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La tercerización de la lucha*

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Columna de opinión.

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Hay un auto estacionado en la calle. Viene uno y trata de abrir la puerta para robarlo. Empieza a sonar la alarma. Es una sucesión de ruidos molestos que interfieren con las actividades de prácticamente todos los que llegan a oírlos. Si estaban durmiendo, se despiertan. Si están escuchando a alguien por la radio, se pierden por lo menos los primeros segundos de lo que dijo, mientras el oído todavía no se acomodó a ignorar lo de la alarma y focalizar más la atención sobre lo que sale del parlante. Etcétera. Si el dueño del auto está lejos y no oye la alarma, ¿se supone que todos los que sí la oyen tienen que interrumpir lo que están haciendo y llamar a la policía? ¿O ir directamente ellos a combatir al ladrón? ¿Se da por sentado que todos se van a solidarizar con el dueño del auto? ¿El sentido de la alarma será “me están robando el auto y yo no lo puedo evitar, no puedo castigar al ladrón, pero sí puedo castigarlo a usté para que usté tome medidas que conduzcan a transferir ese castigo al ladrón”? Es la misma actitud que tienen, a mi entender, estos días los funcionarios del correo que no están distribuyendo la correspondencia que viene de otros países, ni enviando la que sale del país. Es como estar diciendo “queremos mejoras pero no sabemos cómo conseguirlas, carecemos totalmente de imaginación y somos nulos en materia de estrategia. Por eso vamos a negarnos a trabajar para que los que no puedan mandar cartas, o no puedan recibir las que están esperando, le pidan al gobierno que nos dé lo que nosotros queremos”. Es la misma actitud de los maestros que hasta hace unos años hicieron tantos paros en reclamo de aumentos y mejoras en las condiciones de trabajo: “cobramos sueldos miserables y no sabemos cómo enfrentar a las autoridades para que mejoren nuestra situación, por eso enfrentamos a los niños, negándonos a darles clases, buscando que ellos, enojados por no recibir la educación que la Constitución les garantiza, vayan y luchen contra las autoridades, obligándolas a ceder a nuestras peticiones y creando condiciones que nos permitan reintegrarnos a nuestras tareas” (porque si no pensaban eso, entonces pensaban que a los gobernantes sí les importaba la educación pública y que se iban a ver afectados si las clases se interrumpían; otra no hay). Es la misma actitud de los que en Entre Ríos se opusieron a la construcción de la pastera finlandesa en el Uruguay: en vez de atacar a la empresa o a quienes autorizaron su colocación allí, atacar a la parte del pueblo uruguayo cuyo trabajo dependía del tránsito por el puente, y a los argentinos que querían ir de vacaciones al Uruguay, no dejándolos cruzar el puente, para que quizá los que del otro lado los estaban esperando (por ejemplo, los dueños de los hoteles donde habían hecho reservas) fueran a pelearse con el gobierno uruguayo hasta hacerlo desistir de permitir el funcionamiento de la planta.

Los conflictos en el transporte urbano, durante años, parecían regirse por este pensamiento: “la empresa no nos paga lo que debería pagarnos; nosotros no sabemos cómo presionarla para que nos pague ni tenemos ganas de esforzarnos en elaborar una estrategia de lucha para conseguirlo; preferimos optar por castigar a miles de personas con un paro sorpresivo a la hora en que la mayoría de la gente sale de trabajar, impidiéndoles que vuelvan a sus casas para que sufran mucho y vuelquen todo su enojo sobre los empresarios, conminándolos a pagarnos lo que deberían”. Claro que en este caso la suspensión de la venta de boletos sí causaba un perjuicio a las empresas y no sólo a los usuarios, pero... ¿no podía distribuirse de otro modo el perjuicio? “Noooo, pará... tenemos coraje como para dejar sin transporte a una vieja que sale de trabajar y tiene que viajar desde el centro hasta Libia a las siete de la tarde, pero para llevarla igual sin cobrarle y que nos acusen de quebrantar la ley nooooo”.

La clase obrera conquistó en muchos lugares el derecho de huelga, y la huelga es una medida de lucha contra los empresarios que violentan a sus obreros, explotándolos o haciéndolos trabajar en condiciones dañinas. El obrero que dejaba de producir estaba atacando al capitalista que dependía de la posibilidad de vender la producción para poder sacar ganancia (aunque lo favoreciera cuando había poca demanda, porque le ahorraba sueldos y los gastos que conllevaba la destrucción del excedente producido). Supongo que todo eso, aunque se haya complicado en muchos aspectos, sigue siendo así. Pero el funcionario postal estatal que deja de hacer su trabajo no está atacando al funcionario gubernamental que puede aprobar mejoras, porque el Estado puede recurrir a los correos privados (y de hecho lo está haciendo, con consecuencias económicas que tampoco afectan al gobierno, sino a los “contribuyentes”) para cubrir sus necesidades de envíos (y aunque no hubiera correos privados, el funcionario gubernamental no tendría problema en no mandar lo que tiene que mandar, y podría pensar “ahora puedo hacer sebo sin culpa”). Lo mismo vale para años de medidas gremiales municipales, atacando a terceros. Pienso que el que quiera ganar una pelea (si es eso verdaderamente lo que quiere...) tiene que presionar a su adversario, y no al concuñado del primo hermano de su entenada. No es muy eficaz para la pelea el boxeador que se baja del ring y le pega al público diciéndole “miren, esto es lo que me está haciendo mi oponente, ¿vieron qué malo que es? Defiéndanme de él”. Ni va a conseguir que el público se suba al ring a pegarle al otro.

  • Este texto es una variación de otro que publiqué en libro hace unos años, titulado “El precio del pato”.

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