-En uno de sus trabajos concluyen que los movimientos sociales de Chile, sobre todo el estudiantil, están cada vez más distanciados de los partidos políticos, en particular de los de centroizquierda. ¿Cómo explican ese proceso?
NS: -A finales de los 80, en la transición hacia la democracia, se generó en Chile una protesta social muy fuerte contra el régimen de [Augusto] Pinochet, con agrupaciones de vecinos, movimientos populares, amas de casa, y los sindicatos que empezaban a reaparecer. Pero fue una protesta muy articulada por partidos de izquierda, como el Socialista, el Comunista, el Radical y la Democracia Cristiana. Se conformó un bloque social-político muy fuerte, que sacó cientos de miles de personas a la calle contra Pinochet. Después el gobierno de Patricio Aylwin, que asumió en 1990, estableció que su prioridad era consolidar la democracia y evitar rebrotes militares. Para eso, el mensaje de la clase política fue: “Déjennos a nosotros que sabemos de esto; las organizaciones sociales, para sus casas”. Eso generó un primer distanciamiento. En los 90 los reclamos de las organizaciones no llegaron a ningún lado y comenzó a darse un distanciamiento muy grande con la Concertación, sobre todo entre las organizaciones más jóvenes, estudiantes, mapuches, ecologistas, que no heredaron esa visión de que los partidos de izquierda eran los buenos y los partidos de derecha, los malos. Empezaron a armar movimientos autónomos. Todo eso derivó en la situación actual, de un fuerte divorcio entre los movimientos sociales y la política. No es un divorcio completo, porque todavía hay frentes estudiantiles ligados al Partido Socialista y a otros partidos políticos de izquierda.
-También hay líderes del movimiento estudiantil de 2011 que militan en partidos o son parlamentarios.
NS: -Es cierto. Camila Vallejo [que milita en las Juventudes Comunistas] es el caso más claro, pero otros armaron plataformas políticas independientes, cercanas ideológicamente a la Concertación, pero todavía distanciadas, por esa historia previa de los primeros gobiernos. El momento actual es de distancia, pero, con los cambios más recientes en el sistema electoral [se refiere a la idea de pasar de un sistema binominal a uno proporcional], tendría que empezar a cambiar. Hay un punto de inflexión inminente.
-¿En qué medida puede cambiar esta relación entre movimientos y partidos con el nuevo sistema?
NS: -En el binominal, para tener un diputado o un senador necesitabas al menos un tercio de los votos en tu circunscripción o distrito electoral. Para llegar a eso, tenías que ser de la Concertación o de la Alianza [coalición de centroderecha]; recién en 2005 se eligió un senador que no venía de ninguno de los dos bloques. Ahora, con este sistema proporcional moderado, se aumenta el número de diputados y senadores en algunos distritos, no en todos, y eso va a permitir que, con un porcentaje menor de los votos, puedas lograr representación parlamentaria. Eso puede generar una situación de apertura del sistema político que no existe hasta ahora y que podría modificar la relación con los movimientos sociales.
-En Uruguay las últimas grandes movilizaciones apartidarias estuvieron relacionadas con instancias plebiscitarias, mientras que en Chile las herramientas de democracia directa son menos habituales.
GB: -Eso pesa muchísimo. Cuando hacemos una mirada comparada entre Uruguay y Chile, o con otros países, es evidente que los mecanismos de democracia directa descomprimen mucho la tensión social. En Chile la estructura de la oportunidad política es mucho más cerrada que en Uruguay. Primero, por lo que decía Nicolás del sistema electoral y las dificultades que existían para entrar al Congreso por fuera de estas dos coaliciones; eso llevaba a que, por ejemplo, el Partido Comunista sacara 10% en una elección nacional y no metiera un diputado. Y segundo, porque los mecanismos de democracia directa te permiten moverte por fuera de los partidos políticos. Eso en Chile no existe, entonces un montón de gente se siente excluida del sistema político institucional, y efectivamente lo está. Eso genera una situación de pulseada, que obliga a las organizaciones sociales a sacar gente a la calle, y a seguir sacándola hasta que logran que las escuchen. En Uruguay ha funcionado de otra manera: las organizaciones -los sindicatos, por ejemplo- presentan una iniciativa y el Frente Amplio [FA] se suma después para apoyar. La estructura de la oportunidad política en Uruguay es mucho más abierta, y hay vínculos más fluidos entre política y mundo social.
