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Durante años fue difícil revisar el debate dentro del Frente Amplio (FA) sobre la participación en las elecciones internas de 1982. Resultaba inevitable que muchos frenteamplistas lo recordaran para darle palo al Partido Comunista del Uruguay (PCU), y que desde él otros trataran de minimizar la importancia del asunto. Primó, como en lo referido a varios otros desencuentros del pasado, el criterio cervantino de que era mejor no menearlo, en nombre de la unidad y para no poner en tela de juicio prestigios personales o sectoriales, aunque eso disminuyera también la posibilidad de aprendizaje colectivo.

Hace 20 años que la crisis del PCU hizo menos probable que revisitar aquella polémica incidiera en “la interna” frenteamplista, y los principales participantes en la discusión están muertos, pero el tema sigue casi olvidado, aunque su relevancia histórica es indudable. Con independencia de las opiniones sobre quién tenía razón, o del difícil ejercicio de imaginar qué habría ocurrido si el desenlace hubiera sido otro, es evidente que la forma en que se procesó el debate (incluyendo por supuesto la conducta del PCU) fue decisiva para que el FA se recompusiera en la salida de la dictadura, con un liderazgo reforzado del general Liber Seregni. Casi nada.

Hay que tomar en cuenta ciertos datos que hoy pueden pasar inadvertidos. El FA, fundado en 1971, había tenido menos de dos años y medio de funcionamiento legal antes del golpe de Estado de 1973, y desde entonces habían transcurrido nueve de dictadura. Más allá de lo que se hacía desde la clandestinidad, la vigencia del frenteamplismo estaba muy lejos de ser un hecho indiscutible, incluso entre los padres de la criatura.

El Partido Demócrata Cristiano (PDC), que había sido uno de los principales convocantes a la creación del FA, y cuya presencia en él era una notoria particularidad del invento en escala internacional, se mantenía a distancia, y si bien había dirigentes del PDC comprometidos con la idea de retomar el camino emprendido en 1971, otros alentaban el proyecto de una “nueva fuerza” que no incluyera a los comunistas ni a quienes habían optado por la lucha armada.

El PCU, cuya presencia organizada en la resistencia contra la dictadura persistía con un alto costo, tenía a la mayoría de sus principales dirigentes fuera del país, donde no sólo participaba en organizaciones frenteamplistas sino también, desde 1980, en la Convergencia Democrática Uruguaya (CDU), junto con otras figuras y grupos del FA y de los partidos tradicionales (muy especialmente de Por la Patria, el sector blanco liderado por el también exiliado Wilson Ferreira Aldunate). La CDU era relevante para la difusión de denuncias contra la dictadura y la búsqueda de su aislamiento, pero muchos no comunistas, dentro y fuera de Uruguay, la miraban con desconfianza, como posible esbozo de una alianza capaz de desdibujar al FA y subordinarlo a los esfuerzos de Ferreira por regresar al país y ser presidente. A su vez, los debates en Uruguay se mezclaban con viejas y nuevas querellas entre comunistas y no comunistas.

La idea del “voto programático” a los sectores blancos y colorados más progresistas, defendida inicialmente por el PCU (pero no sólo por él) tenía su lógica y su respaldo teórico, a partir de la “política de alianzas” comunista en las décadas anteriores y de sus definiciones sobre el modo en que se debía enfrentar a “la dictadura fascista”. Pero en el sistema de ideas del PCU la garantía última de la coherencia en el marco de amplias alianzas era, por definición, el propio PCU, como representante de los intereses de la clase obrera. Eso no era suficiente desde otros puntos de vista: el sustentado por Seregni en la cárcel fue que la mejor garantía era fortalecer la identidad colectiva propia del FA, con toda la complejidad de sus equilibrios internos (incluyendo la reincorporación del PDC).

Finalmente todos salieron ganando, aunque sea discutible si podían haber ganado más. Que el PCU haya resignado su posición demostró mucho sobre la habitabilidad del FA para los no comunistas, cosa que mucho le convino también al PCU, y por supuesto fue clave para que Seregni se consolidara en un papel de conducción que antes del golpe de Estado no era tan claro.

La historia muestra que la línea divisoria entre el voto en blanco y el “voto programático” no era ideológica ni estratégica. En la primera opción estaban, junto con los “moderados” del PDC, grupos “radicales”. Pocos años después, no fue el PCU, sino un bloque encabezado por Hugo Batalla y con participación del PDC, el que exploró alianzas con el wilsonismo.

Lo que más llama la atención de aquel episodio es que el FA, aun en las difíciles condiciones impuestas por la dictadura, fue capaz de procesar una discusión compleja con participación de miles de personas y llegar a un acuerdo sensato. Hoy parece que eso fuera mucho más difícil que hace 30 años, y que la distancia entre el elenco dirigente y los frenteamplistas de a pie fuera mayor que la que existía entonces entre los exiliados y los clandestinos de Uruguay.

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