por denuncias de violaciones de los derechos humanos debían comparecer ante la Justicia. Algunos dirigentes políticos aseguraban que no se presentarían, y que por lo tanto quedaría a la vista la imposibilidad de que el Poder Judicial investigara el terrorismo de Estado. Alegaban que, en esas presuntas circunstancias, era preferible disimular, dejando sin efecto las citaciones. Otros sostenían que la actuación de los jueces era posible pero inconveniente, e incluso -paradójicamente- injusta, porque violentaría el espíritu de perdón y reconciliación que había orientado y hecho posible la salida de la dictadura. Había también quienes se presentaban como los mayores enemigos de la dictadura y del modo en que se había negociado la salida, pero argüían que el resultado ya era irreversible. Todos ellos pactaron, votaron y defendieron un proyecto que no expresaba en cuál de las tres tesis se apoyaba, violatorio de acuerdos internacionales, inconstitucional y disparatado. Suponían que sería ilevantable.

Hace 34 años, el 20 de mayo de 1976, aparecieron asesinados en Buenos Aires Rosario Barredo, Héctor Gutiérrez Ruiz, Zelmar Michelini y William Whitelaw. La Justicia uruguaya procesó en 2006, como autores intelectuales, a Juan María Bordaberry y Juan Carlos Blanco, que en el momento de los crímenes ocupaban altos cargos de la dictadura cívico-militar. No cabe duda de que aquellas muertes se produjeron en el marco de la coordinación represiva de los regímenes sudamericanos de la época, y no parece casual que se hayan decidido cuando las cuatro víctimas participaban en contactos políticos para articular una salida democrática.

Para quienes vivíamos “en libertad” bajo la dictadura, en condiciones que muchos no conocen porque no habían nacido, porque eran exiliados o porque ya estaban presos -como el actual presidente de la República- antes del golpe de Estado, las muertes de Barredo, Gutiérrez Ruiz, Michelini y Whitelaw pudieron parecer, hace 34 años, un punto final. Como la ley de impunidad hace 24. Como el debilitamiento de los reclamos de verdad y justicia hace 14. Pero no...

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