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En un solo día, el lunes 4, los derechos humanos bajaron en Uruguay unos cuantos escalones. Por la tarde, la Justicia aplicó una lectura perversa del Código Penal para procesar, a instancias de la Suprema Corte de Justicia (SCJ), a siete opositores por participar en una protesta. Esa misma noche, tres balas policiales, dos de ellas por la espalda, se cobraron la vida de Sergio Lemos, de 19 años, mientras paseaba en moto por el barrio montevideano de Santa Catalina.

Ambas noticias echaron nueva luz sobre errores en la defensa estatal de los derechos humanos. El lunes pasado, en cuestión de horas y por distintos motivos, fueron la Policía y la Justicia las instituciones que tropezaron, confirmando una prolongada tendencia a la degradación.

Esta azarosa simultaneidad ilustra cómo afianzar las impunidades del pasado e incita a quienes aspiran a la impunidad en el presente. La falta en el Estado de una política de derechos humanos firme, clara, coherente y homogénea abre fallas por las que se cuelan la intimidación y las provocaciones de funcionarios armados contra civiles desarmados y la criminalización de la protesta, la pobreza y la juventud, entre otros problemones.

La actitud de la SCJ hace peligrar la condena del puñado de militares y civiles presos por crímenes de la dictadura y otras causas que se remontan a esa época, las cuales avanzan cuesta arriba y siempre al borde del risco. A pesar de las nuevas leyes relativas a la “nueva agenda de derechos”, este país está lejos de ser el paraíso de las libertades, y el lunes bajó unos escalones hacia el infierno.

La inteligencia policial se infiltra en manifestaciones. En barrios empobrecidos son frecuentes las razias. El ministro del Interior, Eduardo Bonomi, advirtió hace dos años que existen en la Policía nichos de corrupción que conspiran contra la reforma de la fuerza. Pero él mismo suele apresurarse a darles la razón a sus subordinados que manchan el uniforme reprimiendo festejos deportivos, protestas y motines carcelarios, mostrando desidia en el incendio de la cárcel de Rocha o abusando y asesinando en Santa Catalina, por ejemplo. A veces termina retractándose, como en el caso Lemos.

Esas demostraciones de fuerza denominadas “megaoperativos” tienen resultados muy magros: muchos arrestos, pocos procesamientos. Pero inspiran a la sociedad a identificar al pobre y al distinto con el enemigo en esta deshumanizada guerra televisada contra el crimen: 49,83% de los encuestados para un estudio de la Facultad de Ciencias Sociales creen que la Policía debería actuar al margen de la ley contra la delincuencia. Instituciones de derechos humanos tan prudentes como Serpaj y Ielsur dieron cuenta la semana pasada de una “escalada represiva” y del “aumento de la gradación de la violencia estatal en procedimientos policiales”.

Mientras, el Poder Judicial aprovecha las contradicciones del Poder Ejecutivo para reafirmar la impunidad de los crímenes de la dictadura, contrariando el derecho internacional. “¿Está la Corte Suprema uruguaya a la altura de la misión de custodiar el templo de la democracia? Con todo respeto, mi respuesta es que no”, alertó en mayo en París el ex juez supremo francés y ex alto funcionario de la Organización de las Naciones Unidas Louis Joinet.

La SCJ declaró inconstitucional la Ley 18.831, con la que el Parlamento pretendió en 2011 desactivar la Ley de Caducidad, y trasladó del fuero penal al civil a la jueza Mariana Mota cuando analizaba 55 causas sobre de crímenes de la dictadura. La SCJ tuerce la verdad al argumentar que la motivaron “razones de mejor servicio”, porque lo empeoró. Retrasó esos procesos. Además, el “traslado a un cargo no conceptuado como ascenso” es una sanción, según la Ley Orgánica de la Judicatura.

La mitad de las 300 personas que el 15 de febrero criticaban el traslado de Mota frente al Palacio Piria ingresaron en el edificio y fueron expulsadas de allí luego de tres horas de un torpe operativo acordado entre la SCJ y la Policía de Montevideo. La cúpula judicial derivó de inmediato los incidentes a la jueza Gabriela Merialdo.

La magistrada calificó de “asonada” el ingreso espontáneo de manifestantes y los forcejeos que, sin lesiones ni daños, siguieron a la ejecución policial de una supuesta “orden judicial” de desalojo (golpes, codazos y patadas leves, cánticos, aplausos, agresiones verbales y una bofetada aislada a un agente). De los 150 “asonadores”, fueron procesados sólo siete porque hablaban con la prensa y parecían liderar a otros, según declaraciones policiales. Los acusados coinciden en cierta exposición pública, su militancia contra la impunidad y su pertenencia a una izquierda crítica hacia el gobierno. ¿Llegará el día en que la Justicia uruguaya vuelva a penar con cárcel el ejercicio de la libertad de expresión? ¿Cuánto falta?

Los supremos “temieron por su seguridad” y se sintieron “secuestrados” y “privados de su libertad”, según testimoniaron. Ni se percataron de que patrocinaron sin vergüenza el procesamiento de víctimas de secuestros reales y atroces, como Álvaro Jaume, torturado en Boiso Lanza, y su hijo Eduardo, que siendo niño fue obligado a presenciar una de esas sesiones en los años 70. Ayer y hoy, dos supremas injusticias.

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