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Soldados finlandeses esquiadores aguardan a las tropas rusas en las afueras de un bosque. Norte de Finlandia, 12 de enero de 1940. Foto: Imperial War Museum

Una historia olvidada: cuando Uruguay ayudó a Finlandia

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Hubo un tiempo, no hace tanto, en que Uruguay era poderoso y Finlandia muy necesitada de ayuda. La recibió de Uruguay, y fue importante. Ahora todo se olvidó, empezando por la terrible guerra de 105 días en la que Finlandia resistió el ataque de casi tres veces las fuerzas que luego, al comienzo del final de la Segunda Guerra Mundial, los aliados desembarcaron en Normandía. La historia la nombró como “la guerra olvidada”. La ayuda uruguaya también se cubrió con la bruma del olvido y hoy, ni siquiera es mencionada cuando se habla de las inversiones de las pasteras.

Fue así. Con algo más de 400.000 efectivos, la Unión Soviética atacó el 30 de noviembre de 1939 a Finlandia, un país que entonces tenía 3.755.000 habitantes. Lo hizo amparado en el pacto germano-soviético de no agresión que habían firmado Joachim von Ribbentrop y Viacheslav Mólotov el 23 de agosto, nueve días antes de iniciarse la Segunda Guerra Mundial. Mientras Alemania ocupaba parte de Polonia, la URSS ocupaba la otra parte, hasta la ciudad de Brest Litovsk, y también Besarabia, Estonia, Letonia y Lituania. Finalmente, la URSS atacó Finlandia con el propósito de dominarla y obtener su salida al mar, el nudo de siempre de la geopolítica rusa. Lo habían podido hacer por un siglo desde el zarismo, suplantando 600 años de dominio sueco, hasta que las revoluciones de febrero y octubre de 1917 permitieron aflojar el control de Moscú y los finlandeses establecieron una democracia parlamentaria que demostró gran vigor; tanto, que conjuró un golpe de Estado dado por el comunismo finés con apoyo de la URSS en 1918, al que derrotó en una sangrienta guerra civil. Ese fue su gran atractivo para Uruguay: una democracia cercada por grandes países, luchando con bravura por su independencia.

La guerra comenzó como una parada militar que cometía el error de menospreciar al contendiente. Un contingente soviético llegó en diciembre, con uniforme de gala y banda de música: la idea era realizar el desfile triunfal y hacer de la conquista de Finlandia el regalo para el cumpleaños 40 de Stalin. A su regreso, los trenes iban plenos de cadáveres. En el campo de batalla, hoy hay 20.000 rocas, una por cada caído en ese primer combate, y en el centro, una construcción estilizada con campanitas que el viento hace sonar.

En estas praderas

En el sur, mientras tanto, Uruguay se abría al mundo. La guerra civil española (1936-1939) dejaba su impronta en la sociedad, con referencias claras a la separación del mundo entre fascistas y antifascistas y el choque, fundamentalmente ideológico, entre ambas concepciones, en la vasta clase media uruguaya. En 1937, Picasso paría el Guernica, denunciando el bombardeo nazi a ese pueblo vasco, y Renoir filmaba La gran ilusión. En París, los uruguayos Nidia Mariño y Hugo Balzo daban un concierto; en Montevideo se refugiaba la formidable Margarita Xirgu para ser una influencia rectora en el teatro uruguayo.

Al año siguiente, en 1938, Alfredo Baldomir llegaba a la presidencia con la tercera parte de los votos emitidos, y en el horizonte asomaba la trama para el golpe de Estado que daría en 1942, “el golpe bueno”, para restablecer los derechos suprimidos por el golpe de Estado de su cuñado Gabriel Terra en 1933.

Era Uruguay un país próspero que liquidaría toda su deuda externa para 1940-1941, pero no confiado en su seguridad interna. Ese 1938 se legalizó la quiniela para evitar que fuera clandestina; era mejor aceptar el mal que perseguirlo. Europa absorbía 37% de las exportaciones a cambio de igual valor en las importaciones. El BROU inauguraba su monumental casa central y se establecía el monopolio de ANCAP.

Al año siguiente, se emitió “una recomendación de mesura a la prensa, radios y cines en cuanto a confirmar noticias de guerra”, y se prohibieron las manifestaciones en lugares públicos. También, se producía especulación con artículos de primera necesidad, por lo que tuvo que ser ilegalizada. Sobre el fin de 1939, el 5 de noviembre, y ante la invasión alemana-soviética de Polonia, se declaraba la neutralidad uruguaya. Empero, Uruguay no escaparía a los coletazos de una guerra mundial: el 13 de diciembre se producía la batalla de Punta del Este, y el 17 sería hundido el Graf Spee.

