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Protesta estudiantil contra las reformas planificadas del gobierno francés, el 14 de abril, en Montpellier.

Foto: Pascal Guyot

Movilizaciones de estudiantes en Francia: ¿una convergencia de luchas?

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La reforma educativa de Macron genera la ocupación de universidades a 50 años del mayo francés.

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Desde hace varias semanas diversos sectores se movilizan, a lo largo y ancho del territorio francés, contra la serie de reformas anunciadas por el gobierno de Emmanuel Macron en menos de un año de mandato. Funcionarios de la empresa nacional de trenes, del correo, de la salud pública y estudiantes universitarios protagonizan una serie de protestas en contra de lo que consideran un desmantelamiento vertiginoso de los servicios públicos, un ejercicio autoritario del poder de parte del Poder Ejecutivo en la implementación de las reformas, y la consolidación definitiva de un nuevo modelo de gestión neoliberal.

El presidente se opone de manera acérrima a la hipótesis de una posible convergencia de luchas en contra de su gestión, justificando la intervención de las fuerzas de seguridad en nombre de la “preservación de los valores republicanos”, y así fueron desalojados a la fuerza varios centros universitarios ocupados. Si la mano invisible del mercado necesita la mano dura (y derecha) del Estado, como afirmaba el sociólogo Loïc Wacquant para analizar las políticas de seguridad estadounidenses en la década de 1990, el conflicto que llevan a cabo actualmente los estudiantes en Francia es una evidencia de este choque de fuerzas divergentes, que se instalan en el corazón de la universidad, paradójicamente, a un mes de que se celebren los 50 años del mítico mayo francés.

La facultad es nuestra

Con un cántico que afirma que las universidades les pertenecen (“Et la fac elle est à qui? Elle est à nous”), miles de estudiantes se han unido a las marchas que desde hace unos meses se organizan en las calles de París y de otras ciudades de Francia. También han decidido particularizar sus demandas mediante acciones específicas como la ocupación de centros de estudios y la organización de asambleas generales y de campañas de información.

Haciéndose eco de la incipiente movilización de estudiantes secundarios contra la reforma del bachillerato, el anuncio de la aplicación de la Ley ORE (Orientation et Réussite des Étudiants, que propone un nuevo sistema de selección para ingresar a la universidad) encendió la mecha también en el campo universitario. Casi imperceptible hace unos meses, la contestación se amplificó durante marzo, un mes que finalizó con más de 25 ciudades francesas movilizadas y aproximadamente diez centros ocupados.

A pesar de las amenazas de intervención policial (y de la intervención efectiva en algunos casos) y de la campaña oficial de deslegitimación del movimiento, según el último recuento del Ministerio de la Educación Superior, cuatro universidades se encuentran, al día de hoy, completamente bloqueadas (Jean-Jaurès en Toulouse, Paul-Valéry en Montpellier, Rennes-II y Paris-VIII) y más de 11 instituciones educativas están bloqueadas o con su funcionamiento alterado, como el Centro Pierre-Mendès-France de la Universidad de París 1-Pantheon Sorbonne, apodado por los estudiantes movilizados “Comuna libre de Tolbiac”, o la sede Censier de la Universidad de París 3-Sorbonne Nouvelle, apodado “Comuna libre de Censier”.

Las ocupaciones, votadas en asamblea, han generado polémicas dentro de la vida universitaria. En primer lugar, entre los estudiantes y las direcciones de las universidades, presionadas por las autoridades ministeriales para colaborar con la desmovilización. En segundo lugar, entre los estudiantes que votaron las ocupaciones y aquellos que están en contra. Entre estos últimos, las posturas son divergentes: hay quienes consideran que oponerse a la ocupación no significa estar de acuerdo con las reformas que lleva a cabo el gobierno, mientras que otros piensan que una mayor selección es la garantía de una mejor educación. Sin embargo, todos reclaman el derecho a pasar los exámenes finales sin alteraciones y argumentan que el interés individual debe ser defendido ante la irreverencia de un colectivo. Se trata de un desacuerdo fundamental, y al parecer irresoluble, entre los estudiantes, que es clave para evaluar la proyección futura del movimiento.

