Mujica tiene la capacidad de tomar distancia de su actividad como gobernante para darle una mirada crítica a su accionar y al de su fuerza política, como gobernante. Es un ávido lector, un observador atento de los procesos presentes y pasados y un constante provocador del sentido común instalado, que ha interpelado varias de las ortodoxias que conviven dentro de la izquierda. Lee, estudia, opina críticamente, y no pocas veces intervino lúcidamente en la esfera pública nacional e internacional. Es decir: Mujica hace varias de las cosas que hace un intelectual. Tal vez pueda ser considerado uno de nuestros más influyentes intelectuales públicos. Sin embargo, parece no gustarle que otros se dediquen de manera sistemática o profesional a hacer lo que él hace.
La semana pasada el presidente retomó sus cíclicas diatribas generalizantes y ambiguas contra los “intelectuales”: “Nada puede igualar en nocividad a los pequeños burgueses acomodados profesionalmente en el oficio de criticar todo lo que se hace”. En este caso su cuestionamiento abarcó desde los escribanos y abogados “que defienden a los ricos” hasta aquellos de izquierda que “no están para nada”. Para él, todos son profundamente individualistas, hipócritas y no se comprometen con ningún proyecto colectivo. Los caricaturiza diciendo que “ni se les pasa por la cabeza comprar medio kilo de chorizos para compartir con los que necesitan” y que “empiezan haciendo vacaciones en Punta del Diablo, o lugares parecidos, recalan en Florianópolis y al final hacen algún viajecito a Miami”.
Ya nos estamos acostumbrando a estas frecuentes intervenciones, en las que el presidente pone muchos gatos en la misma bolsa. Seguramente, si Mujica afinara la mirada, la conversación podría ser más productiva. Se podría discutir abiertamente sobre aspectos de la vida universitaria como la relación entre conocimiento y gestión o lo que ha pasado con las ideas de izquierda en el mundo académico, entre otras coas. Pero las generalidades del presidente cancelan todo diálogo razonable.
De todos modos, si repasamos su historia personal y la de la organización política que él ayudó a construir, sus planteos resultan algo extraños. Mujica ha tenido una larga preocupación por la formación intelectual y, como él lo ha testimoniado, la experiencia académica lo impactó fuertemente a fines de los 50. Por aquellos tiempos Mujica tomaba cursos en la Facultad de Humanidades y según cuenta disfrutaba muchísimo las tertulias que se ambientaban entre estudiantes y profesores. En múltiples discursos el presidente ha mencionado al escritor Paco Espínola, al español José Bergamín, al antropólogo brasileño Darcy Ribeiro y a varios compañeros de estudio, como los antropólogos Renzo Pi Ugarte y el escritor Alejandro Paternain, entre otros.
En los 60 los tiempos de la política se volvieron más urgentes y Mujica abandonó la educación formal, pero su interés por las ideas continuó. Mujica está muy consustanciado de los debates del revisionismo histórico, de la llamada izquierda nacional en Argentina, así como de los infinitos debates académicos y políticos que se dieron dentro de la izquierda latinoamericana. En aquel momento militante e intelectual no resultaban figuras contradictorias. La política era un espacio de formación intelectual.
Por otra parte el MLN-T, que Mújica ayudó a construir, estuvo muy cercano a la vida académica y universitaria. Múltiples ejemplos lo atestiguan. Raúl Sendic, su principal líder, fue un estudiante de Derecho que a fines de los los 50 promovió la organización de los trabajadores rurales con el apoyo de la Juventud Socialista y las redes que había construido en el centro de estudiantes de Derecho. Lucía Topolansky integró una agrupación estudiantil de la Facultad de Arquitectura que a fines de los 60 terminó en el MLN-. En 1968 los tupamaros reconocían en un documento que los estudiantes secundarios y universitarios serían un actor central en la construcción de un movimiento revolucionario. De hecho, dicho aluvión estudiantil sería lo que terminó de transformar a los tupamaros en una fuerza política protagónica del período.
1968 también marcó un viraje en la visión de ciertas izquierdas en relación al mundo académico. Una suerte de antiintelectualismo de izquierda comenzó a impactar sobre la izquierda más radical. Se creía que la revolución estaba “a la vuelta de la esquina” y que el trabajo académico debía ser sacrificado en pos de la lucha revolucionaria. Benedetti lo ilustró gráficamente en un poema sobre la muerte del Che: “Da vergüenza el confort...cuando tú, comandante, estás cayendo”.
Después llegó la dictadura, con otras maneras más radicales, sangrientas y brutales de antiintelectualismo. Los dictadores tuvieron muy claro el papel que había tenido la educación en general y la universidad en particular en el proceso de radicalización y crítica social que se había desarrollado en los 60. Así fue que arremetieron contra las ideas, instituciones y personas vinculadas a aquel mundo académico. Cuando volvió la democracia, izquierda y universidad se reencontraron. Incluso los tupamaros retomaron cierta cercanía: reconocidos militantes del movimiento, como Ernesto Agazzi y Ricardo Ehrlich, tuvieron roles destacados en la vida universitaria. Sin embargo en los últimos años algo parece empezar a romperse.
Lo paradójico es que más allá de las diatribas que Mujica reitera varios actores universitarios han tenido un importante involucramiento en asuntos centrales del accionar de estos ocho años de gobiernos progresistas. Entre otros aspectos podemos mencionar las políticas fiscales, los estudios sobre desigualdad y pobreza, el apoyo a las políticas del Ministerio de Desarrollo Social, el apoyo a las políticas de diversidad sexual, y por último, las investigaciones sobre las violaciones a los derechos humanos cometidas en dictadura. De todos modos dicho involucramiento no inhabilita a estos académicos a pensar libremente, tan libremente como lo hace el presidente Mújica sobre su propio gobierno. La diferencia es que a ellos se les paga para que tengan una mirada crítica abierta que, sin negar sus referencias ético-políticas, se sitúe a cierta distancia de las pasiones coyunturales.
La revolución ya no está a la vuelta de la esquina; Mujica recupera la forma sin el contenido de aquel discurso. Tal vez por eso mismo es que el presidente opta por inventar un conflicto con un supuesto enemigo que no es tal. La política muchas veces requiere construir un antagonista. Pero en estas circunstancias de crecimiento e inversión extranjera -aquello que en su tiempo se llamaba el “enemigo de clase”- los antagonistas tradicionales de las políticas de izquierda son un bien a preservar. Frente a esto el presidente opta por dar una “lucha de clase decorativa”. Parece mucho más fácil destilar veneno contra aquellos que no tienen poder que contra los que sí lo tienen.