La guerra era un gran negocio para Uruguay: la demanda internacional produjo un fuerte incremento en la siembra de lino y se triplicó la exportación de lana, cuero y carnes. Uruguay era, además, un país culto, que pensaba. En ese 1939, Juan Carlos Onetti había abandonado su lamento de “con libertad no ofendo ni publico”, y editado El pozo, con un falso Picasso de su autoría en la tapa: “Punto de origen de la novela moderna en América Latina”, bien supo definir Roberto López Belloso. También se fundaba Marcha, mientras John Steinbeck publicaba Viñas de ira, Henry Miller, su Trópico de Capricornio y César Vallejo, sus Poemas humanos: “España, aparta de mí este cáliz”.

Casi de inmediato, empezaron a llegar a Montevideo las sorprendentes noticias de la guerra que luego se olvidó. El ejército finés, 300.000 hombres incluyendo reservas, enfrentaba tanques de guerra sin preparación alguna ni instrumentos para hacerlo; de hecho, tenían un único tanque en condiciones de combate. El soldado Tauno Pukka, del tercer batallón de infantería, registró en su diario que el jefe del batallón les presentó la nueva arma para combatir tanques: el cóctel de nafta y aceite que supieron bautizar “molotov”, en memoria incendiaria de quien había firmado el pacto con Alemania que habilitaba la invasión; con ese mismo nombre entraría en el fragor de la historia contemporánea mundial. Y el ingenio finés, aprovechando su industria de la madera, agregó un largo y grueso tronco que, manejado por un solo hombre y metido entre las ruedas del tanque, hacía saltar la oruga, inmovilizándolo.

Para el 6 de diciembre de 1939, los rusos iniciaron su ataque en el istmo de Carelia, con oleadas de hombres que eran sistemáticamente ametrallados. “Los hombres yacían como matas de pasto sobre la llanura blanca”, registró en su diario el sargento Ivan S. Chetyrbok, del 85 de fusileros soviético. Los fineses tenían uniformes blancos que los camuflaban en la nieve; los soviéticos, color terracota, que los convertían en blancos fáciles. El frío de uno de los inviernos más gélidos de la historia llegaba fácil a los -30° y también hasta -50°, congelando de inmediato los cuerpos muertos, que servían de parapeto a las nuevas oleadas. Batallón tras batallón, los soviéticos perdieron tres divisiones para mediados de diciembre. Las ametralladoras de pie, bien emplazadas, simplemente segaban las fuerzas que avanzaban. Los efectivos fineses tuvieron serios problemas nerviosos, afectados por la carnicería que causaban. Se estima en dos millones las bajas soviéticas.

En combate

La enorme superioridad numérica soviética era ampliamente compensada por la conducción militar finlandesa. Por orden de Stalin, los soviéticos habían sufrido la purga de 90% de su generalato y de 80% del resto de la alta oficialidad; los fineses eran dirigidos por el barón Carl Gustaf Emil Mannerheim, con sólida formación militar en la Rusia zarista. Es de hacer notar que el hombre hablaba cinco idiomas, pero el finlandés recién lo aprendió a los 50 años. Luego se dijo de él que su finlandés, era aun peor que el francés de Winston Churchill. Pero sabía conducir batallas. En cambio, los efectos de las purgas stalinistas en la cúpula militar mostraban sus desastrosos efectos en la capacidad de las fuerzas armadas soviéticas, y la lección sirvió para que la URSS corrigiera la situación, al punto que logró evitar la caída de Moscú en manos nazis entre octubre y enero de 1942.

Tras 11 días de oleadas de soldados mandados al sacrificio, los soviéticos cambiaron de estrategia, y el 17 de diciembre atacaron por el costado, tratando de llegar a la ciudad de Víborg; tuvieron que retirarse esa misma noche, para reemprender el ataque al día siguiente. Pasadas 48 horas, en lo que el veterano Gunnar Laatio definió como “el más duro de los duros días de combate”, este efectivo voló un tanque con una bomba molotov que fue el punto de giro que quebró la ofensiva soviética y desmoralizó a sus efectivos. En el campo de batalla quedaron los restos de 250 tanques soviéticos. “Una victoria inesperada e impactante”, se tituló en las noticias.

Luego intentaron un ataque a través de las congeladas aguas del lago Vadoga, y la artillería finesa esperó a que estuvieran en medio del lago para romper el hielo con disparos y sumergir a los atacantes. En otro incidente, una columna soviética logró vencer el cerco finés, y la defensa de Mannerheim hubiera caído si las tropas no se hubieran tropezado con la cocina del regimiento, que estaba haciendo sopa de salchicha para 2.000 hombres. Desobedeciendo a sus mandos, se precipitaron sobre la comida, con lo que la contienda fue popularmente bautizada como “la guerra de las salchichas”. Alimentados a hogazas de pan y té, la falta de grasa y proteínas era, en ese intenso frío, una debilidad estratégica de los soviéticos. La defensa finlandesa tenía, en cambio, el pleno y activo apoyo de la población, lo que se traducía en buena comida y en algo muy importante para la moral: el respeto a los caídos, que eran deshelados, lavados y enviados en ataúdes cada uno a su pueblo natal.