Las polémicas se multiplican también hacia el exterior de la universidad. Por un lado, los estudiantes movilizados sirven de ejemplo para aquellos que abogan por una posible, aunque poco sustanciosa, por ahora, convergencia o conjunción de luchas, reactivando cierto romanticismo histórico de aquel pacto entre obreros y estudiantes que promulgaba el lejano mayo de 1968.

Por otro lado, la politización de los jóvenes estudiantes despierta desconfianza en el gobierno y en los medios de comunicación aliados, que fue sintetizada por Macron cuando se refirió a los estudiantes movilizados como “profesionales del desorden”. Frente a un movimiento estudiantil que desde hace algunos años gimoteaba su propio adormecimiento, y que hoy irrumpe, harto, en las calles, la discusión sobre la inversión del modelo universitario que consolida esta nueva reforma se impone en el campo intelectual y en el espacio público. ¿Cuál es la gota que hizo derramar el vaso y despabilar al estudiantado?

Selección (y reproducción)

Que los mecanismos de selección en el ingreso a la educación universitaria favorecen mayoritariamente a las clases superiores no es ninguna novedad. Ya en 1964 los sociólogos Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron analizaban, en titulado Les héritiers. Les étudiants et la culture (Los herederos. Los estudiantes y la cultura), los mecanismos de reproducción social que, implícita o explícitamente, se encuentran en el andamiaje del sistema educativo, priorizando una “cultura de la precocidad” como garante del éxito académico y profesional de los estudiantes.

Las reformas tanto del bachillerato como de la entrada a la universidad puestas en marcha por el gobierno de Macron, lejos de rebatir la tendencia observada hace décadas por la sociología crítica, parecen obrar para acentuar las trayectorias individuales y la selección de elites universitarias, con el argumento de la probada ineficiencia de una universidad pública superpoblada y del fracaso de las políticas de inclusión y de democratización.

La Ley ORE, llamada también “Ley Vidal” (en referencia a Frédérique Vidal, ministra de la Educación Superior del gobierno y portavoz de la reforma), es el objeto que aúna las voces del sector universitario movilizado. La implementación de esta nueva ley, que tiende a mejorar el rendimiento de los estudiantes y a orientarlos eficazmente hacia el futuro profesional, se basa fundamentalmente en dos pilares. El primero consiste en situarse en coherencia con una profunda reforma del bachillerato y del liceo, en la que las orientaciones clásicas (científica, económica y literaria) serán suplantadas por un programa librado a la elección del estudiante, quien desde los primeros años de educación secundaria deberá seleccionar las disciplinas que se ajusten mejor con su proyecto futuro (y que le garantizarán a posteriori la entrada o no a la universidad).

El segundo pilar de la reforma es la implementación de nuevos criterios de selección para el ingreso a la universidad. Mediante la creación de una plataforma online llamada Parcoursup, los estudiantes deberán explicitar, al finalizar su último año, al menos diez opciones de formación superior, y elaborar dossiers de candidaturas (que incluyen currículum vitae y cartas de motivación) para cada una de esas diez opciones. La calidad de dichos dossiers, sumada a la opinión de la comisión de docentes del centro de estudios del que proviene el estudiante, determinará la aceptación o no en las universidades elegidas. Lo que a simple vista puede parecer una suerte de “ajuste de tuercas” para evitar la deserción y el bajo rendimiento universitario, y una flexibilización de las rigideces de un sistema defectuoso, puede leerse también como un arma de doble filo que da prioridad a aquellos que tienen el capital cultural suficiente (información, apoyo familiar, conocimiento de las reglas universitarias) para hacer “buenas” elecciones desde los 14 o 15 años y exponer “bien” sus motivaciones y experiencias, por escrito, para ser seleccionados por las universidades elegidas a los 17 o 18 años.

