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Restos de verdad

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Columna de opinión.

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La aparición de restos de desaparecidos tiene, y esperemos que siga teniendo, un profundo impacto público en la sociedad uruguaya. Actúa como la confirmación de las brutales acciones cometidas por la dictadura. El impacto es emocional y político.

La descripción de la ejecución de un hombre de 68 años que arroja la evidencia forense desafía cualquier argumentación que intente moderar los crímenes cometidos en dictadura y revive las brutales dimensiones de esa experiencia. Es político porque la evidencia confirma la verdad que los movimientos de derechos humanos han denunciado por décadas, y que algunos han intentado relativizar y otros han buscado negar.

Sin embargo, en el caso de Julio Castro la evidencia también interpela algunas de las estrategias que la sociedad uruguaya ha desarrollado para buscar la verdad.

Castro “fue sometido a torturas, a consecuencia de las cuales falleció”. Ésa fue la versión que la Comisión para la Paz entregó a sus familiares. Para la comisión, se trataba de uno de los 32 casos de uruguayos desaparecidos que en su gran mayoría habían muerto como “consecuencia de los castigos recibidos”. La información suministrada partía de fuentes militares anónimas que sostenían orgullosamente lo que reiteró el viernes el torturador Jorge Silveira: las Fuerzas Armadas uruguayas, a diferencia de las argentinas, no asesinaban y, en todo caso, las muertes eran por “excesos” en el interrogatorio.

Castro fue ejecutado de un disparo en el cráneo y enterrado en una profunda fosa dentro de un batallón militar. El crimen no parece ser el resultado de un exceso. Y las circunstancias del enterramiento no parecen corresponder a un comportamiento individual sino a una política institucional de ocultamiento. Si a esto agregamos que luego de su muerte el gobierno desarrolló una operación de contrainformación diciendo que Castro había viajado a Buenos Aires, parece claro que fueron planificados tanto el crimen como el ocultamiento.

En síntesis, la evidencia encontrada pone seriamente en duda el argumento militar. Los militares uruguayos también ejecutaban a sangre fría. Esta constatación nos lleva a revisar las circunstancias de la muerte de los desaparecidos en Uruguay, y parece reafirmar las hipótesis sugeridas por investigadores y periodistas acerca de la posibilidad de que varios uruguayos desaparecidos en Argentina hayan sido traídos y ejecutados por militares uruguayos en territorio nacional.

La mentira que develó la fosa encontrada en el Batallón 14 también interpela una de las estrategias llevadas adelante por los últimos tres gobiernos (Batlle, Vázquez, Mujica) en la búsqueda de la verdad. En los tres casos se apostó a la colaboración militar.

La idea era que algunos involucrados en los procesos represivos tenían voluntad de colaborar en la búsqueda de la verdad por una diversidad de motivos que iban desde principios morales hasta razones de oportunidad.

Las tristes imágenes del secretario de Presidencia Gonzalo Fernández llevando a Macarena Gelman a visitar en 2005 la presunta tumba de su madre en el Batallón 14 en un lugar donde no había nada, así como la de los familiares de Castro constatando que habían sido engañados por casi diez años, muestran la fragilidad de dicha estrategia y abren importantes dudas acerca de los éxitos de la colaboración militar.

Aunque los ciudadanos comunes no tenemos toda la información de estos procesos, parece ser que la investigación desarrollada desde la Universidad de la República y la presión de los procesos judiciales han colaborado mucho más en la búsqueda de la verdad que las declaraciones de represores con dudosos ánimos reconciliatorios y certeros miedos a los tribunales.

Por último, el caso Castro también interpela visiones más generales de la historia reciente. Las elites políticas han intentado reducir la experiencia histórica del terrorismo de Estado a un enfrentamiento entre dos bandos y cuya solución requeriría “sellar la paz”, al decir de Batlle, o el “Nunca Más orientales contra orientales” de Vázquez. Otros sectores tanto de la derecha (Sanguinetti, Lacalle y los militares) como de la izquierda (fundamentalmente algunos tupamaros) han querido reducir la experiencia autoritaria a la dinámica originada en el enfrentamiento militar entre guerrilla y Ejército.

¿Cómo entra en esta historia un maestro de 68 años, de militancia independiente dentro de la izquierda? ¿Cómo se explica su ejecución sumaria en 1977, cuando ya no había guerrilla ni formas de resistencia social, con estos estrechos marcos interpretativos de la historia reciente? El caso de Castro no se adapta a esas formas de contar la historia.

Castro era peligroso para la dictadura y por eso fue asesinado, como lo fueron Michelini, Gutiérrez Ruiz y otros que venían de propuestas moderadas. Aquellas distinciones que tuvo la izquierda no resultaban tan relevantes para la dictadura.

Sería bueno que algunos dejaran de mirar su ombligo. Lo que la dictadura intentó contener y destruir fue a una enorme y heterogénea fuerza crítica que desde mediados de los 60 buscó, por diferentes medios, caminos de democratización social, en el marco de una crisis que tendía a cancelar las expectativas de prosperidad para los sectores populares.

La dictadura operó contra toda esa fuerza crítica, fuera intelectual, política o social, fuera armada o pacífica, clandestina o legal, reformista o revolucionaria, fuera del Frente Amplio o de la centroizquierda de los partidos tradicionales. La trayectoria de Castro y su trágico final representan una buena imagen de todo aquello que la dictadura aborreció.

Carlos Giambruno, delegado por la dictadura a la comisión de Derechos Humanos de la ONU, dijo en 1981 que Julio Castro había sido “el hombre que más problemas le había causado al Uruguay” por su rol en las redes internacionales de solidaridad contra la dictadura y por los reclamos suscitados tras su desaparición. Sería bueno que junto al recuerdo de su trágico final también tuviéramos presentes sus proyectos, así como los de tantos otros “causantes de problemas” que la dictadura intentó destruir, en lugar de pensar en cerrar heridas que inevitablemente seguirán abiertas.

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