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El elogio de la impotencia

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Columna de opinión.

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El Acuerdo de París que se aprobó el sábado en la COP 21, la cumbre de la Convención Marco sobre Cambio Climático, presenta muy escasos avances respecto de decisiones tomadas en reuniones previas.

El objetivo de aumento máximo de temperatura se ha mantenido en 2º C, tal como ya se había aprobado en 2009, a pesar de que es sabido que ese límite no evita el cambio climático. No se fijan metas de reducción de emisiones, más allá de las que los propios países se impongan en planes quinquenales. Sin embargo, estos compromisos autoimpuestos (contribuciones nacionales) no serán legalmente vinculantes internacionalmente, por lo que no se podrá exigir su cumplimiento.

El propio texto reconoce que las contribuciones nacionales presentadas no lograrán detener el aumento de la temperatura por debajo de los 2º C (contradiciendo su objetivo principal) y que, en este escenario, las emisiones de gases de efecto invernadero serán de 55 gigatoneladas para 2030 en lugar de las 40 que se requerirían para no pasar el límite de temperatura acordado.

El acuerdo es lo suficientemente vago como para establecer que el mundo deberá alcanzar el pico de sus emisiones (el máximo antes de comenzar a descender) “tan pronto como sea posible”, y alcanzar un balance entre las emisiones y remociones (cero neto) en la “segunda mitad de este siglo”. Sin embargo, lo que dicen los científicos respaldados por la propia convención (el Panel Intergubernamental de Cambio Climático) es que el pico de las emisiones debe alcanzarse antes de 2030, y las emisiones netas deben ser cero a más tardar en 2060.

Los países desarrollados deberán seguir liderando el combate al cambio climático, y los países en desarrollo deberán esforzarse un poquito más, pero no se indican cantidades, plazos ni objetivos de reducción de emisiones para ninguno de ellos. Porque, se reconoce en el texto, limitar los gases de efecto invernadero no debe impedir la erradicación de la pobreza y el desarrollo sostenible.

Para ello la convención establece que los países desarrollados transfieran recursos a los países en desarrollo. Este compromiso se cristalizó en la promesa de los países desarrollados de alcanzar una cifra de 100.000 millones de dólares anuales para 2020. Pero esto ya había sido acordado en 2009.

“Es el mejor equilibrio posible”

Con estas palabras el presidente de la COP 21, el francés Laurent Fabius, presentaba el texto a ser aprobado por la convención. Esto es lo que se podía lograr en una reunión de casi 200 países, en la que cada uno trata de hacer su mejor negocio más que de evitar el cambio climático. Los países productores de petróleo no quieren que éste se deje de consumir, los países ricos no están dispuestos a pagar por la salvación de los países pobres, y los países en desarrollo no quieren dejar de crecer, aun a costa de su propia inundación.

Además, la fuente de energía más barata y con mayores reservas (y con mayores emisiones) sigue siendo el carbón, y nadie está dispuesto a otorgar la ventaja competitiva de dejar de usarlo por unas toneladas más de carbono en la atmósfera. Sobre todo, cuando se tiene la excusa de “erradicar la pobreza”, escudo que suelen presentar los países en desarrollo en los que viven muchas de las personas más ricas del planeta Tierra.

El problema es que este mejor equilibrio posible en el mundo político es un gran desequilibrio seguro en el mundo real de los ecosistemas y la vida humana. El resultado de la negociación de París nos pone proa a un aumento de 3º C de temperatura que traerá consecuencias devastadoras para la supervivencia en el planeta.

Para muchos, este acuerdo representa un punto de inflexión o una nueva etapa desde la que comenzar un verdadero plan de lucha contra el cambio climático. Pero esto lo venimos escuchando desde 1992, cuando se firmó la convención, y cada año se nos ofrecen promesas similares. El nuevo acuerdo tiene tan pocos avances respecto de todo lo que se había aprobado hasta ahora, que los aplausos y felicitaciones que mutuamente se ofrecieron los delegados de los gobiernos al finalizar la COP 21 se parecen mucho a un elogio de la impotencia.

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