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Emmanuel Macron, presidente francés, el 30 de diciembre, en el Palacio del Elíseo en París. Foto: Philippe Lopez, AFP

Un nuevo escenario político surgió en Francia tras la caída de los partidos tradicionales

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El año 2017 se caracterizó, en Francia, por la renovación total de su tablero político. El punto de inflexión fue la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, celebrada en mayo, que marcó el fin del bipartidismo, hasta el momento concebido como la pulseada entre la derecha (representada por el partido Los Republicanos) y la izquierda (liderada por el Partido Socialista –PS–). Ninguno de los dos llegó al Elíseo, después de seis décadas alternándose en el poder. Fueron derrotados por el novel movimiento de Emmanuel Macron, un ex banquero de 39 años que conquistó al electorado al pretender ubicarse, precisamente, por fuera del clásico dualismo ideológico.

Si hay algo seguro es que 2017 va a quedar registrado en los almanaques políticos como aquel año en el que, por primera vez desde que se proclamó la Quinta República francesa –en 1958–, los candidatos de las dos grandes formaciones políticas fueron eliminados en la primera vuelta de las elecciones presidenciales.

Las razones tienen que ver tanto con las crisis que atraviesan Los Republicanos y el PS como con el impulso que tomaron sus principales rivales. Los resultados de la segunda vuelta electoral muestran a un electorado que parece haber querido castigar a sus líderes tradicionales y premiar a uno de los pocos candidatos que podía renovar la cara de la política francesa: Macron, el socioliberal que no quiso identificarse ni con la izquierda ni con la derecha y que, con este gesto, terminó conquistando a votantes de uno y otro lado.

En el segundo round electoral, Macron se disputó la presidencia con Marine Le Pen, la líder del ultraderechista Frente Nacional. Además de significar la derrota de los partidos tradicionales, el binomio Macron-Le Pen desdibujó la dicotomía izquierda-derecha que, irónicamente, nació en Francia, allá por 1789.

Pero, ¿por qué? Al inicio de la campaña electoral, los sondeos de intención de voto indicaban que el gran favorito para reemplazar al entonces presidente, François Hollande, era el ex primer ministro François Fillon, el candidato elegido por la derecha en elecciones internas. Fillon era la propuesta de derecha “más a la derecha”, dueño de un perfil ultraliberal en lo económico y ultraconservador y religioso en lo social.

Sin embargo, a principios de 2017, su popularidad se vio gravemente afectada cuando un semanario francés destapó un escándalo de corrupción protagonizado por él, por los empleos ficticios de su esposa y dos de sus hijos como asistentes parlamentarios. Las acusaciones de malversación de fondos públicos, incumplimiento de la ley de transparencia, complicidad y encubrimiento de fraude, entre otros cargos, lo hicieron caer rápidamente en todas las encuestas.

Un amplio sector de Los Republicanos le pidió que renunciara a la carrera presidencial, pero él denunció un “complot” de los medios de comunicación en su contra y no cedió. Su obstinación por continuar dividió al partido y lo debilitó progresivamente. A pocas semanas de las elecciones, la situación para los conservadores ya era irreversible. La eliminación de Fillon en la primera vuelta terminó cediéndole el espacio político de la derecha a la extrema derecha de Le Pen.

La situación del PS fue diferente, aunque la elección del candidato también jugó un importante papel en su derrota. No fue lo único. La izquierda ya atravesaba fracturas internas cuando empezó la campaña electoral, especialmente por haber fracasado en sus planes para reducir el desempleo y por algunas medidas del gobierno socialista que decepcionaron a una amplia franja de su electorado tradicional. Los dos ejemplos más ilustrativos son la polémica reforma laboral, que fue aprobada por el gobierno sin ser sometida a votación en el Parlamento, y la retirada de la nacionalidad a los ciudadanos binacionales condenados por terrorismo en Francia, una iniciativa que tomó prestada de la extrema derecha. A pocas semanas de terminar su mandato, la impopularidad de Hollande marcó récords históricos.

