El 24 de marzo de 2008, el entonces presidente argentino Néstor Kirchner decía: “Vengo a pedir perdón [de parte] del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia tantas atrocidades. Hablemos claro: no es rencor ni odio lo que nos guía, es justicia y lucha contra la impunidad. Los que hicieron este hecho tenebroso y macabro, tantos campos de concentración como fue la ESMA, tienen un solo nombre: son asesinos”. Ese día se cumplía el 32° aniversario del golpe de Estado y el gobierno entregaba el predio de la ex Escuela de Suboficiales de Mecánica de la Armada (ESMA) para que fuera transformada en el Museo de la Memoria.
Fue uno de los hechos más simbólicos de los primeros años de los gobiernos kirchneristas. En ese discurso, Kirchner se encargó de señalar que su administración sería dirigida por “la bandera de la justicia y la lucha contra la impunidad”. Afirmó que “hubo una generación en Argentina que ha dejado un ejemplo, que ha dejado un sendero, que ha dejado su vida, a sus madres, a sus abuelas, a sus hijos” por un país mejor.
Ocho años después, en el 40o aniversario del golpe, el escenario era completamente diferente. El presidente ya no era Kirchner sino Mauricio Macri; frente a él no había una multitud sino algunas decenas de periodistas, y a su lado no estaba su esposa sino su par estadounidense, Barack Obama, pronto para una conferencia de prensa conjunta. Primero habló Obama y después Macri le agradeció por visitar el país “en una fecha tan importante para los argentinos”.
Macri denominó al período 1976-1983 como “la época más oscura” de la historia argentina, habló de recordar “con mucho dolor” a las víctimas de “intolerancias y divisiones entre los argentinos”, y consideró que el aniversario era “una oportunidad maravillosa” para gritar, “juntos”, “nunca más a la violencia política, nunca más a la violencia institucional”. En una brevísima alocución, vinculó este tema con la política internacional y dijo: “Tenemos que reafirmar nuestro compromiso en defensa de la democracia y los derechos humanos, que todos los días, en algún lugar del mundo, se ponen en riesgo”. Afirmó que el aniversario era un buen momento para “reafirmar la vocación de trabajar juntos [...] en la defensa de estos valores en el mundo entero”.
La propia administración de Macri ha estado en falta con estos “valores” al menos en dos aspectos. En primer lugar, el presidente argentino se ha visto interpelado por gobiernos e instituciones como la Organización de las Naciones Unidas (ONU) por la situación de la líder de la organización Túpac Amaru, Milagro Sala, detenida desde enero de 2016 sin ninguna condena firme en su contra. En segunda instancia, el presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el estadounidense James Cavallaro, le pidió a Macri que “sea coherente” y aumente los aportes de Argentina para el organismo, ya que los de 2016 fueron los más bajos de los últimos años.
Las diferencias entre Kirchner y Macri en relación con la dictadura no fueron sólo esas. Pocos meses después de llegar a la Casa Rosada, Kirchner ordenó que se bajaran del Colegio Militar los carteles de los ex presidentes de facto Jorge Rafael Videla y Roberto Bignone. En cambio, lo que hizo Macri fue reformar la ex ESMA, que durante el kirchnerismo se convirtió en un lugar de memoria de lo ocurrido durante la dictadura, donde además de funcionar un museo trabajaban organizaciones militantes vinculadas con este tema. La reformulación de Macri buscó transformar el lugar en un “centro cívico de derechos humanos”, explicó el secretario de ese área, Claudio Avruj. Se trataba de que la ex ESMA ya no se enfocara sólo en los derechos humanos violados por la dictadura.
Para eso, se procuró instalar allí “todas las agencias de la ONU que están en Buenos Aires”, así como los institutos nacionales contra la discriminación y de asuntos indígenas, las organizaciones de afrodescendientes y lesbianas, gays, bisexuales y transexuales, y las defensorías del pueblo de Buenos Aires y de Argentina. De acuerdo con Avruj, Argentina tiene que “trabajar fuertemente con una agenda completa de derechos humanos”.
Las transformaciones no se quedaron ahí: tres organismos dedicados a la memoria sufrieron el despido de 100 personas y denunciaron un “vaciamiento” de sus oficinas. En esas mismas semanas hubo otro suceso que mostró la diferencia de sintonía entre el gobierno y las organizaciones militantes por los derechos humanos: la Secretaría de Derechos Humanos celebró un asado de fin de año en la ex ESMA y en las redes sociales aparecieron videos de varios funcionarios bailando y celebrando en el lugar.
Además, en 2017 el presupuesto de programas vinculados a los derechos humanos bajó de 47 millones de dólares a 41 millones; el gobierno lo justificó con el argumento de que los presupuestos anteriores estaban “sobreestimados”. En la misma línea, se redujo el presupuesto que se otorga a los municipios y las provincias para la señalización de lugares de memoria, y la financiación a universidades con carreras de grado y posgrado vinculadas a los derechos humanos.
De pocas palabras
Fueron muy pocas las oportunidades en las que Macri se refirió a la dictadura argentina desde que es presidente: algunas declaraciones a medios argentinos e internacionales, el discurso de apertura del Congreso y el aniversario del golpe de Estado. Macri no habla de justicia ni de impunidad, de represión o de genocidio, ni siquiera de golpe de Estado o cívico-militar, sino de golpe militar, violencia política o institucional y guerra sucia, categorías desacreditadas por la academia, las organizaciones de derechos humanos e incluso la Justicia. Este tipo de términos refieren a situaciones en las que dos bandos se enfrentan en igualdad de condiciones, difuminando la responsabilidad del Estado en los crímenes cometidos y presentando al terrorismo de Estado como una simple lucha contra la insurgencia, plantea la licenciada en Ciencia Política y magíster en Derechos Humanos Luciana Bertoia en un análisis académico publicado en la revista de la Universidad Nacional de La Plata, Aletheia.
