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Creo que desde la izquierda se le ha dado poca importancia a la alianza que blancos y colorados se encaminan a sellar con el fin de disputarle al Frente Amplio (FA) el gobierno de Montevideo. Especialmente si pensamos que tal asociación recuerda en algunos aspectos a la fundación del mismo FA.

A la alianza nacida en 1971 y a la de hoy las une cierto ánimo desesperado. Pocos podían pensar seriamente en una victoria electoral frenteamplista hace 42 años, y hoy es improbable que blancos y colorados consigan imponerse en las próximas elecciones municipales. Pero tanto para aquéllos como para estos coaligados la unión parece obligada: las posibilidades de triunfar inmediatamente son bajas, pero la seguridad de fracasar en caso de seguir separados es total. La clave es el futuro: aunque retóricamente se apele a la urgencia -porque el país se deshacía o porque la ciudad es un caos-, se trata de proyectos que ganan sentido en el largo plazo.

También es notable el hecho de que por primera vez sean los partidos tradicionales los que tengan que avenirse a reglas electorales adversas, cuando lo usual era que las modificaran (o intentaran modificarlas) cada vez que lo necesitaban. De hecho, el actual sistema electoral, que instituye dos vueltas para las elecciones nacionales pero que en las departamentales mantiene la posibilidad de llevar varios candidatos y una única ronda, es producto de un acuerdo entre los partidos tradicionales -que contó con el apoyo de varios sectores frenteamplistas- plebiscitado en 1996. Ahora blancos y colorados actúan como la izquierda dispersa hasta 1971: reinventan los mecanismos disponibles –entre otras cosas, el FA debió presentarse como Partido Demócrata Cristiano porque sólo podían comparecer lemas ya existentes- para poder entrar en la competencia. En este contexto, crear un nuevo partido -por ahora innominado- no es una maniobra menor.

En tercer lugar, la alianza entre blancos y colorados insinúa una transformación cultural que podría relacionarse con la que operó la creación del FA. Es innegable que, a partir de la sola idea del FA, el campo político uruguayo sufrió un reordenamiento general: su existencia obligó a los sectores progresistas a definirse en torno a ella, ya fuera plegándosele o moderando su discurso. Así, la coalición produjo un remapeo del sistema en el que los partidos debieron coincidir con posturas ideológicas (y, por lo tanto, dejar de ser concebidos como comunidades que admitían divergencias programáticas profundas). Lo interesante es que, tal como la creación del FA forzó la polaridad izquierda-derecha, lo que están intentando los partidos tradicionales hoy, más allá de lo estrictamente electoral, es trazar un nuevo eje en torno a la gestión. Aunque sea por motivos secundarios (como la falta de un programa integral), el discurso que empieza a asomar enfatiza bondades administrativas y deja de lado lo ideológico; esto no deja de ser reflejo de una ideología ni constituye una novedad en sí, pero resulta llamativo que lo puramente técnico, ejecutivo, sea una de las bases sobre las que se construye una coalición en Uruguay.

Por supuesto, todos estos apuntes tendrán sentido si el nuevo partido montevideano logra seguir operando a mediano plazo -es decir, si supera su difícil interna y su probable fracaso electoral en 2015-. Pero, si eso ocurre, y si el fenómeno se replica a nivel nacional, entonces estaremos asistiendo al cambio más significativo del sistema político desde la fundación del FA.

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