En ese contexto, los socialistas celebraron elecciones primarias y eligieron como candidato presidencial a Benoît Hamon, un dirigente poco conocido identificado con el ala más izquierdista del partido. Su principal contrincante era el ex primer ministro Manuel Valls, que luego de perder contra Hamon le retiró el respaldo al partido y dijo públicamente que apoyaba a Macron. Unos meses después, se integró finalmente a La República en Marcha, el partido del ahora presidente francés, dejando a la vista una de las tantas fisuras en el PS. Antes de renunciar, presagió en una entrevista radial: “Los viejos partidos están muriendo o están muertos”.

Hamon no la tuvo fácil durante la campaña. Unos días después de las primarias socialistas, un grupo de más de 50 diputados anunciaron en un artículo publicado en el diario Le Monde que le retiraban su apoyo al candidato porque no estaban dispuestos a avalar un programa que era “la antítesis” de lo que ellos defendieron durante la campaña para las internas –en las que habían respaldado a Valls–. Otros miembros del gabinete de Hollande también le advirtieron que no llegaría al Elíseo si no se presentaba como el “continuador” del entonces presidente y abandonaba su propuesta de la “izquierda radical”.

El candidato socialista tenía su propia historia con Hollande: en 2014, dimitió como su ministro de Educación por no coincidir con las líneas generales de la política económica del gobierno, que a su entender empezaba a tener tintes neoliberales.

Poco a poco, el candidato socialista fue perdiendo el apoyo de los votantes y el resultado fue que, en la primera vuelta de las presidenciales, el PS tuvo el peor resultado de su historia. Su fracaso terminó de consolidarse en las elecciones legislativas de junio, en las que la formación pasó de tener 280 escaños a tan sólo 30.

La suerte del principiante

En el medio de los escándalos de la derecha y las peleas de la izquierda emergió la figura de Macron, que supo aprovecharse de la hecatombe de los dos grandes partidos franceses. Su estrategia fue exitosa, precisamente, por presentarse como la única alternativa viable frente a las formaciones tradicionales y la extrema derecha. Macron triunfó con un partido creado menos de un año antes de las elecciones, con propuestas novedosas y un programa de inspiración liberal pero con matices sociales que acabó por romper la dialéctica que durante décadas había enfrentado a la izquierda y la derecha. Este último factor caló hondo en un electorado frustrado, cansado y aburrido de las propuestas de quienes se venían alternando en el Elíseo.

Lo que hizo Macron fue incluir propuestas de uno y otro lado y terminó, así, desdibujando lo que proponían socialistas y derechistas. Ya instalado en el poder, no se quedó en el molde y multiplicó las iniciativas políticas. Enseguida lanzó una reforma laboral que, como su antecesor, aprobó por decreto –una medida que lo enfrentó a las primeras protestas callejeras de su gobierno en octubre–, redujo impuestos a las personas con mayores ingresos y a las empresas, y reformó la educación.

Además, como muestra de esa voluntad por unir derecha e izquierda, nombró como primer ministro a Édouard Philippe, surgido de las filas de Los Republicanos, y formó un gobierno compuesto por políticos principiantes, representantes de la sociedad civil y miembros de los dos partidos tradicionales.

En paralelo, fue ganando popularidad dentro y fuera del país al embanderarse con un proyecto netamente europeo –en un continente donde vienen ganando territorio los ultranacionalistas euroescépticos– y presentarse como el gran defensor de la lucha contra el cambio climático.

El plan de Macron sedujo tanto que atrajo incluso a figuras de los cada vez más erosionados partidos tradicionales. Estos, ahora, buscan la renovación.

La idea es resistir

Hay un dicho popular que dice que “cuando se toca fondo, no queda otra que subir”. Tal vez en esta premisa se basaron Los Republicanos y el PS cuando anunciaron casi en simultáneo, después de las legislativas, una “renovación”.