La nueva selección que se pone en práctica con esta reforma –si bien la palabra “selección” es constantemente evitada por la ministra Vidal en sus declaraciones públicas– es en cierta forma coherente con la reflexión que el propio Macron hacía hace menos de un año en declaraciones al semanario Le Point: que hay que dejar de creer que “la universidad es la solución para todo el mundo”.

La ley y el orden

La implementación de la ley es un hecho: la plataforma Parcoursup está en marcha, los bachilleres construyen sus candidaturas, los docentes y el personal administrativo universitario se preparan para una tarea de selección de estudiantes que supondrá una cantidad inestimable de trabajo suplementario no remunerado. El malestar de un sector del campo universitario también es un hecho, y la movilización, representada fundamentalmente por los centros que continúan bloqueados, que permanecen ocupados, se mantiene en alerta ante lo que puede suceder en las próximas semanas, debido a las amenazas reiteradas de desalojo por parte de las direcciones universitarias.

El papel de la Policía en la represión de los estudiantes ha sido un bemol importante en la teatralidad pública del conflicto. El lunes 9 de abril, por ejemplo, la Policía Republicana desalojó a más de 300 estudiantes que ocupaban la Universidad de Nanterre, en las inmediaciones de París, a pedido de su directora; el jueves 12 también se desalojó a la fuerza el edificio histórico de la Sorbona, en el corazón de París, donde se debía llevar a cabo una asamblea interuniversitaria, y ese mismo jueves, durante la noche, la Policía rodeó la sede de la calle Tolbiac de la Universidad de París 1, epicentro actual de la resistencia estudiantil. Esta última evacuación fue impedida por las dificultades propias del edificio y gracias a un número importante de personas que se acercaron al lugar para apoyar a los ocupantes.

Todas estas acciones policiales, bajo el acuerdo o el pedido explícito de los directores de los establecimientos universitarios, vienen a completar una serie de intervenciones que han dado lugar a desalojos forzados en universidades del resto del país (Estrasburgo, Toulouse, Burdeos y Grenoble, entre otras). Lo más inquietante de la legitimidad que adquieren estas acciones represivas contra las manifestaciones estudiantiles es la propagación de actos violentos contra los estudiantes que no han sido protagonizados por la Policía sino por agrupaciones independientes de extrema derecha. Reacciones de este tipo fueron detectadas en Lille, en Estrasburgo y, sobre todo, en Montpellier, donde el 22 de marzo los estudiantes que ocupaban el anfiteatro de la Facultad de Derecho se vieron amedrentados por un grupo de personas encapuchadas que amenazaban con objetos contundentes. Este grupo irrumpió en una asamblea, intentó evacuar el anfiteatro a golpes y dejó tres estudiantes hospitalizados.

El rechazo que las reformas causan en aquellos que hoy se movilizan no es un miedo a una transformación del sistema universitario, que es urgente y necesaria, sino a la orientación que se les ha dado a estos cambios y a lo que subyace al discurso de la “novedad” propio de la nueva ola de reformas neoliberales: la universidad no se considera un bien público sino un bien individual, privatizable, evaluada en términos de ganancias a posteriori y cuyos beneficios se fundan en una competencia desigual entre los liceos, entre las universidades (profundizando la brecha ya existente entre los “buenos” y “malos” establecimientos) y también entre los estudiantes (defendiendo la idea de que cada estudiante es “el promotor de sí mismo” y fomentando una retórica de la autoexaltación de cualidades diferenciales de la trayectoria propia frente a la de los pares). Esta idea invierte uno de los bastiones históricos de la universidad pública francesa, reivindicado por las movilizaciones de mayo de 1968 –que la institucionalidad universitaria conmemora de forma unánime–, como una mueca irónica de la historia: el ideal de una universidad como un ámbito de descubrimiento, de aprendizaje y de emancipación.

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