La extraordinaria movilidad de los fineses fue un factor con el que los soviéticos no contaban. Una columna de vehículos blindados soviéticos de unos 30 a 40 kilómetros de largo logró introducirse en el tupido bosque, para encontrarse con que sólo podían marchar de a uno en fondo, en hilera por la trocha de los leñadores. Los fineses, que nacen esquiando, comenzaron atacando la cabeza y la cola de la columna, para luego dividirla en tramos cada vez más aislados, con la misma técnica que se trabaja el derribo de bosques. Fue la batalla de Suomasami, punto de giro que frenó la ofensiva soviética.

Para el 5 de enero de 1940, las tropas soviéticas estaban exhaustas, no les quedaba combustible, ya casi no tenían parque y se comían los caballos literalmente a dentelladas: los cuerpos de los animales mostraban las huellas de dientes en los pedazos arrancados. Los rusos cavaban para esconderse del frío y los fineses los cazaban uno a uno: fueron 1.500 prisioneros rusos y la captura de armas y municiones. Unos 5.000 soviéticos desertaron, escapando a través de la frontera.

Finalmente, los soviéticos armaron una contraofensiva, a cargo de un general de los buenos, Timoshenko Semion, con 750.000 efectivos, 3.000 piezas de artillería, 2.000 tanques y cientos de cazas y bombarderos. Mannerheim observó el reagrupamiento soviético y supo que lo inevitable llegaría. Dispuso, sin embargo, empeñar las últimas reservas, y quienes no tuvieran balas lucharían con el cuchillo que todo buen finlandés sabe tener, el puko. “La población estaba, por entero, apoyando a sus fuerzas armadas en el convencimiento común de que la lucha debía continuar”, escribió en su diario.

El 1º de febrero de 1940 los soviéticos retomaron el ataque. Durante diez días hicieron 2.000 disparos diarios con su artillería, y el día 11, hicieron 250.000. El 13 de febrero lograron romper la defensa finesa y destruirla plenamente. Pero no era el último recurso. El buen finés, cuando se acaban las balas, se pierde el cuchillo, se desgastan las fuerzas y todo se derrumba apela a lo que se llama sisu, que es el espíritu irredento de lucha. Y el sisu logró frenar esta última ofensiva y obtener un armisticio el 13 de marzo, por el que perdieron sólo 12% de su territorio –que no fue recuperado con la implosión de la URSS en 1991, pese a que los tres países bálticos sí fueron liberados–.

Viejos amigos

Las alternativas de esta lucha heroica de una democracia parlamentaria acosada por grandes potencias era seguida con mucha atención por el pueblo uruguayo. La auténtica conmoción causada en la opinión pública se tradujo en que el Parlamento votara una ley, el 5 de marzo, donándole a Finlandia 100.000 pesos de la época, con los que ese país compró lana que llegó a Finlandia el 9 de marzo de 1941. Además, se formó una Comisión de Amigos de Finlandia que juntó una cantidad de dinero que la historia no especifica, y los diarios La Mañana y El Diario hicieron, por su parte, una colecta que se tradujo en la compra y envío de 10.563 latas de 350 gramos de corned beef. Cada lata tenía una leyenda en finés: “Uruguayn kansa Suomen sankarilliselle armeijalle”. O sea, “Del pueblo uruguayo al heroico ejército de Finlandia”. Las latas se despacharon de Montevideo a fines de febrero de 1940. El precio de una lata de corned beef es hoy de 116 pesos, lo que equivale a algo más de 1,2 millones de pesos. En cuanto al dinero reunido, equivaldría hoy a casi un millón de dólares, ya que el dólar estaba a 2,75 pesos en diciembre de 1939, y luego se valorizaría, como efecto de la demanda causada por la guerra, hasta 2 pesos, y había cambio diferencial; el dólar de diciembre de 1939 equivale a 17,95 dólares de hoy (https://www.bls.gov/data/inflation_calculator.htm).

El funcionario Sami Heino, del servicio de información de la cancillería finlandesa, UM Tietopalvelu, especifica en la comunicación en la que se basa esta nota, que el embajador finés en Buenos Aires, Niilo Orasmaa, en el período 1939-1945 también estuvo acreditado en Montevideo. El embajador que lo reemplazó en la capital argentina, Ossian Soravuo, inició sus tareas en enero 1947 y también se lo quiso acreditar en Montevideo, algo que tomó dos años. “La larga demora confundió al Ministerio de Relaciones Exteriores finlandés. Muy probablemente la razón tras la demora fue que Uruguay quiso ver si Finlandia podía atenerse a su sistema democrático bajo la severa presión de la Unión Soviética. Finalmente, en 1949, el embajador Soravuo fue acreditado también en Montevideo. Ese mismo año, Finlandia y Uruguay hicieron un nuevo acuerdo comercial”.

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