-¿Cuánto desgasta ese vínculo la tarea de gobierno?
NS: -Aunque son momentos históricos distintos, si comparamos los primeros diez años de gobierno de la Concertación y los primeros diez años del FA, mi impresión es que el FA se desgastó menos que la Concertación en su momento. Los primeros síntomas del desencanto en Chile ya aparecían en las elecciones parlamentarias de 1997: ya en ese momento las encuestas marcaban que la participación ciudadana y la identificación con las coaliciones políticas se venían a pique. Después de diez años de gobierno, el FA mantiene una legitimidad y un nivel de vínculos con el mundo social mucho más fuertes. Quizá los uruguayos no pretendían que el FA hiciera cambios tan grandes como los que se esperaban de la Concertación en su momento; las expectativas juegan mucho en estos casos. El tema constitucional también es importante: en Chile hay ciertos temas que no se pueden tocar si la Asamblea General no logra tres quintos o cuatro séptimos de los votos; es imposible pensar en cambios estructurales en temas como educación o minería.
GB: -Esto ha obligado a la Concertación a aliarse con la derecha para realizar las reformas más importantes. La Concertación decía que no tenía los votos para esas reformas, y a comienzos de los 90 el movimiento social compraba ese argumento, que tiene que ver con esa defensa de la democracia. No olvidemos que Pinochet todavía estaba en la vuelta y que su dictadura no cayó por colapso, como en otros casos, sino en un plebiscito en el que obtuvo 44% de los votos. Por todo esto, las organizaciones sociales tuvieron un período inicial en el que fueron solidarias, había una decisión de no hacer olas. Pero con los años, estos movimientos empezaron a pensar que, en realidad, no era que la Concertación no podía, sino más bien que no quería. Ese quiebre es importante para entender este desencanto que vemos ahora. Pongo un ejemplo: en 2013, la Confederación de Estudiantes de Chile [Confech] tenía que resolver cómo se paraba frente a los 40 años del golpe de Estado; en ese momento había dos grandes bloques, uno más vinculado a los partidos de la Concertación y otro de izquierda más “radical”, que es el que hoy domina el movimiento estudiantil. Los primeros querían poner el acento en los crímenes de la dictadura y las persecuciones a militantes; pero el otro grupo entendía que ese acento era una forma de hacerle el juego a la Concertación y a la candidatura de Bachelet. Esto terminó en una asamblea muy tensa, casi se van a las piñas. Es interesante mirar la producción audiovisual que terminaron elaborando por consenso: aparece Salvador Allende como una referencia común y después pone el acento en la dictadura y los 40 años de políticas neoliberales; pasan por encima de la transición como si nada. La campaña del No, la que aparece en la película, jugaba con aquello de “la alegría ya viene”, pero en el spot de la Confech ese período se visualiza con una breve imagen de Pinochet que le entrega la banda Aylwin, pero con una música lúgubre, acompañado de la idea de que la Concertación estuvo 20 años profundizando un modelo; y termina con un mensaje que simbólicamente llama mucho la atención: “Nunca más el lucro en Chile”. Eso se lo cobran a Pinochet y también a la Concertación.
-Hablan de un proceso de desconexión creciente entre protesta y afiliación política. ¿En qué indicadores aparece reflejado?
NS: -La participación electoral viene cayendo en picada; votan menos de la mitad de los chilenos habilitados, cuando en el plebiscito de 1988 participó 98% de los habilitados. Los indicadores de confianza en los partidos políticos también caen drásticamente; lo interesante es que otros indicadores apuntan a que el interés por la política se mantiene estable. Entonces, no es que la sociedad chilena se haya despolitizado, sino que más bien se despartidizó. A la gente le sigue importando lo que pasa, pero no a través de los partidos, y ese escenario es muy propicio para que se desarrolle la perspectiva de los movimientos sociales.