Los socialistas decidieron su “refundación” en julio, después de perder a dos de sus pesos más pesados: Hamon y Valls. Primero renunció Valls, después de 37 años de militancia en el PS, para integrarse al partido de Macron. “Por coherencia, quiero estar en el centro de esta mayoría [de Macron]”, declaró a la radio RTL. A su entender, el fracaso de los socialistas se debió a que “la izquierda no asumió la coherencia” de las reformas hechas por los gobiernos de Hollande en los que él participó, primero como ministro del Interior y luego como primer ministro. Agregó que su único objetivo, de ahora en más, será “el éxito del quinquenio y el éxito de Francia”.

Cuatro días después, desertó Hamon, para lanzar su propio grupo político que bautizó como Movimiento 1º de julio. El día del lanzamiento, Hamon dijo que a pesar de abandonar el PS no “abdicaba del ideal socialista”, y aseguró que la misión de su nuevo movimiento sería la “reconstrucción de la izquierda”.

Ese mismo día, el entonces secretario general del PS, Jean-Christophe Cambadélis, salió en defensa de su partido y anunció el inicio de una nueva etapa. “Valls se va, Hamon también. Yo me quedo, porque el Partido Socialista refundado es la izquierda que se viene”, escribió en Twitter. El ex ministro de Agricultura Stéphane Le Foll también fue optimista en declaraciones a Le Monde: “¿Con qué frecuencia se anunció la muerte del PS? Ahora se encuentra en muy mal estado, pero hay muchas cosas que hacer”. La primera de esas “cosas” será la elección de un nuevo secretario general, un cargo que está vacante desde setiembre y que recién será renovado en abril, cuando se celebre el próximo congreso socialista.

Sin Valls ni Hamon, la lista de candidatos se revela incierta. Por el momento, sólo un dirigente declaró sus intenciones de postularse: el diputado Luc Carvounas, de 46 años, un ex discípulo de Valls que en los últimos meses declaró sentirse más identificado con la línea política más izquierdista de Hamon.

En paralelo, aunque también ligado al fracaso político, el PS da pelea en el frente económico. La semana pasada, tuvo que vender su lujosa sede en París para poder afrontar la caída de los ingresos que significó la pérdida masiva de escaños en el Parlamento.

Del mismo modo, en Los Republicanos hubo fugas. Bruno Le Maire, figura importante del partido de derecha, fue nombrado ministro de Economía en mayo y en setiembre anunció oficialmente que se unía a La República en Marcha. En los últimos meses, el diputado Thierry Solère y dos miembros de Los Republicanos que integran el actual gobierno –el ministro de Hacienda, Gérald Darmanin, y el secretario de Estado de Transición Ecológica, Sébastien Lecornu– siguieron el ejemplo.

Los disconformes que no se fueron con Macron pero apoyan su estrategia decidieron formar un nuevo grupo político. Así surgió, a fines de noviembre, Actuar, La Derecha Constructiva, un partido que se presenta como de centroderecha, favorable a las reformas del presidente Macron, y especialmente contrario a las ideas de la ultraderecha.

Los “constructivos”, como se autodenominan los 19 políticos que conforman el grupo, pretenden defender “las ideas liberales, sociales, europeas, humanistas y reformistas de la derecha y el centro”, según señalan en su texto fundador.

La fractura de Los Republicanos se agudizó cuando se hizo evidente que el ex ministro Laurent Wauquiez era el favorito para asumir como nuevo presidente del partido, posición a la que finalmente llegó hace tres semanas. Wauquiez, de 42 años, representa el ala más dura de la formación y es favorable a un acercamiento a los postulados de la ultraderecha, sobre todo en materia de inmigración. Al asumir el cargo, el nuevo presidente anunció la “refundación” total del partido. Sin embargo, por el momento, la renovación parece ser solamente generacional.

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