Macri no sólo ha expuesto este discurso oralmente, sino que también ha buscado institucionalizarlo, por ejemplo, mediante la reedición del informe Nunca Más, de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, publicado por primera vez en 1984. En su primera edición, el Nunca Más tenía un prologo a modo de introducción en el que se planteaba que las fuerzas de seguridad del Estado habían reaccionado de forma desproporcionada ante un ataque de grupos guerrilleros de izquierda. Para el 30o aniversario del golpe, ya bajo el gobierno kirchnerista, el Nunca Más fue reeditado con un nuevo prólogo, redactado por el entonces secretario de Derecho Humanos, Eduardo Luis Duhalde, en el que se denunciaba el terrorismo de Estado y se apuntaba tanto a las responsabilidades de las fuerzas de seguridad como de funcionarios y civiles. Con motivo del 40o aniversario del golpe de Estado, el Nunca Más fue reeditado, pero otra vez con el prólogo inicial.
Al documento se le quitó el “aditamento ideológico”, dijo el actual secretario de Derechos Humanos en la presentación de la reedición del documento. En ese acto, entre los expositores estuvo Alejandro Rozitchner, un intelectual cercano al partido del presidente, Propuesta Republicana, que reclama que se enjuicie a los “grupos insurgentes”. Ese tipo de reclamos, propios de la teoría de los dos demonios, también han sido planteados por la diputada Elisa Carrió, una de las aliadas del presidente Macri, que en la sesión de la Cámara de Diputados del 9 de mayo dijo que en la búsqueda de la verdad también deberían incluirse los “actos de terrorismo” cometidos por los Montoneros.
El gobierno también ha recibido a otros portavoces de este discurso y otros más extremos, como Cecilia Pando, de la Asociación de Familiares y Amigos de Presos Políticos de la Argentina, que defiende a los represores procesados con prisión y que tuvo un encuentro con el ministro de Justicia, Germán Garavano, en mayo de 2016. El ministro también recibió a Justicia y Concordia, otra organización enfocada en defender a los represores en la Justicia. Por su parte, Avruj se reunió con el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas, que se concentra en defender a las víctimas civiles de las guerrillas en los 70 aunque, a diferencia de la asociación dirigida por Pando, no defiende la actuación de los militares durante la dictadura. Estos encuentros contrastan con las dificultades que han enfrentado las organizaciones de derechos humanos cuando intentaron reunirse con jerarcas del gobierno. Además, por decreto, el gobierno derogó medidas de Raúl Alfonsín y Carlos Menem dirigidas a limitar la acción de las Fuerzas Armadas, especialmente en cuanto a designaciones y a ponerlas bajo la estricta vigilancia del Ministerio de Defensa.
También se procesaron otros cambios: el porcentaje de imputados en prisión preventiva bajó bruscamente, entre setiembre de 2015 (antes de que asumiera Macri) y marzo de 2017 (cuando ya habían transcurrido 15 meses de su gobierno), y el número de imputados a los que se les permitió esperar la sentencia definitiva en libertad aumentó de 753 a 1.141. Esto obedece directamente a una decisión del gobierno de Macri, que optó por dejar de apelar en los casos en los que un tribunal de Justicia de primera instancia determina que un represor sea procesado sin prisión preventiva. En agosto de 2016 el Ejecutivo tomó otra decisión en este sentido al decidir dejar de ser uno de los querellantes en una causa en la que se investiga el secuestro de un banquero llevado adelante por un grupo parapolicial.
También en lo judicial, es llamativo el cambio en relación a cuántos de los represores condenados se les permitió salir de las cárceles, ya fuera para acceder a la prisión domiciliaria como para trasladarse a un hospital o a dependencias policiales con otras comodidades: el porcentaje en los servicios penitenciarios descendió de 58% en 2014 a 44% en 2016, según los datos de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad.
El último antecedente del contagio del discurso político del gobierno a los procesos judiciales se presentó con lo que se ha conocido en estas últimas semanas como el “2x1”: la Corte Suprema determinó que los represores podían verse beneficiados por una ley ya derogada que computa dos años de pena cumplida por cada uno de prisión preventiva a partir del tercero. Después de que se multiplicaran las voces de repudio, el Congreso llegó a un acuerdo para aprobar una ley que impide esta aplicación.
Para las organizaciones de derechos humanos estos cambios no son una sorpresa. Ya desde su gestión al frente de la Ciudad de Buenos Aires, Macri había propuesto una visión “amplia” de los derechos humanos y había dicho que se inventaron “curros” en torno a este tema para desviar fondos públicos. Que fuera previsible, sin embargo, no implica que algunas expresiones de esta visión oficialista no alarmen por sus dimensiones, como la insistencia de algunos jerarcas en reducir el número de desaparecidos en Argentina. El propio Macri fue consultado sobre este tema: “Si fueron 9.000 o 30.000, si son los que están anotados en un muro [en referencia al Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado del Parque de la Memoria] o son muchos más, me parece que es una discusión que no tiene sentido”.
Tribunales quietos
En paralelo a los cambios que ha impulsado la administración de Macri en materia de derechos humanos, la Justicia argentina empezó a reducir el avance en los juicios de crímenes cometidos durante la dictadura. La Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad advirtió en diciembre de 2016 que “resulta preocupante” que “se haya consolidado una baja en la cantidad de sentencias y de nuevos sentenciados por año”, si se comparan las cifras de 2016 con las de 2012 y 2013, en las que se registraron picos de 25 sentencias por año. El año pasado terminó con 19 sentencias, una menos que en 2016 y la cifra más baja registrada desde 2010.