-También es probable que la llegada de Sebastián Piñera haya ayudado. Parece más fácil protestarle a él que a un gobierno de Michelle Bachelet.
NS: -Las protestas de 2011 fueron tan multitudinarias por muchas razones, pero una de ellas, sin duda, fue que la centroderecha llegaba por primera vez al gobierno después de 20 años de gobiernos de la Concertación. Una cosa es Bachelet, esta señora cuyo padre fue asesinado por la dictadura, que fue torturada, que coquetea con la sociedad civil, que propone un gobierno ciudadano, y otra cosa es este personaje neoliberal, millonario y encima aliado de la UDI. Es mucho más fácil venderte que un tipo así es tu enemigo.
GB: -Por un lado, Piñera permitió unificar a todo el movimiento estudiantil. En la Confech, en 2011, no había ningún delegado de derecha, había uno al principio de las movilizaciones, pero terminó siendo expulsado en una asamblea. O sea que para todo este grupo el gobierno de la derecha era el enemigo, algo muy distinto de lo que pasa ahora. La Confech actual tiene representantes de la Concertación y del Partido Comunista, que están en el gobierno, y representantes de la izquierda más radical que se opone a Bachelet. O sea que la Confech está dividida. En una asamblea, durante las movilizaciones, una militante anarquista de una universidad del sur dijo: “Gracias a Dios, acá no hay nadie de derecha”; causaba gracia la referencia divina en una anarquista, pero refleja además que Piñera era el gran enemigo común. Otro punto importante es que el gobierno de Piñera realmente no tenía idea de qué estaba pasando en el movimiento estudiantil ni de cómo comunicarse con él; los gobiernos de la Concertación tenían operadores que articulaban con los estudiantes. En tercer lugar, Piñera fue muy torpe. La derecha no gobernaba desde hacía 20 años, puso a tipos con poca experiencia política, entre ellos un ministro de Educación [Joaquín Lavín] que representaba todo lo que el movimiento rechazaba: había sido decano de una facultad en la dictadura, en los 90 fundó una universidad que lucraba; o sea, era una especie de anticristo para el movimiento estudiantil. También fue torpe para negociar: los estudiantes pedían 5 y el gobierno decía 0; entonces sacaban a 10.000 tipos a la calle. El gobierno se dio cuenta de que pasaba algo y ofreció 10; ahí los estudiantes empezaron a pedir 20, porque tenían esa gente en la calle. El gobierno se plantó en 10 y le sacaron 100.000 tipos a la calle, y empezaron a pedir 40. Uno de los líderes estudiantiles decía que si en 2011 hubiera estado la Concertación, lo más probable era que pidieran 5, les ofrecieran 15, y ahí se terminara todo el conflicto. Piñera no tenía muñeca ni el conocimiento de cómo funcionaba un movimiento estudiantil como para haberlo evitado.
-Una de las características del movimiento estudiantil tiene que ver con el uso de las nuevas tecnologías. ¿Cuánto incidió?
NS: -Chile, junto a Costa Rica y Uruguay, es uno de los países con mejores indicadores en materia de acceso a internet. Eso ayuda a entender mucho. Las marchas en 2011 se convocaban por Twitter y Facebook; los pingüinos de 2006 se hacían por mensajes de texto. Eso permitió que la gente saliera a la calle, sin necesidad de estar vinculada a estructuras partidarias. La paradoja es que en los 90 la visión era que el neoliberalismo tiraba abajo la capacidad de movilización, pero esa teoría queda descartada con estas herramientas. Internet habilitó también protestas más específicas: la contaminación de un río en tal lugar, una planta de residuos que afecta en tal otro. Eso genera lo que algunos llaman “la sociedad de la protesta”. Los grupos de protesta en Chile hoy son muy variados y van más allá de la tríada estudiantes-trabajadores-campesinos. Protestan, por ejemplo, los hinchas del Colo-Colo porque no los dejan ir a ver a su equipo al estadio San Carlos de Apoquindo, en el barrio Las Condes, porque van a hacer destrozos. Entonces salen 3.000 hinchas a la calle a manifestarse, y también se convocan por redes sociales.
GB: -En el caso del movimiento estudiantil, de todas maneras, la orgánica sigue siendo importante, y se potenció su capacidad con estas nuevas herramientas. Hay una tradición muy arraigada de militancia en estos centros educativos, de muchos años, y las pujas entre corrientes estudiantiles tienen también una tradición. Pero ellos hicieron un uso muy inteligente de estas nuevas tecnologías, se apropiaron, con mucha habilidad, primero de Fotolog y después de Facebook y Twitter. Y supieron diferenciar, se dieron cuenta de que Twitter era una plataforma más útil para impactar a nivel político, y lo empezaron a priorizar en determinadas circunstancias; o vieron que Facebook era más efectivo para las convocatorias masivas. En 2011 los líderes estudiantiles de las universidades más prestigiosas tenían su smartphone, básicamente porque venían de familias con más recursos, pero otros dirigentes de universidades más pobres no tenían esos celulares; durante el conflicto, todas las federaciones empezaron a invertir en celulares inteligentes para todos sus presidentes, para que estuvieran conectados todo el tiempo a las redes sociales. Hoy Camila Vallejo tiene casi un millón de seguidores en Twitter; Giorgio Jackson tiene otra cantidad impresionante; hicieron un uso muy inteligente de estas herramientas.
-Otra parte del razonamiento que ustedes hacen es que los partidos políticos chilenos tampoco han necesitado a los movimientos sociales. ¿Piensan que esto puede cambiar?
NS: -La clase política chilena tiene las tasas más bajas de renovación parlamentaria de América Latina. Creo que se dio cuenta, está alertada, pero partidos como la Concertación no tienen las herramientas suficientes para lidiar con esto, como sí las tiene el FA de Uruguay o el Partido de los Trabajadores de Brasil, que cuentan con más experiencia y facilidad para moverse en el mundo de los movimientos sociales. Pero si uno piensa qué ha pasado en otros países que vivieron grandes momentos de movilización social, en los que parecía que se venía una revolución, en realidad, muchas veces, después de esa especie de “que se vayan todos”, la cosa termina quedando más o menos igual. Pensemos en Estados Unidos a fines de los 60. Muchos pensaban que después de eso se venía el socialismo, pero no, en realidad vino [Ronald] Reagan, o sea que toda esa efervescencia terminó en algo bastante más conservador que lo que había antes.
GB: -Yo soy un poco más optimista. El cambio en el sistema electoral tiene todas las mañas típicas de la clase política; para habilitar que entren legisladores de estos partidos más pequeños, aumentaron la cantidad de legisladores, de tal forma que nadie pierde su banca. Ahora hay una reforma educativa, criticada por los sectores radicales del movimiento estudiantil pero apoyada por los sectores más moderados. Son cambios importantes, que tienen lugar a consecuencia de la fuerza que ha tenido el movimiento estudiantil. El sistema pone un freno importante, pero no creo que se reconstituya esta relación entre movimiento y los políticos, a pesar de estas reformas.
NS: -En 2013 se presentaron nueve candidatos presidenciales: Bachelet por la Concertación, Evelyn Matthei por la Alianza, y siete más, pero ninguno, incluyendo a tres que venían de la sociedad civil, sacó más de 10%. Entonces te preguntás: ¿cómo es esto? Tenemos toda esta movilización, pedidos de cambio, pero cuando se presenta gente que está un poco por afuera del sistema político, no saca muchos votos. Lo que pasa en Chile es que tenés una porción de la población que vota y otra que protesta; el tema es que son públicos que nunca se cruzan. Los que votan son, por lo general, viejos, y los que protestan son, por lo general, jóvenes. Entonces, puede haber mucho ruido en la calle, pero eso no necesariamente genera un sismo político.